Arabella Salaverry - El sitio de Ariadna

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"¿Cuánto más le tomará despertar? ¿Cuánto más le tomará ser dueña de sí misma? ¿Necesitará por siempre ayuda? ¿O vencerá por sí misma el sitio? En esta primera novela de Arabella Salaverry asistimos a una auténtica batalla interior no exenta de heridas, riesgos, sacrificios y muertes. Con el trasfondo de la vida política latinoamericana de los años 60, la autora da cuenta de una de las luchas de autoafirmación que libran las mujeres al interior del patriarcado. Ariadna mira su vida como un sitio: un cerco donde se apresa o rinde su voluntad. Su cerco es el de una pasión que vive a la par como libertad y como atadura. La tarea de la protagonista es resolver la paradoja, darse un sitio fuera de sitio." – Silvia Castro Méndez

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Llega intempestiva. Tiembla con esa furia que la asalta cuando una situación se escapa de sus manos. Su madre que intenta conversar con ella. Cólera contenida. Intenta mostrarse accesible: ayer hablé con su amigo Manuel. Ariadna, no es que sea una persona inconveniente, no, es encantador. Las palabras silban. Su conversación me agradó. Y descubrí en él rasgos que me lo describen como una persona noble. Ariadna reconoce el tono. Su madre continúa: hasta me pareció gentil y profundamente inteligente, y sí, muy enamorado de usted. Me lo dijo y me di cuenta. Pero hija, sé que la soledad le pesa, pero no le conviene. Es mayor que usted, además no sabemos de dónde viene, ni qué hace aquí. Puede ser cualquier cosa… sí, cualquier cosa… hasta un prófugo huyendo de cualquier barbaridad. Ariadna identifica la modalidad del discurso: falsa condescendencia. Discurso preparado. Plagado de lugares comunes. Sí. Ya sé que usted cree tener la madurez necesaria. No es un amigo para usted. La diferencia de edad es mucha. La madre está en su límite. Ahora el discurso comienza a cambiar. Y yo sé bastante al respecto. Sí, sé que a su edad pensamos tener siempre razón. Y usted, ingenua, sirviéndole de escudo para quién sabe qué propósito. El tono se pone cada vez más ácido. ¡Hasta prófugo acusado de quién sabe qué cosas, hasta asesino puede ser el bendito Manuel! Su madre usa la mirada como un látigo. Pero le digo… Ariadna interrumpe madre: es por mi propio gusto. Y da por terminada la conversación. La madre ahora no puede sostener su enojo. Detiene la bofetada. Siente, lamenta la ingenuidad de su madre, que pretende devolver lo que ya está escrito, lo que ha sido pronunciado, y aunque tuviera razón, aunque fuese cierto lo que dice no es posible devolver lo que no tiene retroceso.

Su madre en el Colegio. Pide una reunión con don Arturo y con Manuel. Viene agitada. La conoce. Sabe de lo que es capaz. Sabe de su furiosa juventud. Y supone que está furiosa. Solo lamenta que esa misma furia no la usara en otros momentos de su vida para defenderla. La llaman a la oficina de don Arturo. De nuevo el conserje amable va por ella hasta el aula. Compermisito… Ari, la llaman a la Dirección… sale del aula seguida por el conserje, camina por el largo pasillo lentamente. Intuye que será un nuevo problema el que tendrá que enfrentar e intenta tomar fuerza. Llega al caos de partituras, atriles, batutas que se revuelven entre un arriba y un abajo sin concierto. Allí están los cuatro. Don Arturo, Mariana, su madre y Manuel. Ella admite que sí. Que ve a Manuel todos los días. Y que sí, no dejaré de verlo aunque usted o cualquier otro me lo pida. Soy feliz y quiero seguir siéndolo. Lo veo, sí, por mi propio gusto. Levanta cada vez más su voz. Don Arturo por primera vez desconcertado. Intuye la gravedad de las consecuencias, especialmente para Manuel. Manuel perfil bajo, no llamar la atención. Manuel peligro, persecución y peligro, bordeando siempre precipicios ocultos, cráteres encendidos, bordeando siempre barrancos, pero con una calma que más bien atormenta. Ariadna quisiera verlo reaccionar, que él también diga lo que ambos sienten. Pero no. Manuel silencioso y contenido. Porque solo él sabe a lo que se expone. Mariana, asustada, trata de lavar el ambiente con sonrisas. Y su madre levanta una espada que llena de chispas el aire. A la salida de la reunión le dice que se quedará en un hotel. No quiere verla. ¡Usted solo da problemas! La amenaza con un encuentro con el Ministro de Educación.

