Arabella Salaverry - El sitio de Ariadna

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"¿Cuánto más le tomará despertar? ¿Cuánto más le tomará ser dueña de sí misma? ¿Necesitará por siempre ayuda? ¿O vencerá por sí misma el sitio? En esta primera novela de Arabella Salaverry asistimos a una auténtica batalla interior no exenta de heridas, riesgos, sacrificios y muertes. Con el trasfondo de la vida política latinoamericana de los años 60, la autora da cuenta de una de las luchas de autoafirmación que libran las mujeres al interior del patriarcado. Ariadna mira su vida como un sitio: un cerco donde se apresa o rinde su voluntad. Su cerco es el de una pasión que vive a la par como libertad y como atadura. La tarea de la protagonista es resolver la paradoja, darse un sitio fuera de sitio." – Silvia Castro Méndez

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En Guatemala, roja de sangre que se transforma en púrpura de sangre coagulada, transida con ese olor acre que deja la sangre cuando seca, los internacionalistas colaboran y luego salen, se pierden en la clandestinidad. ¿Serás uno más, uno de los tantos que apostaron por la solidaridad en realidades ajenas? ¿Sería esa la razón de la presencia de Manuel en Costa Rica, en el Colegio? ¿Estarás perdido en lo incógnito, Manuel? ¿Esperás nada más una orden? ¿Aguarda Guatemala, –roja de sangre, roja cuando mana para luego tornarse parduzca–, aguarda Guatemala tu regreso?

Manuel rebusca en la pequeña biblioteca que hay en la oficina de don Arturo. Escoge un libro. Lee, o pretende hacerlo, mientras permanece en el Colegio hasta la hora de salida. Espera, deja pasar el tiempo como si no estuviera ansioso, –tanto y tan distinto lo que espera–, como si no estuviera deseando el momento de sentir cerca a la muchacha, recorrer de nuevo el contorno de su cara, olvidarse del miedo, sentir la suavidad de su piel, de esa piel que es suave como la seda de China, olvidarse de las heridas, dibujar sus labios, olvidarse, pasar su mano por la negra extensión de su pelo, olvidarse, sí, besar, olvidarse aunque sea por un instante del temor, de ese temor revuelto con la furia que da el sentirse acosado.

Termina la jornada. Tomará el mismo autobús que Ariadna. Cuando ella sube con una suave indicación Manuel señala el espacio a su lado. Sé que es mi espacio natural. Tomo asiento. Estamos en silencio. No puedo pensar. Paralizada. Escucho la voz una vez más que me repite, insistente: “por mi propio gusto, por mi propio gusto”. Imposible callarla. Trato de desviar la atención. Por más que intento imposible. No debería. Pero no importa. Nada me detiene. Es por mi propio gusto. Al llegar a la parada cerca del Teatro Nacional –jardines habitados por estatuas mudas y bustos ciegos– ¿bajamos? Obediente me levanto, lo sigo, bajo del autobús. No sé qué pasará… En mi espalda, la mirada de Luis.

