Valentin Gendrot no se guarda nada. Relata un caso de abuso policial, pero también cómo él mismo participa en la redacción del acta de detención falsa para encubrir a su compañero. En ese punto, la infiltración deja de tener sentido, pero nos ayuda a descubrir los secretos que comparten los policías: el periodista nos abre las puertas de lugares donde nadie ha entrado jamás.
Para evitar posibles represalias o la violación del derecho a la intimidad de sus antiguos compañeros, el autor ha modificado sus nombres, sus motes y sus características físicas a la hora de escribir Poli.
Este libro confluye con su tiempo. Llega a nosotros durante el gobierno de cinco años del presidente Emmanuel Macron, marcado por una explosión de violencia policial contra el movimiento de los «chalecos amarillos». Además, en 2020, veinte mil personas se congregaron frente al Tribunal de París para manifestarse en contra de la violencia policial al grito de «las vidas de los negros importan». Al mismo tiempo, las investigaciones publicadas por Mediapart, 1Arte radio 2y StreetPress 3han sacado a la luz numerosos comentarios discriminatorios y racistas por parte de miembros de las fuerzas del orden.
Ante el descontento generado por estas revelaciones, Emmanuel Macron pidió al ministro de Interior, Christophe Castaner, que presentara una propuesta para «mejorar la deontología de las fuerzas del orden». Al día siguiente, el ministro en cuestión declaró: «En las últimas semanas, demasiados agentes han incumplido su deber para con la república. Se han proferido comentarios racistas que han revelado la discriminación latente. Esto es inaceptable». Así, el «primer policía de Francia» reconoció por primera vez que existe un problema entre sus filas. Un problema de racismo.
¿Infiltrarse en la policía? Muchos podrían considerarlo un proyecto hostil, pero basta con leer Poli para comprender que ese no es el caso. Valentin Gendrot plasma lo que ve, oye y siente, y humaniza a los agentes de policía y a las víctimas de sus abusos.
Con el paso de los días, su forma de hablar y su comportamiento cambian. Eso hace que Valentin se plantee una serie de preguntas: ¿Está comenzando a sentir una especie de espíritu de equipo? ¿Los niveles de empatía disminuyen? Se sorprende al sentir cómo la policía se infiltra, también, en él mismo.
Geoffrey Le Guilcher,
Clara Tellier Savary
y Johann Zarca
A mi querido padre.
A La Merguez.
A Marcelo.
—¿Qué has hecho ahora?
Toto 4agarra al tipo y lo empuja contra la marquesina. Le va a pegar, eso está claro. Los curiosos se detienen a nuestro alrededor y algunos incluso sacan el móvil para grabar la escena.
—¡Ponte ahí! —me grita François—. Establezcamos un perímetro de seguridad.
Es uno de mis primeros días en el equipo y por fin han atrapado a uno. Ellos los llaman «los bastardos». Y, cuando salen a patrullar, su objetivo es dar caza a los bastardos. Toto no ha tenido demasiados problemas para pillar a este en concreto. Es un tío enclenque, seguramente no sea nadie importante. Vamos, un bastardo de pacotilla.
Vigilo los alrededores para que nadie los interrumpa. Tengo la mandíbula tensa y las manos en las caderas; la izquierda está a unos centímetros de la pistola. Frente a mí se encuentran los colegas del flacucho, que me miran con hostilidad. Sudo y siento un escalofrío. Noto la adrenalina. El corazón me late con fuerza.
—Den la vuelta, no pasen por aquí —digo con firmeza a los peatones que se acercan.
Me giro, el tipo sigue aprisionado contra la marquesina. La escena se me hace interminable.
—Nos vamos —suelta François—. Seguidme.