Más. Pero la vida de Ariadna es algo más. Mucho más. Tal vez la plenitud de quien encuentra la dimensión exacta de las cosas, de quien se asoma al mundo primigenio en el cual no hay ataduras, no hay leyes, solo las de su necesidad. Desnudez de cuerpo. Desnudez de alma. Desnudez de un infante recién nacido antes de la culpa, antes del pecado, antes de las convenciones. Se despoja de todos sus ropajes en ese cuarto de hotel en el centro de San José húmedo, ella también húmeda, mojada por el deseo, mientras Dave Brubeck deja caer su “Toma Cinco” desde el pequeño tocadiscos azul y ahí la batería presentándose, luego el piano. Escucha, Ari, ahora les acompaña el contrabajo. Manuel que la lleva por los caminos del jazz. Y el piano golpea, rítmico, y la voz de Manuel que la acaricia mientras cuenta que Brubeck, y su piel erizada con la caricia que le recorre la espalda, la caricia que se desprende de la mano de Manuel y ahora es el saxo que introduce el tema, primero delicadamente, y el cuarteto hipnótico que repite las notas, las altera levemente y el saxo que vuela sin pausa en espirales sincopadas para luego descender suave, muy suave, la caricia intensa del jazz que se riega por el cuarto, sí, Brubeck refinado, Brubeck exuberante, escucha, siéntelo, deja que te recorra. Oye, oye cómo se atreve a experimentar y cómo hay reminiscencias de la música clásica. Y la mano de Manuel que se detiene en la curva de sus nalgas, la batería se impone, las acaricia suavemente, las abre y acerca su boca para besarla en su rincón escondido, Manuel dedicado con devoción a darle placer, cuidadoso, tierno, colmándola de brasas encendidas y apagando los incendios que desata con su boca mientras los sonidos de la percusión descienden y regresa el piano, ahora sí, unido al saxo, se acopla el contrabajo y juntos desgranan música. Así como las caricias que se unen y van llenando de rumores su piel, concentrándose luego en un temblor que agita las suaves profundidades de su vagina. Sí, Ariamor, porque tú también eres mi cuerpo. Y te amo como se debe amar al propio cuerpo, sin exclusiones, porque solo así se puede saber realmente lo que es amar... Y dice, esperando que ella entienda, lo entienda, que no sea necesario pronunciar más palabras: Recuérdalo siempre. Es a partir del amor que te tengas a ti misma que podrás estar en el otro de manera absoluta. Como te amo en este momento. Amándome en tu cuerpo que es el mío. Escucha Ariamor ahora el Rondó Azul a la Turca y Brubeck que se instaura en las esquinas, golpea en su magnificencia, y el ritmo turco deja el paso a la sensualidad del saxo que se esparce por la llanura. Manuel se detiene en esa ceremonia de iniciación en la extensión dulce del cuerpo de Ariadna, ella desnuda, ahora sobre esa alfombra gris como la tarde que se asoma por la ventana. Brubeck, sí, casi expulsado de la escuela de música por no saber muy bien cómo leer partituras. Escúchalo. Tienes que tener cuidado con las etiquetas, con los estereotipos. Deja que tu palabra desde más allá del sueño mane sin que la detengan. Recuerda siempre que tu piel es posible que la endurezcan los vientos. Los de la dulzura. Los de la violencia. Antes de leerte, antes de tus poemas, no entendía, Ariamor, estaba muy lejos de imaginar el sentido real del Sueño. No entendía cómo ese mito podría mantener su máscara varias veces milenaria y habitar en ti.

Escucha “In your own sweet way”. Recuerda que así debes vivir. De tu propia y dulce manera, con esa intensidad. Tienes que cuidarte, Ariamor, porque desde todos los flancos te acecha el peligro. El peligro está sobre ti. Porque no es posible llevar ese impulso absurdamente indefenso del cuerpo y del espíritu al centro mismo de las verdades del hombre, sin estallar en él. Escucha el piano. No es posible vivir heroicamente víctima de los metales primigenios. Y Ariadna estremecida con el beso en cada uno de sus pezones. Porque los cementerios, Ariamor, abiertos para todos, solo son frecuentados por ti, alimentándote de fibras desconocidas, de raíces universales. ¿Cómo, amor, amor, a tus diecisiete años eres capaz de decir “Ya terminé, aunque abra diez, o mil compuertas a la tierra y me siente en su vientre y la destroce y me entierre en los surcos de la noche”? Tienes esa visión desgarrada de las fuerzas oscuras que están en nosotros. No dejes que te impongan estilos. Sé tú misma. Siempre. Con esa manera tuya de vivir antes de la expulsión de paraíso. Y habita en tu poesía, escúchala, no la intentes domesticar. Las imágenes se prenden a ti más que tú a ellas. Cada uno de tus poemas, como tú, construye su propio lenguaje como puede. Y así hay que vivir, construyéndose de manera permanente en todos los planos. Cada poema es una aventura perseguida a través de la interrogación y el vacío, en una tensión apasionada donde desconoces, antes de haberla encontrado, la forma que alcanzará tu obra. Como tu vida. Buscas, amor, a ciegas, lo que no tiene cara: las imágenes salidas del olvido y aún de más lejos, las imágenes que aparecen como estallidos de la vida misma, las ideas que se revelan inesperadas, que aclaran y que, sin abandonar el misterio, abren un camino para su acceso por las vías y medios de la comunicación ordinaria. Eso eres en tu palabra. Eso debes seguir siendo en la vida.

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