Fernando García Maroto - Arquitectura del miedo

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El miedo siempre construye su casa en nuestro interior: somos su refugio, su vivienda, el mejor hogar para que prospere y triunfe. El miedo edifica muy cerca y habita en silencio; y cuando este huésped incómodo se comunica con nosotros, algo no demasiado frecuente, lo hace para recordarnos que todavía no se ha ido, que tal vez nunca se irá porque el alquiler es barato y el vecindario resulta acogedor o necesario para sus intereses. Los diez cuentos que componen
Arquitectura del miedo nos hablan de ese miedo cotidiano siempre presente, que nos atenaza e inmoviliza; ese miedo mutante que adquiere diversas formas, desde la más familiar y querida hasta la menos sospechada. Ese miedo que es ya un viejo fantasma tan reconocible como espantoso: nuestro propio terror a la soledad, a la incomprensión y la incomunicación, al fracaso y la muerte.

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En Nada por aquí el placer de narrar por narrar queda más patente que en cualquier otro cuento. De hecho, Fernando García Maroto llega a prescindir incluso del desenlace para centrarse en la vida de un mago venido a menos, el cual, tras varios fracasos sentimentales y laborales, siente «renacer» su vida gracias al dueño de un concesionario que le invita a expandir su magia por los espacios más mediocres del universo. De repente, un brillante talento para lo anodino aproxima a nuestro personaje a algo muy parecido a la felicidad, si es que esta de verdad existiese.

Cierra Melómano el conjunto, y no es causal, pues aparte de cinéfilo (se nota la influencia de la cámara en los primeros planos con los que se abren la mayor parte de los cuentos) Fernando es un gran y exquisito devorador de buena música que, como su personaje y como tantos de nosotros, ha querido más de una vez matar a quienes se atreven a interrumpir en cualquier concierto y de manera inoportuna con ruidos, palabras, a la primera dama de todas las artes. Que nos atrevamos, en la ficción o en la realidad, a ejecutar el merecido castigo contra aquellos que no saben apreciar la belleza a su debido momento, sería lo que se viene llamando todo un acto de justicia poética.

Esto es Arquitectura del miedo . Diez relatos, diez habitaciones, para que personajes y personas investiguemos bajo qué cama perdimos la ilusión, dentro de qué pila se ahogan nuestras frustraciones, por qué los que no se arriesgan siempre reciben un buen castigo y los que sí lo hacen tampoco salen mejor parados. Diez relatos. Están tan bien ensamblados que su estructura aguantaría la fuerza de mil vendavales. A ver quién tira el edificio.

Arquitectura del miedo

La masa sombría y amenazante, el pozo de negrura

que, por así decir, retenía a Klara por los hombros:

la arquitectura del miedo.

Eloy Tizón

Era la primera vez que el hombre del traje gris entraba a aquella cafetería, y la falta de costumbre, la complejidad y la urgencia para elegir la mejor ubicación, porque el establecimiento no aparecía aún completamente lleno y existían variadas posibilidades a la hora de tomar un asiento que podría desaparecer en cualquier momento teniendo en cuenta la hora de la mañana que era, y la extraña pero poderosa sensación de sentirse observado por los clientes de silencio severo, rostro ceñudo y la sospecha cicatrizada en los ojos, también por el gigantesco dueño del local, así como por la ajada camarera de delantal raído y no absolutamente limpio que no podía ser otra que la mujer de este, le hicieron sentarse precipitadamente en cualquier lugar, el primero que tuvo a mano, sin darse cuenta de que una taza de humeante café con leche marcaba el terreno con la precisión de la orina de los perros.

Sin embargo, allí no había nadie; tampoco la camarera avisó de la confusión ni deshizo el malentendido. Quizá supuso, equivocadamente, que los hombres se conocían, que habían quedado o que incluso compartían una insulsa e insólita amistad. Cuando llegó el otro, un vejete inofensivo que había ido unos minutos al aseo y venía abrochándose la cremallera del pantalón, el hombre del traje gris quiso pero no pudo pasar por alto tan asqueroso detalle, hubo un momento de asombro e incomodidad por ambas partes, que las precipitadas y embrolladas disculpas del ocupante accidental diluyeron al instante, acompañadas por el gesto automático de levantarse y mirar en rededor: el rubor común, espontáneo de saberse cogido en falta. El viejo detuvo la huida, quitó hierro al asunto e invitó al otro a su mesa, demasiado grande para un único cliente, como él mismo dijo, excusándose ante el resto del mundo por haber tomado posesión, de manera consciente pero indigna, de un reservado tamaño familiar para él solo.

