A la mañana siguiente Mariana. Otra cita en la oficina: pilas de cuadernos por corregir, horarios pegados a las paredes, diagramas inconclusos. Un ordenado desorden. Luis me ha contado… ¿Contado? No hay mucho que contar. Mariana, entre amiga y maestra, con su blusa blanca almidonada –tan como debe ser– no encuentra cómo manejar la situación. Ariadna realmente no sabe qué le ha contado Luis o si efectivamente le ha contado algo, pero no importa. Se imagina a Mariana con hábito de monja, como las monjas de la escuela en su infancia. Quiere a su profesora pero no aceptará intromisiones. Mariana intenta. Ari, ¿le parece correcto? Es su profesor, es mayor que usted, hasta podría estar casado, pues edad tiene para estarlo. Vive solo. No sabemos de dónde vino, ni quién es realmente. Es mejor que no se involucre. Hasta podría ser un juego para él. Como que muy simpático no es, siempre silencioso, siempre observando. Nunca se sabe realmente qué piensa. Quise hablar primero con usted. Nos tenemos confianza. Recuerde que al final, las mujeres salimos perdiendo. Oigo pero no escucho. Las palabras ahora un ruido innecesario. No tengo nada que decir. Nada importa más que mi enamoramiento. Incomprensible para los demás. Lo que sucede, lo que tenga que suceder será por mi propio gusto.
Don Arturo, sabio, se mantiene al margen. Posiblemente sea él quien ha pedido a Mariana que intervenga, pero sin mucho convencimiento. Adivina que Ariadna es vieja, con la edad del mundo a sus espaldas. Que carga dolores ocultos. Intuye que al fin es feliz. Y sabe que la felicidad es tan efímera como una campanilla de cristal.
La muchacha sale de la oficina sin nada resuelto, con un dolor en el pecho pensando en Luis. ¡Ella lo quiere tanto! ¡Ha sido su compañía, su dulce compañía por tanto tiempo! Acariciarle los rulos de angelote renacentista. Quisiera hablar con él, explicarle, pero no sabe bien qué debe explicar, y tampoco sabe si a él le interesa.
A la hora del almuerzo Manuel la espera. En el extenso pasillo, al lado de las aulas. Le cierra el paso al comedor. Toma suavemente su muñeca y la conduce al teatro, hasta el escenario. Ella, muda, lo sigue. La sala oscura. El teatro vacío. Nadie los podrá mirar ni oír. Manuel se acerca y cómplice y pícaro le habla al oído: Haremos lo que no se debe. ¿Te parece? Nos han invitado a un almuerzo. ¿Nos? Pregunta ella. Sí. Tenemos que salir sin que nos vean. Tú primero y te sigo. Me esperarás en la esquina del Chicote. Tomaremos un taxi. Escapamos un par de horas y regresamos. Te prometo que nadie se enterará. Ariadna es lo que Manuel necesita y quiere que sea. No hay conflicto. No hay duda.
Se escabullen entre los telones del teatro hasta enceguecerse con el resplandor del mediodía que espera en la calle a esa hora solitaria. Llega a la esquina y casi de inmediato aparece Manuel. Corren tomados de la mano detrás de un taxi que al final, compadecido, se detiene. Lo abordan. A Escazú. Serán veinte minutos. Se sientan muy juntos. Luego él se retira un tanto y la mira. No puede esperar. Posa su mano en el muslo de la muchacha. Sube ligeramente la falda del uniforme y como si fuese una ceremonia nueva, inventada para ellos dos, con la yema del dedo índice dibuja pequeños círculos en la rodilla de Ariadna, atento, dulce. Cuando está ansiosa y temblando, él se inclina y posa su boca con suavidad. La deja allí un momento. Ariadna no sabe si es un beso o algo más que no entiende. Esa boca detenida en su rodilla traspasa el calor de la respiración de Manuel. Su cabeza, reclinada en el regazo. Como si encontrara allí el descanso necesario para seguir. Luego se incorpora, se acerca a su oído, dice casi imperceptiblemente: siempre tú misma, en ti y para ti. Tienes que mirarte y aprender. No dependerás de nadie. Eso quiero que aprendas, que nunca lo olvides. No dependerás de nadie en ningún sentido. Porque allí está la salvación. Especialmente la salvación de las mujeres. En su autonomía. Se acerca a su rostro, y besa sus párpados para cerrárselos. Retira su boca. Le coloca un libro sobre la falda. Ella abre los ojos. Lee: Simone de Beauvoir. “El Segundo Sexo”. No, no lo conozco. A ella, la autora, sí, pero no el libro. Sí, he oído hablar de Sartre, del existencialismo, pero no sé mucho. El taxista escucha, atento. Ni tampoco de Simone. Amor, amor mío. Ariamor, re-conocerte, y a partir de ello construirte. Porque de esa parte eres responsable. El taxista se asoma por el espejo retrovisor. Este es quizá el ensayo más importante de una mujer sobre las mujeres. La Beauvoir plantea que a las mujeres les corresponde re-construirse; se lamenta la soledad de las mujeres, porque no han desarrollado un sentido de solidaridad entre ellas. El taxista trata de escuchar. Dice que más bien suelen ser solidarias con los estamentos donde se desenvuelven aún cuando sirvan para su sujeción y control. Es importante, Ari, que lo tengas presente. Es un libro excepcional. Como su autora. El taxista se esfuerza por comprender. Aprenderás en ese libro sobre los roles que históricamente la sociedad ha adjudicado a la mujer. Y la construcción de la figura femenina a partir de esos roles. Es un libro que tendrás que leer muchas veces. El taxista opta por el camino.
