Jean-Yves Camus - Las extremas derechas en Europa

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Este libro, escrito por dos grandes expertos en la historia del Front National de Le Pen, define y describe las diferentes familias de los movimientos de extrema derecha vivos en los países miembros de la Unión Europea y en Rusia.Bucea en su origen, pero se centra en la historia reciente de estos movimientos, en sus programas ideológicos y en su visión del mundo. Expone sus resultados electorales y la sociología de su electorado para esclarecer el «denominador común» que los reúne, aun cuando su heterogeneidad y sus particularidades nacionales no permitan pensar en una «internacional de la extrema derecha».Contrariamente a las teorías facilistas en boga, los autores sostienen que es un error explicar el ascenso de los partidos nacionalistas, populistas y xenófobos por la sola variable de la crisis económica y que su público creciente es más bien el síntoma de un profundo cuestionamiento de los marcos tradicionales de la identidad europea. Esta edición en castellano cuenta con un epílogo original de los autores y un prólogo de Antonio Maestre dedicado al más reciente caso español, Vox.

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Si el debate interpretativo es tan rico, es también porque se produce una proliferación ideológica y taxonómica en un espacio-tiempo reducido. Porque, en definitiva, la palabra «extremista» aparece en el debate público francés en 1917, cuando la prensa francesa la utiliza para fustigar a los bolcheviques que acababan de tomar el poder en Rusia. Es en reacción a la «extrema izquierda» como se posiciona en adelante el campo de «extrema derecha». (32) Ahora bien, esta denominación en realidad aparece prácticamente en el momento en que este campo experimentaba una bipartición. La extrema derecha como campo ciertamente ha encontrado su coherencia. El centro de la visión del mundo de la extrema derecha es el organicismo, es decir, la idea de que la sociedad funciona como un ser vivo. Las extremas derechas transmiten una concepción organicista de la comunidad que desean constituir (ya sea que esta se base en la etnia, la nacionalidad o la raza) o que afirman querer reconstituir. Este organicismo implica el rechazo de todo universalismo en beneficio de la autofilia (la valoración del «nosotros») y de la alterofobia. Así, los extremistas de derecha absolutizan las diferencias (entre naciones, razas, individuos, culturas). Tienden a poner las desigualdades en el mismo plano que las diferencias, lo cual creó en ellos un clima ansiogénico, ya que perturban su voluntad de organizar de manera homogénea su comunidad. Cultivan la utopía de una «sociedad cerrada», capaz de garantizar el renacimiento comunitario. Las extremas derechas rechazan el sistema político vigente, en sus instituciones y en sus valores (liberalismo político y humanismo igualitario). Les parece que la sociedad está en decadencia y que el Estado agrava este hecho: en consecuencia, se invisten de una misión que consideran salvadora. Se constituyen como contrasociedad y se presentan como una elite de recambio. Su funcionamiento interno no descansa en reglas democráticas sino en la delimitación de «elites verdaderas». Su imaginario remite la Historia y la sociedad a grandes figuras arquetípicas (edad de oro, salvador, decadencia, complot, etc.) y exalta valores irracionales no materialistas (la juventud, el culto de los muertos y otros valores). Por último, rechazan el orden geopolítico en su forma actual.

Esta definición recubre el amplio campo de la extrema derecha y por tanto incluye a quienes aspiran más a una reformulación autoritaria de las instituciones que a una revolución total (antropológica y social) que derribe todos los rasgos heredados del liberalismo político. Este último elemento es el que caracteriza a la extrema derecha radical que surge de la Primera Guerra Mundial, de la que el fascismo constituye su corriente estructurante y referencial, pero no es la única. Cierto es que ha podido construirse con renegados del socialismo, elemento en el que tanto insiste Zeev Sternhell, pero también lo es que todos ellos ya habían hecho suyas con anterioridad esta visión del mundo y esta sociabilidad política de la extrema derecha.

