EL ÁRBOL
DE LA NUEZ MOSCADA
SENSIBLES A LAS LETRAS, 80
Título original: The Nutmeg Tree
Primera edición en Hoja de Lata: marzo del 2022
© The Estate of Margery Sharp, 1937
© de la traducción: Raquel García Rojas, 2022
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2022
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
info@hojadelata.net/ www.hojadelata.net
Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección: Olaya González Dopazo
ISBN: 978-84-18918-27-8
Producción del ePub: booqlab
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Hoja de Lata emplea tipos de papel que garantizan el manejo ambientalmente apropiado, socialmente benéfico y económicamente viable de los bosques del mundo.
Julia, por matrimonio la señora Packett, por cortesía la señora Macdermot, estaba en la bañera cantando La marsellesa. Su magnífico y enérgico contralto, sin embargo, resonaba menos que de costumbre, pues en esa mañana de verano en concreto, además de los accesorios típicos, en el cuarto de baño había una mesita de centro lacada, siete sombrereras, media vajilla, un pequeño reloj de pie, toda su ropa, un colchón individual, treinta y cinco novelas sentimentales, tres maletas y una copia de un ciervo de Landseer. Por lo tanto, faltaba el eco habitual y, si el techo temblaba de vez en cuando, no era por la canción de Julia, sino porque los hombres de la empresa de alquiler de muebles de Bayswater aún no habían terminado de retirar el mobiliario arrendado.
Al otro lado de la puerta, un esporádico arrastre de pies ponía de manifiesto que los dos tipos de la correduría no tenían ni una silla para sentarse.
Así sitiada, Julia cantaba. Con cada aliento, inspiraba a diafragma henchido una generosa bocanada de vapor perfumado de verbena y volvía a dejarlo salir en forma de notas de pecho igualmente generosas. No lo hacía a modo de desafío ni para mantener el ánimo, sino porque a esas horas de la mañana cantar era algo natural para ella. La beligerancia del tono no se debía más que a la beligerancia de la melodía; la elección de la melodía no se debía más que al hecho de que la noche anterior había recibido una carta de Francia.
De modo que Julia cantó hasta que, en la pausa previa al estribillo, una voz cansada y ronca sonó al otro lado de la puerta.
—¿Aún no ha terminado, señora?
—No —repuso ella.
—¡Pero si ya lleva ahí una hora y media! —protestó la voz.
Julia abrió el grifo del agua caliente. Podía quedarse en la bañera casi por tiempo indefinido y a menudo, durante sus periódicos intentos por perder peso, había estado ahí sancochándose dos o tres horas. Nada, sin embargo —como saltaba a la vista en ese momento—, la había hecho adelgazar jamás. A sus treinta y siete años —y con solo un metro sesenta de estatura—, tenía unas medidas de noventa y seis centímetros de pecho, setenta y nueve de cintura y ciento cuatro de cadera; y aunque esos tres puntos decisivos estaban unidos por curvas en extremo agradables, Julia anhelaba una figura a la moda, de mondadientes. Lo anhelaba, pero no con constancia. Sus acomodadas carnes se negaban a sufrir martirios. Consideraba el zumo de naranja un aperitivo, no un sustento vital, y como resultado ahí estaba —recostada en su nube de vapor, la piel rosada por el calor—, con el aspecto de una diosa que presidiera algún techo barroco.
La puerta dio una sacudida.
—Si entran a la fuerza —advirtió Julia subiendo la voz al tiempo que cerraba el grifo—, ¡los llevaré a juicio por allanamiento!
Un silencio sepulcral evidenció que la amenaza había surtido efecto. Se oyeron murmullos y una segunda voz, aún más agotada que la primera, retomó la discusión.
—Son solo cinco libras, señora —suplicaba—. No queremos causar problemas…
—Pues váyanse —replicó ella.
—No podemos, señora. Es nuestro trabajo. Si nos dejara coger las cosas… O mejor aún, si nos pagase las cinco libras…
—No tengo cinco libras —dijo Julia con toda sinceridad y, por primera vez, se le nubló el semblante. No tenía ni una libra: poseía exactamente siete chelines y ocho peniques y debía partir hacia Francia por la mañana. Durante unos cinco minutos se quedó pensativa, repasando, uno tras otro, los nombres de todas aquellas personas que le habían prestado dinero alguna vez. También pensó en aquellos a los que ella había prestado, pero tan inútil resultaba una cosa como la otra. Con auténtico pesar, se acordó del difunto señor Macdermot. Y, por fin, se le vino a la cabeza el señor Lewis.
—¡Oigan! —exclamó entonces—. ¿Conocen esa tienda de antigüedades que hay al final de la calle?
Los cobradores consultaron entre ellos.
—Conocemos una casa de empeños, señora. De un tal Lewis.
—Esa misma —admitió Julia—, pero también es una tienda de antigüedades. Vaya alguno de ustedes en un momentito a por el señor Lewis. Él les pagará.
Los otros volvieron a consultar, pero después de esperar (de pie derecho) durante dos horas, estaban dispuestos a agarrarse a un clavo ardiendo. Julia oyó unas pisadas que se alejaban y otras que se quedaban arrastrándose de un lado a otro. Entonces se secó las manos, se encendió un cigarrillo y alcanzó una carta con sello francés que estaba sobre la mesita de centro.
Aunque había llegado apenas la noche anterior, ya se la sabía de memoria.
Querida madre:
Se hace extraño que no vayas a reconocer mi letra. Te envío esta carta a través del banco y, a menos que estés en el extranjero, deberías recibirla casi de inmediato. ¿Podrías venir a verme? Es un viaje largo, pero el sitio es bonito, en las montañas de la zona limítrofe de la Alta Saboya, y estaremos aquí hasta octubre. Sin embargo, me gustaría que vinieras (si puedes) enseguida. La abuela te invita a quedarte tanto tiempo como quieras. Como imagino que ya sabrás, ella y sir William Waring son ahora mis fideicomisarios. La cuestión [aquí la letra, pequeña y pulcra, se agrandaba de repente] es que quiero casarme y la abuela se opone. Sé que hay todo tipo de complicaciones legales, pero después de todo tú eres mi madre y deberían consultarte. Si puedes venir, lo mejor es que cojas el tren de las 23:40 h de París a Ambérieu, donde iría a recogerte un coche. Espero que sea posible.
Читать дальше