Trevor Noah - Prohibido nacer

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– Mi madre me quería tanto, que tuvo que tirarme de un coche en marcha para que huyera. – Mi padre me quería tanto, que cuando paseaba conmigo lo hacía por la vereda de enfrente, sin mirarme. – Mi padre era suizo, muy blanco. – Mi madre era xhosa, muy negra. – Y, según las leyes del apartheid, por ser de razas distintas tenían prohibido hacer el amor. – Pero al parecer lo hicieron… porque nací yo. – Lo peor que podía haber hecho.Trevor Noah (Johannesburgo, 1984) nació en una familia pobre en la violenta Sudáfrica del apartheid. Dos décadas después, es la nueva estrella de la comedia política en EE. UU. y el principal azote de Donald Trump. «Triste, divertido, desgarrador e irresistible. Un relato inolvidable sobre una infancia en el apartheid… y una carta de amor a una madre excepcional.» Michiko Kakutani, '
The New York Times'

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Corre

A veces en las grandes producciones de Hollywood se ven esas descabelladas persecuciones de coches en las que alguien salta o es empujado de un vehículo en marcha. La persona en cuestión cae al suelo y rueda un poco hasta que por fin se detiene, se levanta de un salto y se sacude el polvo de encima como si no hubiera pasado nada. Cada vez que veo una escena así, pienso: Venga ya. Que te tiren de un coche en marcha duele mucho más .

Yo tenía nueve años cuando mi madre me tiró de un vehículo en marcha. Fue un domingo. Sé que era domingo porque volvíamos de la iglesia a casa, y durante toda mi infancia fui a misa los domingos. No faltábamos nunca. Mi madre era —y sigue siendo— una mujer profundamente religiosa. Muy cristiana. Como todos los pueblos indígenas del mundo, los negros de Sudáfrica adoptamos la religión de nuestros colonizadores. Cuando digo «adoptamos», quiero decir que nos fue impuesta. El hombre blanco era bastante duro con los nativos. «Necesitáis rezar a Jesús», les decía. «Jesús os salvará.» A lo cual el nativo replicaba: «Claro que necesitamos que alguien nos salve, pero que nos salve de vosotros , aunque esa es otra cuestión. Así que, en fin, a ver qué tal el Jesús este».

Toda mi familia era religiosa, pero mientras que mi madre era superforofa de Jesús, mi abuela equilibraba su fe cristiana con las creencias tradicionales xhosa con las que había crecido y se comunicaba con los espíritus de nuestros antepasados. Durante mucho tiempo yo no entendí por qué tanta gente negra había abandonado su fe indígena para adoptar el cristianismo. Pero cuanto más íbamos a la iglesia y más tiempo pasaba yo sentado en aquellos bancos, más cosas aprendía sobre cómo funciona el cristianismo: si eres nativo americano y rezas a los lobos, eres un salvaje. Si eres africano y rezas a tus antepasados, eres un primitivo. Pero cuando la gente blanca reza a un tipo que convierte el agua en vino, pues mira, eso es sentido común.

De pequeño iba a la iglesia, o a alguna de sus actividades, al menos cuatro noches por semana. Los martes por la noche tocaba plegaria. Los miércoles, estudio de la Biblia. Los jueves, Iglesia Juvenil. Los viernes y los sábados los teníamos libres (¡a pecar!). Y los domingos íbamos a la iglesia. A tres iglesias, para ser exactos. La razón de que fuéramos a tres iglesias distintas era que mi madre decía que cada una le proporcionaba algo diferente. La primera ofrecía alabanzas jubilosas al Señor. La segunda, un análisis profundo de las Escrituras, algo que a mi madre le encantaba. La tercera, pasión y catarsis. En esta última realmente sentías que tenías al Espíritu Santo dentro. Y mientras íbamos de una iglesia a otra, de forma casual y sin proponérmelo, empecé a darme cuenta de que cada una de ellas tenía una composición racial distinta: la iglesia jubilosa era mixta. La iglesia analítica era blanca. Y la iglesia apasionada y catártica era la negra.

La iglesia mixta, la Rhema Bible Church, era una de esas megaiglesias enormes y supermodernas de los barrios residenciales. El pastor, Ray McCauley, era un exculturista de sonrisa enorme y personalidad de cheerleader. Ray había quedado tercero en el certamen de Míster Universo de 1974. Aquel año el ganador fue Arnold Schwarzenegger. Cada semana se esforzaba al máximo para que Jesús molara. Había gradas tipo estadio y una banda de rock que tocaba los temas más recientes del pop cristiano contemporáneo. Todo el mundo cantaba, y si no te sabías la letra no pasaba nada, porque aparecía escrita allí arriba, en el Jumbotron. Era un karaoke cristiano, básicamente. Siempre me lo pasaba bomba en la iglesia mixta.