A media cuadra del Teatro Nacional la boite de Dominique. Otra francesa conocida de Manuel. A duras penas la distingue en la noche prematura que hay en el lugar. Se saludan afectuosamente. ¿Comment vas tu? Esta es mi amiga, Ariadna… Dominique, –pelo cortísimo, rubio cenizo, figura menuda y ojos extremadamente azules– no presta atención. Está atenta a la palabra de Manuel. Blusón también azul y pantalón ajustado. Lo lleva a un rincón del bar. Hablan apasionadamente. Primero la francesa, como si estuviera rindiendo un informe, enumera, dice, mientras Manuel asiente. Luego él, brevemente le responde. ¿De qué hablarán? ¿Cuáles secretos comparten? La muchacha no alcanza a escuchar. Un piano en una esquina, y las “Hojas Muertas”. “Mais la vie sépare ceux qui s’aiment, tout doucement, sans faire de bruit, “Las Hojas Muertas” que caen de las teclas llenando el lugar de melancolía, de amargas premoniciones. Dominique se retira después de besar en ambas mejillas a Manuel, apretar con fuerza sus manos y dirigirle a ella un seco a bientot. Se sientan en un rincón aún más oscuro, en donde se borra su uniforme de colegial. El piano es sustituido por una rockola, luces que van y vienen, se agigantan, se diluyen. “Et maintenant”, inicia suavecito, aumenta, va creciendo, se repite, como un recuerdo del Bolero de Ravel, la frase musical se pega a las paredes. “Et maintenant, que vais je faire, de tout ce temps que será ma vie” Manuel la lleva hasta la pequeña pista de baile que hay en el centro, un pretexto como cualquier otro para abrazarla, “Tu m’as laissé /La terre entière Mais la terre sans toi /c’est petit”, y con la voz de Becaud mezclada con la de él, la mece tiernamente, canciones de soledad y despedida, un abrazo para irse de ese San José en la tarde ya de aguacero y vivir en París por un momento, en las palabras de Manuel y en el libro de Neruda, Las Obras Completas, de terso cuero rojo y hojas finísimas con borde de plata que ha sido el regalo de ese día… París, sí, habla de París. Él conoce la ciudad como si fuese suya. De París extraño su amabilidad con los enamorados, me dice. Una ciudad que acoge besos apasionados en sus calles, caricias en sus puentes, abrazos en las escalinatas que bajan al Sena, o las que suben a Montparnasse, o en cualquier otro lugar. París, una ciudad apta para amarse, hasta sus cementerios son gentiles con los amantes, y murmura un poema de Neruda sobre aquellos enamorados que no teniendo sitio para su amor terminan floreciendo montados en una bicicleta. Ariadna acepta: es y será por su propio gusto. Por su propio gusto su respiración se detiene para escuchar su acento cuando Manuel lee los poemas de Neruda, cuando habla del Canto General, por su propio gusto se olvida de los lentes de miope, por su propio gusto se embebe contemplando sus manos cuando dice que Hermann Hesse, Demián, tienes que leerlo, Ariamor, sus dedos manchados de tabaco, sus muñecas fuertes, tal vez lo único hermoso de ese cuerpo frágil, y su boca, reducto de palabras fascinantes. Ariadna entiende que ya no hay escapatoria. Y Rilke, Ariamor, Rilke, ese poeta que define su destino, o el destino lo define: “Pero todo aquello que tocamos/ tú y yo nos une/como un golpe de arco/ que una sola voz arranca de dos cuerdas”. Presiente que ella es una de esas dos cuerdas, presiente que el amor que le ofrece será el mayor amor que alguien pueda darle, que alguien pueda jamás recibir.

La muerte. Sí, la muerte. La muerte que se viste de rojo y recorre los campos, los montes, las ciudades de España. La muerte que cubre con sangre las calles, cuerpos apilados, agujeros de bala por donde mana la sangre, brillante, y luego cuando se seca deja ese olor acre, ese olor que marea. Cuando los aviones escupen pájaros de fuego. Cuando los niños cubren sus caras con máscaras de espanto. Cuando los niños no juegan más con las palomas. Juegan con fusiles. Y las mujeres, sus manos rojas –guantes de sangre– taponan heridas, detienen torrentes. Cuando los olivares también se cubren de rojo, desaparece el verde de los olivos y cabalga la muerte por las mesetas; tus padres, Manuel, se deciden por Francia. Así entiendo tu francés. ¿Tus padres huyendo del horror de la Guerra Civil toman aliento en Francia? Y en París, ya adolescente, tu encuentro con Nahuel Moreno, el dirigente trotskista argentino. Apasionado por la filosofía y el arte. Nahuel Moreno que comparte con intelectuales, hombres de teatro, músicos, poetas, escritores y dirigentes políticos de Francia, de América Latina, que tienen París como su casa y caminan inundados de banderas.

Manuel, francés y español, teatrero, pintor, poeta, de padres republicanos, fervorosamente joven, trotskista, admirando a Moreno, vinculado a los latinoamericanos que viven allí, en París. ¿Será? ¿Te construyo, te invento? ¿qué más? ¿qué escondés, Manuel? ¿Quién sos? ¿Qué está oculto en tu vida? ¿Debo interrogar, investigar? Acepto tu amor. O tu ausente presencia. Acepto lo que podás darme, sin pedir más. Me basta. No sé qué pensar. O mejor no pensar…

Ya nada importa. Como no sean las horas cerca de Manuel. Los ensayos, un preámbulo para sumergirse en el mundo de las palabras, en el mundo que le propone Manuel.

Su profesora de Literatura, Mariana, quiere conversar con ella. El conserje del Colegio llega hasta su sala de clases. Compermisito, la manda a llamar la profesora Mariana. Lo sigue hasta la oficina. Cuando llega, la nota extraña. Es también su profesora guía. Demasiado joven para lo que se espera del cargo. Aunque en su Colegio las cosas se apartan del lugar común. Mariana, blanca y dulce, tiene esa plácida belleza de los santos de iglesia. Casi de su edad, cercana, acogedora y maternal. Mariana la espera en su pequeño cubículo: diagramas, afiches, torres de papeles…Mariana pregunta. Su distracción en clase, su presente ausencia ¿Te pasa algo? No tiene nada que responder. Ella tampoco sabe si le pasa algo. O si le pasa mucho. O si es mejor callar. Ya tiene el ejemplo de un maestro del silencio: Manuel.

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