Benito Pérez Galdós - Miau

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Escrito en 1888, el autor retrata, en la Restauración borbónica española, una familia, de clase media baja, que vive en las penurias de la falta de un sustento económico familiar; luchando, de misma forma, contra la imagen y la reputación que tienen. En este escenario tan angustioso, entra la tierna imagen infantil de Luisito, que, entre la tensión familiar y una enfermedad hereditaria, empieza a tener visiones divinas de un Dios simple y directo, que lo ayuda a entender el desenlace de esta historia. Comparado con Cervantes, Benito Pérez Galdós es uno de los escritores más importantes y reconocidos de España. Fue incluso nominado al Premio Nobel de Literatura, pero los movimientos políticos que tenía en esa época hicieron imposible que lo obtuviera.

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En aquel tiempo estaba el abuelito en Cuba, y no vivía la familia en la calle de Quiñones. Recordó también que las iras de las Miaus recaían sobre una persona que entonces desapareció de la casa, para no volver a ella hasta la ocasión que ahora se refiere. Aquel hombre era su padre. No se atrevió Luis a pronunciar el cariñoso nombre; de mal humor dijo: «Suéltame». Y el sujeto aquel llamó.

Cuando doña Pura, al abrir la puerta, vio al que llamaba, acompañado de su hijo, quedose un instante como quien no da crédito a sus ojos. La sorpresa y el terror se pintaban en su semblante... después contrariedad. Por fin murmuró: «¿Víctor... tú?».

Entró saludando a su suegra con cierta emoción de una manera cortés y expresiva. Villaamil, que tenía el oído muy fino, se estremeció al reconocer desde su despacho la voz aquella. «¡Víctor aquí!... Víctor otra vez en casa. Este hombre nos trae alguna calamidad». Y cuando su yerno entraba a saludarle, el rostro tigresco de D. Ramón se volvió espantoso, y le temblaba la mandíbula carnicera, indicando como un prurito de ejercitarla contra la primera res que se le pusiera delante. «¿Pero cómo estás aquí? ¿Has venido con licencia?» fue lo único que dijo.

Víctor Cadalso sentose frente a su suegro. El quinqué les separaba, y su luz, iluminando los dos rostros, hacía resaltar el vivo contraste entre una y otra persona. Era Víctor acabado tipo de hermosura varonil, un ejemplar de los que parecen destinados a conservar y transmitir la elegancia de formas en la raza humana, desfigurada por los cruzamientos, y que por los cruzamientos, reflujo incesante, viene de vez en cuando a reproducir el gallardo modelo, como para mirarse y recrearse en el espejo de sí misma, y convencerse de la permanencia de los arquetipos de hermosura, a pesar de las infinitas derivaciones de la fealdad. El claro-oscuro producido por la luz de la lámpara modelaba las facciones del guapo mozo. Tenía nariz de contorno puro, ojos negros, de ancha pupila, cuya expresión variaba desde el matiz más tierno hasta el más grave, a voluntad. La frente pálida tenía el corte y el bruñido que en escultura sirve para expresar nobleza. –Esta nobleza es el resultado del equilibrio de piezas cranianas y de la perfecta armonía de líneas–. El cuello robusto, el pelo algo desordenado y de azabache, la barba oscura también y corta, completaban la hermosa lámina de aquel busto más italiano que español. La talla era mediana, el cuerpo tan bien proporcionado y airoso como la cabeza; la edad debía de andar entre los treinta y tres o los treinta y cinco. No supo responder terminantemente a la pregunta de su suegro, y después de titubear un instante, se aplomó y dijo:

«Con licencia no... es decir... he tenido un disgusto con el jefe. Salí sin dar cuenta a nadie. Ya conoce usted mi carácter. No me gusta que nadie juegue conmigo... Ya le contaré. Ahora vamos a otra cosa. Llegué esta mañana en el tren de las ocho, y me metí en una casa de huéspedes de la calle del Fúcar. Allí pensaba quedarme. Pero estoy tan mal, que si ustedes (doña Pura se hallaba todavía presente) no se incomodan, me vendré aquí por unos días, nada más que por unos días».

Doña Pura se echó a temblar, y corrió a transmitir la fatal nueva a su hermana y a su hija. «¡Se nos mete aquí! ¡Qué horror de hombre! Nos ha caído que hacer».

–Aquí estamos muy estrechos –objetó Villaamil con cara cada vez más fiera y tenebrosa–. ¿Por qué no te vas a casa de tu hermana Quintina?.

–Ya sabe usted –replicó–, que mi cuñado Ildefonso y yo estamos así... un poco de punta. Con ustedes me arreglo mejor. Yo les prometo ser pacífico y razonable, y olvidar ciertas cosillas.

