Emma Hurtado - Los colores de tu alma

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Leyre está rota, rota por dentro. Por primera vez, el don que le hace ver el color del alma de la gente, es una maldición, pues mientras que la de todo el mundo es de vivos colores, la suya es gris, como un día de tormenta. Ha renunciado a su sueño de ser profesora de música y se ha mudado a Madrid, con la esperanza de poder volver a empezar, sin embargo, los recuerdos y el dolor son más fuertes que nunca. Samantha sueña con ser una artista de éxito, pero tiene que resignarse viendo como sus trabajos son infravalorados continuamente. Con un empleo que odia y la esperanza de que, algún día, su sueño se hará realidad, sobrevive en Madrid, en un piso al que acaba de mudarse una extraña compañera. Conocerse hará que las vidas de Leyre y Samantha cambien por completo, pero,
¿serán capaces de dejar el pasado y el dolor atrás y continuar?

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—Samantha, no sé yo si...

—¿Por qué no? ¿Tan mala eres?

Sin querer, parece que atino en el punto exacto que la hace fruncir el ceño y que la duda abandone su rostro, de hecho, cuando vuelve a hablar, capto un cierto tono resignado en sus palabras:

—Fui campeona de varios torneos en mis años de instituto.

No tiene pinta de ser la típica que jugaba al ajedrez en el instituto, aunque en realidad, no me la imagino cumpliendo ningún rol en el instituto. Quizá la chica guapa de la que todos estaban enamorados en secreto. Podría cumplir ese rol si quisiera: es guapa y diría que también inteligente. La imagino con ropa de hace diez años y con el pelo a la altura de la cintura y confirmo que, en efecto, sería la chica de la que yo me habría enamorado en el instituto.

Aunque, a decir verdad, yo era una enamoradiza de manual, creo que en esa época me habría enamorado de cualquiera que me mirara de la forma que Leyre me mira y que tuviera una figura femenina.

—¡Genial! Así estamos igualadas. —Me acomodo sobre el cojín en el que me he sentado—. También se me da bien el ajedrez.

Cuando mira las piezas, esta vez encuentro interés. Se muerde el labio inferior, todavía pensativa y finalmente se encoge de hombros con una seguridad que no había visto todavía en ella.

—Lo cierto es que hace mucho que no juego y no puedo decir que no a una partida.

A modo de respuesta, giro el tablero hasta que las fichas blancas quedan frente a ella.

—Venga, te dejo las blancas, empieza.

Movemos ficha un par de veces cada una y no puedo evitar darme cuenta de que las manos de Leyre, siempre ocultas bajo sus anchas mangas largas, se mueven con decisión sobre el tablero. Una decisión que nunca habría jurado propia de ella. Mi vista se mantiene fija sobre su rostro cuando piensa en el siguiente movimiento o cuando trata de ocultar una sonrisilla, supongo que al imaginar que próximamente logrará su objetivo de acabar con alguna de mis piezas.

—Entonces... ¿campeona en el instituto? —pregunto, cuando se deshace de mi primer peón.

Asiente, casi diría que orgullosa antes de volver a mover a su alfil.

—Mi hermana iba a clases y practicaba conmigo en casa. —Se encoge de hombros y sonríe—. Al final resultó que se me daba mejor a mí que a ella.

Leyre nunca habla de su familia, de hecho, si no fuera porque su madre la llama al fijo de casa un par de veces a la semana, intentando hablar con ella (a veces sin éxito), diría que la joven no tiene familia. Es una opción algo cruel pensar que alguien está solo en el mundo, pero por mucho que he intentado sonsacar a Leyre temas de conversación triviales como la familia o su procedencia, ella siempre me evitaba. De hecho, casi me parece un milagro lo mucho que he conseguido esta noche.

Ha sido una buena idea, por mucho que Álex me dijo que Leyre nunca querría compartir esto conmigo. De hecho, ahora me siento orgullosa de mi decisión y de no haber hecho caso a mi amiga. Leyre ha resultado ser una chica de lo más interesante: nunca diría que toca la guitarra ni que hubiera ido a la universidad. No somos tan diferentes, al fin y al cabo, hay un tema que nos une y que a mí me parece que es lo suficientemente fuerte como para no dejar escapar la oportunidad de conocer más a fondo a mi compañera de piso: las dos somos aficionadas del arte, las dos lo hemos estudiado en profundidad… y lo normal sería que las dos quisiéramos ganarnos la vida con él.

Supongo que hay algunos puntos de ella que todavía se me escapan.

