Arabella Salaverry - El sitio de Ariadna

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"¿Cuánto más le tomará despertar? ¿Cuánto más le tomará ser dueña de sí misma? ¿Necesitará por siempre ayuda? ¿O vencerá por sí misma el sitio? En esta primera novela de Arabella Salaverry asistimos a una auténtica batalla interior no exenta de heridas, riesgos, sacrificios y muertes. Con el trasfondo de la vida política latinoamericana de los años 60, la autora da cuenta de una de las luchas de autoafirmación que libran las mujeres al interior del patriarcado. Ariadna mira su vida como un sitio: un cerco donde se apresa o rinde su voluntad. Su cerco es el de una pasión que vive a la par como libertad y como atadura. La tarea de la protagonista es resolver la paradoja, darse un sitio fuera de sitio." – Silvia Castro Méndez

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Esa tarde, otra más ahora sí de aguacero y de relámpago, después del ensayo evade la tristeza de los ojos de Luis que nuevamente la observa bajarse con Manuel del autobús aún muy lejos de su casa. Se dirigen a El Molino. El Café los recibe amable, sin reticencias, a pesar de su uniforme colegial y de las canas, las primeras, de él. Se sientan una vez más en la mesa del fondo, ajenos a miradas y a interrupciones.

Por primera vez en su historia usa las palabras para ella. Y en ese Café del centro de San José, por primera vez habla de ella. Por primera vez en su historia, larga, larguísima a pesar de sus años escasos se atreve a darle nombre al dolor. Se atreve a hablar de la infancia, de su pubertad, de su inicio a la vida adolescente. Habla de abuso, de soledad y tristeza. Manuel escucha mientras llora por ella, y sus lágrimas son las que nunca ha llorado Ariadna. Manuel ahora entiende por qué la muchacha está ausente de su cuerpo. Por qué se mira desde afuera, en una mirada donde no hay reconciliación ni perdón, como si fuese responsable de un destino que no eligió.

Y Manuel que trata de distraerla. Y Manuel que habla ahora del Quattrocento, mientras le da como regalo un libro sobre esa época, resuelto en imágenes donde saltan los tonos oscuros, algunos levemente sensuales. Manuel le cuenta, sí, le cuenta, vehemente, que allí aparecen nuevos géneros. Ya no únicamente el religioso. Fíjate, en esta etapa se introducen mitologías. Disfrazadas, por supuesto, con trasfondos religiosos, incluso mistéricos, difícilmente interpretables. Excepto para círculos restringidos. Conforme habla, crece su entusiasmo. Ariadna supone que si él hubiese vivido en el Quattrocento, habría pertenecido a esos círculos secretos. Intuye que ahora pertenece a algún círculo clandestino, a alguna logia prohibida. ¿Sabías que Masaccio pinta en Florencia los frescos para la Capilla Carmine, con el primer desnudo de la modernidad: La Expulsión de Adán y Eva del Paraíso? Míralos. Se aman y no saben dónde llevar su amor. Están hermosamente desnudos pero traspasados por el sufrimiento, dice, mientras le acaricia la cara. Fíjate como la representación de ese episodio está inundado por primera vez en la historia de la pintura de un aire absolutamente dramático: Adán y Eva son seres que sufren, seres que reflejan el drama del género humano. Son expulsados del Paraíso con su dolor y con su amor a cuestas. Amor de piel, pero también amor por saber. Amor por el conocimiento. En el Quattrocento, Ariadna, por primera vez aparecen en la pintura imágenes de un velado pero fuerte erotismo. Manuel se deja llevar por sus propias palabras hacia los mundos que, –desde esa Centroamérica inhóspita para él–, parecieran lejanos. Conversan, mientras él la observa con atención, atento a cada una de sus reacciones. Y ella con el rostro mudo, sin expresión. El tema es igual que la cuerda floja. Hablar de desnudos… hablar de erotismo… ¿Podrá Ariadna reconciliarse con su cuerpo? ¿Qué significa un “estar” erótico en el mundo? ¿Es necesario el erotismo? Son tantas las preguntas de una materia que la inquieta, más aún, que le resulta incómoda, más que una astilla en la palma de su mano. Y Manuel dice que es justamente a través de un estar erótico en el mundo que se puede vivir con absoluta plenitud. Él libre de prejuicios, ajeno al universo constreñido de esa sociedad provinciana, de la cual ella intenta huir y de la cual él es extranjero, no mide la dimensión de las nuevas heridas que tendrá que acarrear la muchacha con su libre transitar y su despreocupación por el qué dirán. Sí, Ariadna, puedes crecer, podemos crecer en la medida en que nuestro cuerpo sea pulso y vehículo para acercarnos a las manifestaciones de la vida. Ideas nuevas para ella. Ideas que la inquietan cada vez más. Es posible despertarnos a través de los sentidos, sintiendo con ellos y desde ellos. No solo lo que percibimos sino también lo que pensamos. Ariadna bebe cada una de las palabras pero no sabe si alguna vez podrá incorporarlas como algo vivo, reconocible en la dimensión de su cuerpo y el dolor que lo habita desde el mundo del recuerdo. Y Manuel continúa, para ella implacable: Reconocernos en el cuerpo y desde el cuerpo alegrándonos en su gozo, es el primer paso hacia el conocimiento.