Los seis nos subimos en el furgón blanco y nos llevamos al chico con nosotros. Toto pisa a fondo el acelerador. En la parte trasera, nos caemos de nuestros asientos de cuero sintético. Nos agarramos. El joven está sentado entre nosotros, aterrorizado. A los otros ni se les ocurre tocarlo, está claro que este asunto tienen que resolverlo Toto y él. Recorremos las arterias parisinas a toda velocidad hasta que salimos de nuestra zona y ya no reconozco las calles. Llegamos a Pantin. ¿Qué hacemos aquí? Estamos obligados a permanecer en el distrito 19…
Toto aparca en mitad de la calle. Se baja del furgón, abre la puerta trasera y se monta con nosotros. Agarra al tipo flacucho y le tira del pelo.
—¿Qué has hecho ahora? ¿Eh?
Uno de mis compañeros me pide que salga para vigilar. Me bajo, cierro la puerta corredera y espero fuera. El vehículo se sacude y oigo gritos. Espero un momento mientras controlo a los transeúntes que pasan. La puerta se abre de nuevo y se oye la voz del policía:
—Muy bien, ¿lo entiendes ahora? ¡Venga, lárgate!
El tipo baja, encogido sobre sí mismo. Se sujeta la cabeza con las manos, parece desorientado.
—Sí, claro… ¿La policía francesa…? —farfulla.
Lo dejamos allí, solo, a unos cuantos kilómetros del lugar donde lo hemos atrapado. Forma parte del castigo.
Solo llevo dos semanas con el uniforme de policía y ya soy cómplice de una paliza a un joven inmigrante. ¿Dónde me he metido? Vuelvo a sentarme en la parte trasera del furgón.
—¡Me ha tocado la ceja con el móvil! —nos explica Toto—. Me ha tocado al bajar en Porte de la Villette, cuando hemos registrado a aquellos dos inmigrantes. Bueno…, creo que no lo ha hecho a propósito.
—No te preocupes, los tíos como ese merecen la muerte —suelta Bisonte.
Los agentes de policía tienen la obligación de presentar un informe de cada intervención, servicio u «operación». En el software del registro policial digital (MCI), 5debe quedar constancia de cada tarea del día, por mínima que sea. Los llamamos «GS», de «gestión de sucesos». 6El servicio de hoy nunca constará en un informe. Para empezar, porque se trata de una intervención «inesperada», por iniciativa propia de mis compañeros. Y, además, porque la solidaridad entre polis dicta que lo que pasa en el furgón se queda en el furgón.
Bueno, no del todo. Esta vez no.
Lunes 4 de septiembre de 2017, 6:58.
«¿Quién te envía, sucio periodista de mierda?». Mientras conduzco mi roñoso Clio blanco lleno de envoltorios vacíos, imagino mi propio linchamiento en una de las salidas con los policías. No voy sobrado de tiempo, así que acelero en dirección a la Escuela Nacional de Policía de Saint-Malo, a unos cien kilómetros de mi ciudad natal. La vuelta al cole.
Si me pillan, voy a pasarlo muy mal. Con esos brazos enormes, los policías pueden destrozarme a puñetazos. Los más cabreados podrían incluso romperme las manos para impedir que escriba o, todavía peor, meterme una bala entre ceja y ceja y hacerlo pasar por un tiro perdido. Cuando uno tiene miedo, se pone en lo peor y pierde toda la racionalidad.
Me enciendo un cigarrillo. Me esfuerzo por recordar cómo se me ocurrió esta idea de entrar en la policía. No lo consigo. El 1 de mayo de 2016, hubo una mani en París. Todavía percibo el asqueroso sabor del gas lacrimógeno que lanzaban los CRS. 7Me invadió una sensación de ahogo que se alargó durante unos angustiosos minutos, hasta que pude volver a respirar con normalidad.
La verdad es que conservo un montón de recuerdos de las manis. Desde la multitud, observaba a los policías, que parecían una especie de Robocops indolentes, impasibles y muy erguidos, capaces de bloquear una calle entera durante medio día. No los envidiaba. Cuando era adolescente, tenía esa creencia un tanto cliché de que ellos defendían el orden establecido mientras nosotros, en el bando contrario, dábamos voz al interés común. Después crecí. Y mi hostilidad se convirtió en curiosidad.
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