Margery Sharp - Cluny Brown

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Año 1938. Arnold Porritt, un próspero fontanero londinense, ya no sabe qué hacer con las extravagancias de su sobrina Cluny. Después de frecuentar el Ritz como una gran señora y de dejarse seducir alegremente por un cliente, su tío decide mandarla como sirvienta a Friars Carmel, una encantadora mansión campestre.Allí la esperan, entre otros, lady Carmel, su patrona, siempre metida entre sus flores; su hijo Andrew, que acaba de traerse de Londres a Adam Belinski, un prometedor escritor polaco supuestamente perseguido por los nazis; o el comedido Titus Wilson, boticario del pueblo y perfecto polo opuesto de Cluny. En ese apacible rincón de Inglaterra, el mundo se abre maravillosamente para Cluny Brown, y ella está más decidida que nunca a seguir haciendo lo que no se espera de ella.

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—¡Tío Arn! —suplicó Cluny—. ¿Puedo volver si no me gusta?

—No —dijo el señor Porritt—. Que no te guste no es razón suficiente.

—¿Y si no me dan de comer? ¿Y si me pegan? —insistió Cluny a la desesperada.

—No harán nada de eso —le aseguró su tío—. Si lo hacen, escríbeme.

Cluny contempló la habitación con cara de espanto, como si fuera un furgón policial que iba a llevarla a prisión. La imagen de algunas de sus cosas aún desperdigadas por ahí —restos de costura, su colección de calendarios, un libro que había que devolver a la biblioteca de dos peniques— se burlaba de ella con ese falso aire hogareño y, cuando vio el pájaro de cristal hilado en lo alto del reloj, el que había guardado del último árbol de Navidad que la tía Floss y ella habían adornado juntas, se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no sirvió de nada; no había lágrimas que pudieran ablandar a su tío, que ahora rellenaba su pipa con parsimonia mientras endurecía el corazón con la idea de que aquello era lo mejor. Cluny cogió el marco con las fotografías y lo envolvió de nuevo con cuidado.

—Es un regalo muy bonito. Pensaré mucho en ti.

—En lo que tienes que pensar es en el trabajo —repuso su estricto consejero.

Cluny exhaló un profundo suspiro y rodeó la silla donde estaba sentado su tío, se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Buenas noches, tío Arn. Mañana ya no estaré contigo.

—Buena chica —dijo el señor Porritt.

III

Cluny Brown subió a su habitación y con gran esfuerzo, como si la tristeza fuera un obstáculo físico, se preparó para irse a la cama. Por primera vez en la vida se sentó para cepillarse el pelo, pero después de dos pasadas desistió. Le parecía que la pena llenaba su cuarto como el agua de una cisterna, y aquel símil tan familiar, tan evocador de la pasada felicidad, hizo que Cluny se sintiera peor que nunca. El mundo de la fontanería la había rechazado. Ya no haría facturas por revisar una caldera ni oiría por teléfono los emocionantes indicios de un sótano inundado ni enviaría a su tío como si fuera un coche de bomberos al lugar del desastre; nunca más, en las acogedoras horas de la noche, lo recibiría a su vuelta y le oiría contar cómo se había encontrado un ratón en el desagüe. Era el fin, se había acabado. «¿Por qué las chicas jóvenes dejan sus hogares? —pensó Cluny con amargura—. Porque las echan.»

Aquella invectiva, sin embargo, consiguió desviar el curso de su pensamiento. ¿Qué queja tenía su tío de ella? Ni más ni menos —porque todo se reducía a eso— que no sabía cuál era su lugar. Cluny no lo entendía. Pensaba en sus dos grandes delitos y no entendía por qué su lugar no iba a estar en el Ritz, si podía permitirse pagar por tomar el té allí, o en la fiesta del señor Ames, si este tenía la amabilidad de invitarla. (Aquello aún le dolía; era como recibir un portazo en la cara.) Y si dos pequeñeces así podían enojar al señor Porritt hasta el punto de echarla de casa, seguir viviendo con él se le antojaba una interminable pelea de perros. (Nunca se le pasó por la cabeza que tal vez ella debería enmendarse.) Entrar a servir en Devonshire, por otra parte, le ofrecía al menos un horizonte más amplio, y ampliar sus experiencias era en general lo que Cluny buscaba de manera inconsciente. Era lo que estaba buscando cuando fue al Ritz, y cuando se bebió el cóctel del señor Ames, y cuando —ahora volvió a acordarse— había comprado un cachorrito por media corona en Praed Street. Todo aquello le había traído problemas, en especial el cachorrito, que el señor Porritt la obligó a regalar al lechero. Los problemas, de hecho, parecían ser lo suyo, pero si había más esperándola en Devonshire, al menos serían de una clase distinta.