Tienes que saber, Ariadna, que erotismo significa no solo estar en sí mismo, vivirse plenamente, sino también estar en el otro y en lo otro y ser en el otro y en lo otro. En tanto potenciemos cada instante de nuestro estar en el mundo desde su perspectiva erótica seremos más humanos, más solidarios y más libres.

Ayudada por tu mano Manuel, sigo pasando las páginas del enorme libro desde donde me miran los espléndidos caballos de Uccello, las melancólicas mujeres de Rafael, las madonas tiernas y sensuales de Lippi –con bebés prendidos golosamente a la teta– disfrutan la caricia de esas manitas regordetas. Trato de no pensar. Solo miro las imágenes y ya no estoy en El Molino sino en Italia, y ya no soy yo sino La Madonna. La mano de Manuel se desliza inquisidora entre los pliegues de mi enagua azul, sube por mi muslo acariciándolo lenta y dulcemente hasta alcanzar mi refugio húmedo, aparta con cuidado mi calzón adolescente para acariciar, con fervor y con ternura, los pétalos de esa flor asombrada que resguarda mi clítoris, primero con la misma delicadeza de un orfebre, avanzando cada vez más mientras salto al Quattrocento, la Madona, el Niño, San Sebastián traspasado con la lascivia de las flechas hincadas en su carne y Manuel que llega al punto definitivo como si se tratase de una ceremonia en donde la ternura ocupa el sitio de honor, la delicadeza se impone, y la devoción es total y es el placer que por primera vez se riega anegando el cuerpo de la muchacha. A través de un estar erótico en el mundo y a través del gozo del conocimiento es que nos conformamos como seres humanos. En ese momento ella comprende plenamente el sentido de las palabras de Manuel. Comprende ese amor de él que es homenaje y a la vez ceremonia, en donde el placer del otro es igual al placer propio. Ese amor que permite saber con el cuerpo y desde el cuerpo, que permite sentir más allá del cuerpo, con la mente, con la inteligencia, ese amor que le propone el homenaje de Manuel. Entiende, ahora sí, que en su placer está el placer de él. Y que lo que su cuerpo siente, Manuel lo sabe. Y lo que él sabe, ella lo siente.

Silencio. Se quedan en silencio. La muchacha no quiere reconocer plenamente el placer de su cuerpo porque su cuerpo ha sido hasta entonces vehículo de dolor. Pero reconoce en ese instante que estará para siempre ligada a Manuel no importa el tiempo, la edad, la circunstancia. Es Manuel quien le ha dado, desde el cuerpo y desde su inteligencia, la sabiduría para entender de qué se trata el placer, asomarse al amor, al disfrute del conocimiento.

Paréntesis de las similitudes

Si debo compararlo mi amor ha sido una violeta. Mi amor fue la dulzura de la medianoche de terraza en terraza de monumento en monumento, hechos a tu medida apenas del tamaño de la respiración humana. Mi solo amor, distraído como sombra cambiante. Mi vivo amor que caminas en mí todavía con paso de jacintos. Mi bello amor color de quien me tiño hasta alcanzar la fruta negra de tu cabellera. Mi amor desnudo cuando el viento hacia mí te inclinó temblorosa como la llama que abandona la antorcha para bajar al suelo. Mi desgarrante amor como un ramo deshecho al nada más tocarlo. Mi amor en cuya piel sangraba al abandono la crueldad amoratada de mis labios. Mi silencioso amor por quien abandonaban todo sentido las palabras y ya no tuve otra cosa que decirte que te amo.

Y el alfabeto muere en la sola murmuración del amor mío. Se muere como un reino sin música donde degenerase la memoria y hago este en la hora donde me inunda la desgracia, ahogado otra vez por banderas y cuchillos como un hombre que no recuerda nada más allá del dolor y quien sobre el aliento no pudiese poner otra cosa como no sean estas palabras de amor mío que son la muerte del idioma.

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