–Pero en resumidas cuentas, ¿sigues o no en tu destino de Valencia?

–Le diré a usted... (mascando las primeras palabras; pero discurriendo al fin una respuesta que disimulase su perplejidad). Aquel Jefe Económico es un trapisonda... Se empeñó en echarme de allí, y ha intentado formarme expediente. No conseguirá nada; tengo yo más conchas que él.

Villaamil dio un suspiro, tratando de descifrar por la fisonomía de su yerno el misterio de su intempestiva llegada. Pero sabía por experiencia que la cara de Víctor era impenetrable y que, histrión consumado, expresaba con ella lo que más convenía a sus fines.

–¿Y qué te parece tu hijo? –le preguntó al ver entrar a Pura con Luisín–. Está crecido, y le vamos defendiendo la salud. Delicadillo siempre, por lo cual no queremos apretarle para que estudie.

–Tiempo tiene –dijo Cadalso, abrazando y besando al niño–. Cada día se parece más a su madre, a mi pobre Luisa. ¿Verdad?

Al anciano se le humedecieron los ojos. Aquella hija malograda en la flor de la edad, fue todo su amor. El día de su temprana muerte, Villaamil envejeció de un golpe diez años. Siempre que alguien la nombraba en la casa, el pobre hombre sentía renovada su aflicción inmensa, y si quien la nombraba era Víctor, al pesar se mezclaba la repugnancia que inspira el asesino condoliéndose de su víctima después de inmolada. A doña Pura también se le abatieron los espíritus al ver y oír al que fue esposo de su querida hija. Luis se entristeció, más bien por rutina, pues había notado que cuando alguien pronunciaba en la casa el nombre de su mamá, todos suspiraban y se ponían muy serios.

Víctor, llevando a su hijo, pasó a saludar a Milagros y a Abelarda. Aquella le aborrecía de todo corazón, y respondió a su saludo con desdeñosa frialdad. La cuñadita se metió en su cuarto al sentirle; luego salió, y su color, siempre malo, era como el color de una muerta. Le temblaba la voz; quiso afectar el mismo desdén de su tía hacia Víctor; este le apretaba la mano. –¿Ya estás aquí otra vez, perdido? –balbució ella; y sin saber qué hacer, se volvió a meter en el aposento.

Entretanto Villaamil, aprensivo y sobresaltado, se desperezaba en su asiento como si quisiera crucificarse, y decía a su mujer:

–Este hombre traerá hoy la desgracia a nuestra casa como la ha traído siempre. Y si no, tú lo has de ver. Cuando le sentí la voz, creí que el infierno se nos metía por las puertas. Maldita sea la hora (exaltándose y dejando caer con ruidosa pesadumbre las palmas de las manos sobre la mesa) en que este hombre entró en mi casa por vez primera; maldita la hora en que nuestra querida hija se prendó de él, y maldito el día en que les casamos... porque ya no tenía remedio. ¡Ojalá viviera mi hija deshonrada, ojalá!... ¡Qué estúpido afán de casar a las hijas sin saber con quién! ¡Ah! Pura, mucho cuidado con ese danzante; no te fíes. Tiene el arte de adornar su perversidad con palabras que, al pronto, emboban y seducen. A mí no me la da, no; a mí me engañó una vez sola. Pero pronto le calé, y ahora me pongo en guardia, porque es el hombre más malo que Dios ha echado al mundo.

–¿Pero no ha dicho a qué viene? ¿Le han dejado cesante? De seguro ha hecho alguna pillada y viene a que tú se la tapes.

–¡Yo! (espantado y echando los ojos fuera del casco). ¡Como no se la tape el moro Muza! A buena parte viene...

Llegada la hora de comer, Víctor, sentándose a la mesa con la mayor frescura, hubo de permitirse ciertos alardes de conversación jocosa. Todos le miraban con hostilidad, esquivando los temas joviales que quería sacar a relucir. A ratos se ponía ceñudo y receloso; pero a la manera de un actor que recobra su papel momentáneamente olvidado, tomaba la estudiada actitud bonachona y festiva. Luego reapareció la dificultad grave. ¿Dónde le ponían? Y doña Pura, sofocada ante la imposibilidad de alojar al intruso, se plantó diciéndole:

–No, no puede ser, Víctor; ya ves que no hay medio de tenerte en casa.

–No se apure usted, mamá –replicó él, acentuando con cariño el tratamiento–. Me quedaré aquí, en el sofá del comedor. Déme usted una manta, y dormiré como un canónigo.

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