Como resultado de estas reflexiones, Cluny se metió en la cama con una actitud mucho más optimista. No se había resignado, pues nunca lo hacía, pero sentía cierta expectación. Al menos le estaba ocurriendo algo, y eso era lo único que Cluny Brown había deseado de manera constante toda su vida. No verse ignorada por el destino, incluso al precio de recibir algún garrotazo; no esconderse, ni siquiera de la tormenta; no llevar una vida tranquila, en suma, sino plena.

CAPÍTULO 4

I

En la casita del jardín de Friars Carmel, el sábado anterior, lady Carmel estaba preparando las flores para los jarrones. Como muchas mujeres inglesas de su edad y posición social, encontraba en esta tarea un desahogo estético y no necesitaba ningún otro. Sus arreglos florales al estilo holandés gozaban de una merecida reputación.

—¡Por favor, querido! —murmuró—. ¡Estás tirando la ceniza sobre el ciruelo!

La persona a la que se dirigía era su hijo Andrew —recién licenciado en Cambridge y llegado, aún hacía menos tiempo, de un viaje por el continente—, que estaba sentado en un extremo de la mesa de las flores y fumaba con aire impaciente. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el talón.

—Madre, ¿quieres hacer el favor de escucharme? Esto es muy importante.

—Te estoy escuchando. Has invitado a un amigo a que pase aquí una temporada y estoy segura de que será muy agradable.

—No es un amigo. Es un hombre de letras polaco sumamente distinguido.

—Pues mucho mejor, cariño. Invitaremos a cenar al párroco. Estuvo a punto de ir a Polonia hace solo dos años. No creas que estoy diciendo tonterías —se apresuró a añadir lady Carmel—. Aunque al final no fue, había leído mucho sobre el país en las guías de viaje. Dime otra vez el nombre de tu amigo, querido.

—Adam Belinski. —Andrew respiró hondo—. Acaba de venir de Alemania. Ha conseguido escapar con vida. No creo que debamos invitar al párroco a cenar; de hecho, cuanta menos gente sepa que está aquí, mejor.

Lady Carmel esbozó una sonrisa indulgente. Su querido Andrew, pensó, ¡aún era un chiquillo que creía en misterios y conspiraciones! Y, por otra parte, estaba hecho un hombre, siempre preocupado por la política y el Gobierno.

—¡Mi querido Andrew! —dijo en voz alta.

Andrew se bajó de la mesa y empezó a pasearse inquieto de un lado a otro.

—No puedo hacer que lo entiendas, ¿verdad? —se lamentó con amargura.

—¿Entender qué, cariño?

—Lo que pasa en Europa. Cómo son las cosas fuera de este… de este bendito rincón del mundo. —Se quedó mirando, más allá de la puerta abierta, el césped que bajaba en suave pendiente, los límites arbolados de la finca, las colinas protectoras que se alzaban al otro lado—. Estamos al borde del derrumbe y yo he visto algunas de las grietas.

Lady Carmel puso cara de preocupación. Era lo que correspondía, por aquel entonces, ante cualquier mención de Europa, y de hecho hubo momentos, mientras Andrew seguía en el extranjero, en los que había estado muy preocupada de verdad. Ahora, sin embargo, era una expresión puramente automática, como la de devoción en la iglesia. Cogió una rama de rododendro para probar el efecto que hacía en un jarrón blanco craquelado y de inmediato se le aclaró el semblante.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Andrew—. ¡Deja eso de una vez!

Sobresaltada en su ensimismamiento, lady Carmel dejó caer la rama y, al volverse hacia su hijo, se asustó también por la amargura de su rostro. Las palabras de reproche murieron en sus labios y lo cogió suavemente de una manga para que se quedase quieto.

—¿Qué ocurre, querido?

—¡Pero si te lo estoy diciendo!

—¿Es por tu amigo? Pobre hombre. Si ha tenido problemas, razón de más para ser amables con él. A ese respecto sí confiarás en nosotros, ¿verdad?

Andrew la miró a los pálidos ojos azules y, de pronto, se tranquilizó. Había al menos una cosa que no cambiaba, inalterable: la hospitalidad de la casa de su madre.

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