—Además, en estos momentos agradezco un poco de compañía —afirmó el viejo, que trató de dibujar una sonrisa en el accidentado terreno de su cara, surcada por una sucesión inextricable de arrugas conectadas entre sí por los caprichos maliciosos de la edad.

El hombre del traje gris agradeció, a su vez, la amabilidad de su nuevo compañero mientras temía, con argumentos de peso que había extraído en esos escasos minutos, que aquella invitación fuese la excusa perfecta para iniciar una aburrida charla repleta de lugares comunes, batallitas intempestivas y confesiones embarazosas. No hubo de esperar mucho tiempo para ver confirmados sus temores; en cualquier caso, sonrió para sus adentros por haber acertado, lo cual siempre era motivo de alegría y orgullo: presumía de buen observador, y el incidente de la taza le había dejado un mal sabor de boca del que ahora se resarcía, y con creces. El precio consistía en aguantar estoicamente el monólogo del viejo, así que se dio ánimos pensando que había cosas muchísimo peores.

—Quería sentarme aquí, ¿sabe usted? —informó el vejete. Y fue soltando enigmas, a los que el hombre del traje gris no contestaba con palabras. Sin embargo, con simples movimientos de cabeza daba a entender que comprendía, que siguiera; contaba con su beneplácito y con sus oídos, con toda su atención—. Por la ventana, ¿sabe usted? Aunque no por la ventana en sí, sino por estar cerca de la ventana. Hay una buena vista desde aquí, ¿comprende?

Vino la camarera a tomar nota de la comanda del hombre del traje gris: lo mismo que su acompañante, nada más. Y un cenicero, por favor, porque iba viendo que tendría que fumar algún cigarrillo para soportar aquello que se le venía encima. Ofreció uno al viejo, que rechazó la invitación aduciendo que le iba mal para el asma. El hombre del traje gris se encogió de hombros; sabía que su ofrecimiento había interrumpido el parlamento del otro, y la negativa del viejo manifestaba su indignación y significaba la vía de escape de ese pequeño rencor nacido por el atrevimiento y la impertinencia de un oyente neófito. Sin embargo, eso no sumaba suficientes puntos como para detener la verborrea.

—Ese edificio de ahí, ¿lo ve? —preguntó el viejo, señalando con distracción mediante un leve movimiento de cabeza. Realmente no esperaba respuesta alguna porque el edificio era enorme, pantagruélico, y su fisonomía dura y rocosa, su arquitectura férrea, llamaba poderosamente la atención de cualquier transeúnte, hasta del ciudadano más despistado de Capital—. Ese edificio es lo que no puedo dejar de observar.

Y como para dar testimonio de su sinceridad, para completar los huecos que sus silencios equívocos pudieran crear en su interlocutor, el viejo dirigió su mirada acuosa de anciano desahuciado hacia aquel mazacote de hormigón armado de siete plantas que por obra y gracia de la conversación y de la inquietud cobró vida propia más allá de sus ventanas, de sus puertas, de sus banderas y sus disuasorios emblemas oficiales. Detrás de aquellos muros había vida, pero no la vida tediosa y burocrática, exasperante de todos los edificios gubernamentales, sino otra vida; una vida reptante, subterránea, de sótanos enmohecidos, pasillos interminables y pasadizos secretos: la existencia alucinante del subsuelo.

—En ese edificio, en las plantas bajas de ese edificio, se tortura a la gente, ¿sabe usted? —afirmó de repente el viejo, volviendo al mundo reducido de la mesa y del café con leche—. La policía, con pleno consentimiento de quien corresponda, tortura a la gente; a gente como usted o como yo.

El hombre del traje gris aplastó el cigarrillo negro contra el cenicero de propaganda, echó mano a su cartera y amagó la retirada. Alarmado por la inminente desaparición de su público, el otro suavizó aquella acusación tan grave, tan importante y crucial para muchos.

—No, no se asuste; no corremos peligro: no nos vigilan —aseguró el viejo, extendiendo su brazo huesudo con la intención de disuadir al hombre de gris—. Quédese y le cuento un poco más. Fúmese otro cigarrillo y termine su café; está bastante bueno, y calentito.

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