La experiencia de la Gran Guerra y las repercusiones de la Revolución rusa fueron la matriz de la forma clásica del fascismo y de la manera en que se piensa, que desembocó en la constitución de un partido de masas jerarquizado y militarizado llamado a realizar una ósmosis con la sociedad y el Estado, y que forjó un hombre nuevo gracias a la guerra imperialista en el exterior y un Estado totalitario en el interior. Este Estado es dominado por un partido-milicia que impone su visión del mundo como una religión política, que moviliza permanentemente a su población. Aunque es ultranacionalista, el fascismo no desconoce la cuestión europea, que hace suya la noción de «naciones proletarias», inventada en 1909 por Enrico Corradini (1865-1931), un darwinista social, antiliberal y antisocialista que afirma que el combate no es entre clases sino entre naciones plutocráticas (como Gran Bretaña y Francia) y naciones proletarias (como Italia). Italia, entonces, debería ir a la guerra para regenerarse y construir un Imperio. En 1910 funda una asociación nacionalista que desempeña un papel notable en la agitación para entrar en guerra en 1914. Se fusiona con el Partido Nacional Fascista en 1923. La influencia de Corradini sobre Mussolini es importante. Para Mussolini, la Europa en crisis de civilización solo podrá salvarse mediante la acción imperialista de las naciones proletarias, con Italia a la cabeza. El imperialismo fascista es, pues, un instrumento al servicio de toda Europa. Revitalizada por el fascismo, Europa volvería a encontrar la grandeza de su civilización. Por cierto, el órgano de prensa del mussolinismo es sintomático: Il Popolo d’Italia enmarca su título con una cita de Blanqui y una de Napoleón. Así queda claramente señalado que, aunque el fascismo es un nacionalismo italiano, se inscribe dentro de una perspectiva socialista, nacionalista, imperialista, pero que no teme el contacto con el extranjero. A este respecto, las posiciones de Mussolini sobre la universalidad del fascismo mutaron con el tiempo. En 1928, declara que el fascismo no es exportable. En 1929, escribe el prólogo del libro del fascista inglés Major James Strachey Barnes (1890-1955), The Universal Aspects of Fascism : allí afirma que el fascismo es un fenómeno puramente italiano en su expresión histórica, pero que sus principios son universales. En 1932, afirma que el fascismo es la ideología del siglo XX. En aquel año, el régimen lanza la revista Ottobre , cuyo subtítulo es «Revista del fascismo universal». El periódico, que se vende muy bien, recibe las contribuciones del inglés Oswald Mosley, el alemán Alfred Rosenberg y Léon Daudet (Acción Francesa). Hace apología de la «joven Europa» y de la «Internacional fascista», llamadas a barrer con la «vieja Europa». En el verano de 1933, el Duce saluda la construcción en Alemania de lo que él mismo llama un «Estado fascista». Pero el régimen fascista no se contenta con el combate espiritual: financia al fascismo europeo. Especialmente en 1935-1936, Roma ofrece dinero a Oswald Mosley en Gran Bretaña, a Déat, Bucard, Deloncle y Doriot en Francia, a la Falange en España.(33)

Además, los movimientos no italianos esgrimen sin dudar la referencia transalpina, como sucede en el caso de Mosley, que lidera la British Union of Fascists. En el crepúsculo del fascismo italiano, se esgrime nuevamente la perspectiva internacional, como regreso a un programa revolucionario y movilizador. En noviembre de 1943, el Congreso de Verona delega a la República Social Italiana el objetivo geopolítico de constituir una federación europea de los Estados nacionalistas que emprenda la lucha contra la «plutocracia mundial» y organice la valorización de África, apoyada en los nacionalistas musulmanes. (34) El programa luego estará en el centro del neofascismo europeo.

Es notable que este europeísmo fuera solo doctrinal: los fascistas quieren su propio poder, no el de los extranjeros. Los fascismos de los diversos países europeos traducen ante todo el contexto nacional de los países donde surgen: en Europa occidental, el de la voluntad de regeneración del individuo y de los sistemas de gobierno, nacida de la Primera Guerra Mundial; en Europa central y oriental, la difícil resolución de la cuestión nacional luego del desmembramiento de los imperios centrales y en el marco de los reglamentos impuestos por los tratados sucesores del Tratado de Versalles. Contrariamente al mito extendido, nunca existió una «internacional fascista», ni siquiera al concluir aquellos 16 y 17 de diciembre de 1934, cuando en Montreux (Suiza) se realizó un «Congreso de los Movimientos Nacionalistas Europeos» que no era más que una operación de propaganda de la Italia de Mussolini. Las razones de ello son que el fascismo, contrariamente al comunismo, no poseía ni organización internacional centralizada, ni lugar geográfico único de realización, ni doctrina unificada, ni convergencia entre los intereses de sus partes/partidos. Existen, por el contrario, fascismos que, aunque comparten un fondo común de rechazo a la democracia, aversión por el comunismo, valoración de la violencia, culto al jefe, racismo, antisemitismo y chauvinismo étnico, poseen su propia especificidad nacional y siguen irrigando, en diversos grados, el movimiento de las ideas.

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