—Yo no tengo hermanos —continúo con la conversación anterior—. Bueno, ahora sí, uno pequeño... Mi padre volvió a casarse hace poco y acaba de darme un hermanito.

—Oh, eso es genial —responde ella, con tono alegre.

Hace unos meses mi padre tuvo un hijo con su actual pareja; un pequeñín de lo más adorable llamado Marcos que por desgracia solo puedo ver cuando voy de visita a Barcelona.

—Volveré a verle en navidad —celebro, sonriente—, cuando vuelva a Barcelona, mientras tanto solo veo cómo crece a través de las fotos que me envía Amanda, la mujer de mi padre.

Cuando Leyre sonríe, no puedo evitar pensar que por primera vez estoy viendo una alegría sincera en su rostro. No pueden fingirse ese tipo de gestos, esa forma en que un rostro brilla ante una idea o pensamiento.

—Siempre quise ser profesora de música, los niños son pura alegría.

Pestañeo, incrédula ante la noticia. Durante la cena me ha revelado que estudió Educación Primaria, pero nunca imaginé que tuviera tan claro que quería ser profesora de música. Eso hace que un montón de preguntas aborden mi mente de repente: si lo tiene tan claro… ¿por qué está aquí?, ¿por qué tiene tantos trabajos y ninguno relacionado con eso? Debería estar en San Sebastián, dando clase de música, como afirma que siempre quiso.

A pesar de que deseo hacerle todas esas preguntas, prefiero callar, finalmente. Por su gesto me queda claro que no quiere hablar del tema y no soy quién para hacerle ningún interrogatorio.

—A mí no me terminan de convencer —respondo, aprovechando el tema que hemos dejado abierto—, aunque supongo que es porque siempre he vivido alejada de ellos... de pequeña siempre quise tener un hermano. —Se muerde el labio inferior de nuevo, mientras medita su siguiente movimiento—. ¿Profesora de música entonces?

—Sí, aunque lo cierto es que dejé a medias la oposición. Debería retomarlo algún día, aunque ahora mismo no me veo como profesora.

Esta vez es ella la que logra confundirme.

—¿Por qué no? —No puedo evitar preguntar.

Parece una pregunta algo complicada de responder para ella, porque suelta un suspiro y clava la vista en la pared, como si en las motas de gotelé pudiera encontrar la respuesta. Tras unos segundos en los que me da tiempo a mover ficha, se encoge de hombros, restándole importancia.

—Antes me hacía feliz pensar que podría llegar a dar clase, ahora... —Hace una pausa antes de negar con la cabeza—. No sé, es complicado.

Se olvida de la pregunta centrándose en su siguiente movimiento, uno que no me da tiempo a analizar, antes de preguntar:

—¿Para qué retomar la oposición entonces?

Esta vez, no se deja tiempo para meditar la respuesta, de hecho, es como si ya la tuviera bien clara. Como quien se tatúa en su piel su filosofía de vida, Leyre me revela la suya:

—No me gusta dejar las cosas a medias.

Comprendo entonces lo diferentes que somos: ella debe de ser una de esas personas tan serias y entregadas que, aunque odien lo que hacen, no abandonan. Su cuerpo no deja de trabajar y su mente no se permite plantearse ni un segundo el poder apartarse y dejar todo a un lado. Yo, por el contrario, no soy capaz de hacer nada si no tengo claro un objetivo. Si no creo en él. He abandonado mil ideas, mil proyectos, por el simple hecho de que no me motivaba continuarlos. Siempre lo he hecho orgullosa, sabiendo que es lo mejor para mí.

Pero Leyre no parece ser de esas personas. No parece ser como yo.

—Eso es de ser muy cuadriculada, ¿no crees? —Sé que no comprende por dónde voy en el momento que me lanza una mirada confusa, así que me humedezco los labios antes de explicar—: Obligarte a terminar algo en lo que no te ves trabajando...

—No podría dejarlo abandonado —se niega, interrumpiéndome—. Espero algún día poder cumplirlo.

Todo hace clic de pronto en mi cabeza: no puede abandonarlo porque todavía es lo que más desea, por mucho que trata de olvidarlo cobijándose en una vida ajetreada en la que no se deja tiempo ni para respirar. Prefiero no hacer más preguntas al respecto porque sé que ella no está dispuesta a responder nada más y porque comprendo lo duro que puede llegar a ser un tema como estos para alguien. Yo misma lo vivo cada día, siempre que me pregunto qué será de mi futuro, si trabajaré en la oficina toda la vida o si tendré el valor algún día para dejarlo.

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