La iglesia blanca era la Rosebank Union de Sandton, una zona muy blanca y adinerada de Johannesburgo. Me encantaba la iglesia blanca porque no me hacían ir a misa. A misa iba mi madre y yo me quedaba en el espacio reservado para la catequesis de los jóvenes. En catequesis leíamos historias muy chulas. Noé y el Diluvio era una de mis favoritas, obviamente; me llegaba a un nivel muy íntimo. Pero también me encantaba la historia de cuando Moisés separó las aguas del Mar Rojo, y la de David y Goliat y la de cuando Jesús echó a palos del templo a los mercaderes.

Crecí en un hogar que tenía muy poco contacto con la cultura popular. En casa de mi madre estaba prohibido escuchar a los Boyz II Men. ¿Canciones sobre un tipo que se pasaba toda la noche ligándose a una chica? No, no, no. Prohibido. Los demás chavales de la escuela cantaban «End of the Road» y yo no me enteraba de nada. Había oído hablar de los Boyz II Men, claro, pero la verdad es que no tenía ni idea de quiénes eran. Las únicas canciones que me sabía eran las de la iglesia: canciones elevadas y edificantes que alababan a Jesús. Lo mismo pasaba con el cine. Mi madre no quería que me contaminaran la mente todas aquellas películas de sexo y violencia; no, ni hablar. Así que mi película de acción era la Biblia. Mi superhéroe, Sansón. Era mi He-Man. ¿Un tipo que mataba a mil personas a golpes con la quijada de un burro? Menudo jefazo. Al final llegabas a Pablo y sus cartas a los Efesios y la trama se perdía, pero el Antiguo Testamento y los Evangelios... Podía citar cualquier pasaje, incluyendo capítulo y versículo. En la iglesia blanca se celebraban competiciones y concursos relacionados con la Biblia cada semana, y yo ganaba a todo el mundo de calle.

Luego estaba la iglesia negra. Siempre se estaba celebrando algún servicio religioso negro en alguna parte, y nosotros íbamos a todos. En el municipio segregado solían instalar carpas y los celebraban al aire libre, al estilo evangelista. Normalmente íbamos a la iglesia de mi abuela, una congregación metodista a la vieja usanza: quinientas abuelitas africanas con blusas blancas y azules, las Biblias bien agarradas y asándose pacientemente bajo el tórrido sol africano. Ir a la iglesia negra era duro, no voy a mentir. No había aire acondicionado. La letra de las canciones no aparecía en el Jumbotron. Y los servicios no se terminaban nunca, duraban tres o cuatro horas como mínimo, lo cual me confundía, porque en la iglesia blanca no pasaban de una hora; entrabas, salías y gracias por venir. Pero en la iglesia negra me tiraba una eternidad allí sentado, intentando entender por qué el tiempo avanzaba tan despacio. ¿ Acaso es posible que el tiempo se detenga? Y si es posible, ¿por qué se detiene en la iglesia de los negros y no en la de los blancos ? Al final decidí que los negros necesitábamos más tiempo con Jesús porque sufríamos más. «Vengo a aprovisionarme de bendiciones para toda la semana», solía decir mi madre. Cuanto más tiempo pasáramos en la iglesia, pensaba ella, más bendiciones acumularíamos, como si aquello fuera una tarjeta de puntos de Starbucks.

La iglesia negra se fundamentaba en la gracia redentora. Si era capaz de aguantar hasta la tercera o cuarta hora del servicio podía ver al pastor expulsar demonios de la gente. Los feligreses poseídos por demonios echaban a correr por los pasillos como dementes, gritando en lenguas extrañas. Los ujieres los reducían a la fuerza, como si fueran matones de discoteca, y los inmovilizaban para que el pastor pudiera hacer su trabajo. El pastor les agarraba la cabeza y se la sacudía violentamente de un lado a otro, gritándoles: «¡Yo expulso a este espíritu en el nombre de Jesús !». Había pastores más violentos que otros, pero lo que todos tenían en común era que no paraban hasta que el demonio se marchaba y el feligrés afectado se quedaba inerte y desmayado sobre el escenario. Porque el endemoniado en cuestión tenía que caerse al suelo. Si no se caía, quería decir que el demonio era poderoso y que el pastor necesitaba atacarlo con más fuerza. Podías ser un defensa de la Liga de Fútbol Americano que daba igual. El pastor tenía que derribarte . Dios bendito, qué divertido era aquello.

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