Los colores de tu alma
Emma Hurtado Martín
Primera edición en ebook : Diciembre, 2020
Título Original: Los colores de tu alma
© Emma Hurtado Martín
© Editorial Rara Avis
ISBN: 978-84-18616-04-4
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright , en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
Para todas aquellas mujeres que cada día luchan
por continuar, para las que son fuertes como guerreras
y para las que creen que rendirse es mucho más fácil
que continuar peleando.
Es vuestro momento.
Para Silvia, la primera lectora de esta historia.
PRIMERA PARTE:
Me aferro a la taza de café mientras acomodo la espalda en la pared. Creo que, de mi nueva casa, este es mi lugar favorito. Paso las horas muertas mirando por la alta ventana, que llega hasta el suelo, donde me siento para contemplar a la gente de la calle. Me gusta seguirlos con la mirada, imaginar dónde van, tratar de adivinar sus nombres solo por sus ropas, su rostro o por el ritmo de su caminar.
El sonido de la tele siempre de fondo porque odio el silencio que me rodea si no escucho ese constante zumbido a mi espalda. Me tranquiliza, me obliga a pensar que no estoy sola. Odio quedarme sola.Un niño, en la calle, cruza el paso de cebra sobre su patinete y una mujer pasea a su perro, ambos ajenos a los ojos indiscretos que los siguen. El halo de siempre los envuelve como una cálida manta de colores, aunque eso solo yo puedo verlo.
Ese don es solo mío.
El alma del niño es de colores cálidos, como el verano, mientras que en la de la mujer predominan colores más rosados. He tenido tiempo suficiente como para aprender a clasificar esas tonalidades: el color amarillo corresponde a la inocencia, a la ternura, mientras que el rosa es un poco más serio. No hay amarillo en el alma de la mujer y es que solemos perder esa inocencia a medida que crecemos.
En el alma de la mujer también hay cicatrices. Son pocas y todas remendadas, pero bastante evidentes. Me pregunto qué las habrá creado; quizá un desengaño amoroso ya superado o un sueño que nunca pudo llegar a cumplir. Son almas sanas, a pesar de todo, las almas de personas felices.
Nunca olvidaré el día que se manifestó en mí este don. Era una niña, estaba jugando en el parque y de repente, el arcoíris se manifestó, rodeando a una de las niñas que se columpiaba. A pesar de los rápidos movimientos de su cuerpo, ese extraño halo la seguía, continuaba pegado a la pequeña y ella no parecía darse cuenta del color que la rodeaba. Aparté la vista de ella y la posé sobre las madres que nos vigilaban, charlando alegremente. Todas tenían sus propios colores y en algunos casos, el aura se veía interrumpida por cortes. Eran como heridas. En algunos casos estaban cosidas, remendadas, mientras que en otros el corte era tan profundo que podía ver a través de él.
Grité, asustada, cuando bajé la vista a mis manos y también vi la nube colorida que parecía haberse materializado a nuestro alrededor sin previo aviso.
Las madres acudieron a socorrerme, malinterpretando el motivo de mi miedo, pero solo me sentí a salvo cuando mi abuela me rodeó con sus brazos y me llevó a un lugar apartado.
—¿Qué ocurre, mi niña? —pregunto, clavando sobre mis ojos los suyos, de color azul como el agua de mar.
Me horroricé al ver que ella también lo tenía: el color. Los suyos, sin embargo, eran mucho más variados que los del resto de las madres. Tenía el amarillo de la inocencia, el rosa de la madurez y el azul, que más tarde aprendí que estaba relacionado con el positivismo y la ilusión. Aunque también tenía cicatrices, todas tan profundas que a pesar de que la mayoría estaban remendadas, me hicieron soltar una exclamación de confusión.
—Hay… algo. A vuestro alrededor, todos lo tenemos…
Lejos de mirarme como su hubiera perdido la cabeza, mi abuela me sonrió. Jamás olvidaré esa sonrisa, tan cálida, tan sincera. Me volvió a rodear con sus brazos, esta vez, susurrándome al oído:
—Oh, pequeña, no tengas miedo.
Es increíble lo que un abrazo pudo hacer por mí en ese momento. Su abrazo. El miedo se esfumó por el simple hecho de que ella parecía estar feliz. Sentí la calidez bajo sus brazos y supe que no había nada que temer, porque ella estaba conmigo.
Fue increíble lo mucho que pudo hacer un abrazo.
El sonido de la puerta interrumpe mis pensamientos y cuando me vuelvo, encuentro a mi compañera de piso irrumpiendo en el salón.
—Ah, hola —saluda, algo confusa al verme aquí—. Pensé que estarías trabajando.
—Tenía el día libre en la oficina.
—Oh, qué suerte.
Preferiría tener que trabajar hoy, la verdad; eso sí que sería una suerte. No me gustan los días libres: todavía no conozco esta nueva ciudad lo suficiente como para preparar algún plan y el silencio de esta casa se me hace ensordecedor. Paso los días libres aquí encerrada, completamente sola, mientras miro por la ventana a esa cantidad de gente caminando alegres. Los envidio. Muchísimo.
—Sí, una suerte —respondo, volviendo a posar la vista en la calle.
Samantha es un verdadero torbellino, aunque no me hace falta mirar el color de su aura para saberlo; cualquiera lo encontraría reflejado en esos ojos color avellana. Su brillo ilumina todo su rostro, transmite la energía que tiene en su interior. Tiene una larga melena oscura que resalta sobre su piel mulata y cae sobre su espalda como una cascada tan negra como el ala de un cuervo.
Pero para qué mentir, en mi caso, lo primero en lo que me fijé de ella fue en los colores de su aura, donde hay tantos que incluso el mismísimo arcoíris sentiría envidia. Tonos amarillos, rojizos, azules y verdosos rodean a la chica en un halo misterioso, que me obliga a recorrerlos uno por uno cada vez que se cruza en mi mirada.
Y eso que llevamos ya dos meses viviendo juntas y he tenido más encontronazos con ella de lo que me gustaría.
—Tu madre llamó ayer, por cierto, mientras estabas en el supermercado.
Pongo los ojos en blanco sin siquiera molestarme en volver a mirarla. Sé que a mi madre no le gusta que haya venido aquí, a Madrid, tan lejos de casa. Sé que ha dejado de alegrarse por mí cada vez que la llamo para decirle que he encontrado un nuevo trabajo y que cada vez que habla conmigo, insiste en venir a verme, a pesar de que mi respuesta siempre es negativa.
—Dijo que te dejaste la guitarra en casa —continúa Samantha, al ver que no contesto—. No sabía que tocaras la guitarra.
Su tono vuelve a ser alegre, pero yo solo despego la mirada del cristal para levantarme y refugiarme en mi cuarto.
—Oh, sí, bueno... tocaba. Hace mucho que no toco. No se me daba bien.
Esa estrategia es la misma que lleva usando mi madre dos meses, desde que vivo aquí. Sé que quiere que vuelva, sé que quiere verme y me ha insistido en numerosas ocasiones en que debo llevarme la guitarra y las viejas partituras que adornaban mi habitación de San Sebastián para volver a tocar.
Sé que quiere que vuelva a cantar.
Pero ahora mismo, mi voz se negaría a salir de mi garganta, se quedaría atrapada en mi cuello, asfixiándome.
No quiero volver a cantar y por el momento no quiero volver a casa. Estoy aquí para empezar una nueva vida, para conocer a una nueva Leyre y traer mis antiguas cosas no va a ayudar a que pueda empezar con esa difícil tarea.
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