Mientras escucha Ariadna piensa en ella pero también piensa en mujeres que ha conocido en su vida, que la han marcado. Mujeres como esas que veía de pequeña desfilando bajo su ventana. Entiende ahora su sentimiento de antes. Y si debe ponerle un nombre, este sería solidaridad.
Cuatro años. No muchos. Como todos los viernes, empotrada en la ventana. Ese su oficio de los viernes. Desde allí, desde esa alta ventana del segundo piso le gusta ver el desfile. No sabe de dónde vienen pero sí conoce su paso obligado por la acera paralela al parque justo al lado del tajamar. Primero un repiquetear de tacones. Luego, un silencio medroso, roto esporádicamente por una carcajada eléctrica. Por último aparecen entre un remolino de colores desaliñados. Caminan solas, a veces en parejas, a lo más en grupos de tres. Ariadna las conoce de tanto mirar. Sabe además que no debe mirarlas. Ya se lo han prohibido. Pero su curiosidad es más fuerte que la prohibición. Un viernes, un viernes más, a la misma hora con lluvia o sin ella pasarán por la acera musgosa rumbo a la casa blanca de ventanales verdes que es la Unidad Sanitaria.
La niña no entiende el motivo de la procesión. No es común ver a esas mujeres en las calles. Solo los viernes. Con esa soledad acompañada que se prodigan. No son del Puerto. Las delata el color de sus pieles. Son blancas en una ciudad en donde los dueños blancos se conocen entre ellos, comparten whiskies y trabajos, conversan en el Club, comparten raquetas de tenis y esposas, nadan en el Swimming. El resto de la población, negra. Esas mujeres blancas que no van al Club, que no van a misa, que viven confinadas no se sabe muy bien dónde, son un despropósito en el entorno.
La peregrinación comienza a la una de la tarde cuando el resto de la ciudad duerme su siesta de ventanas cerradas y abanicos metódicos. Las mide, inventa historias alrededor de cada una. Las observa, las repasa, las cuenta. Son dieciocho. Desde su ventana las vislumbra cuando van hacia la oficina del médico. Esperan primero en el corredor sentadas en bancas interminables. De a una pasan al cubículo del médico, y de a una reciben luego del examen su tarjeta sellada y la tranquilidad de la semana. Alguna sale sin tarjeta y desolada. Regresará la semana siguiente, ojerosa y tímida, después del tratamiento.
Anayancy es una de ellas. Anayancy, la única que llega con un niño. Un pequeño de tres años tironeado de la mano. No habla con las demás pero sí juega con el niño. Entra al corredor, sienta al niño en una de las largas bancas, lo acomoda y aguarda la consulta. A la salida de la Unidad, cuando recibe la tarjeta, se la oye reír mientras se esconde detrás de las palmeras para que el niño la busque, Anayancy, Anayancy, ¿dónde está? ¡No sea mala, no se esconda! Aparece Anayancy y lo levanta hacia el cielo, hacia los pájaros que vuelan en escuadras perfectas atravesando el azul. Y se llenan ambos, Anayancy y el niño, de luz y de risas. Ariadna escucha las voces que se quedan, reiteradas, repitiendo las palabras en su cabeza. Las voces que la aturden. A Ariadna le hubiese gustado que alguien la levantara igual, que alguien igual se riera con ella. Quisiera quedarse toda la tarde mirándolos. Pero las voces la agotan. Sí, desde niña, las voces con ella.
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