Natalia Sylvester - Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.

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En la décima noche, en el autobús en que cruzarían medio país, Marisol sintió el cuerpo de un hombre restregarse con ella, sus dedos rajados jalarle el cuero cabelludo. Todos estaban dormidos, hasta Josselyn, que estaba acurrucada debajo de la cobija que compartían. Nadie habría pensado que sus gritos estaban fuera de lugar, pero Marisol temió que el forcejeo despertara a su hija en una pesadilla de la que nunca pudiera recuperarse. Silenciosamente, como un escarabajo volteado al revés, se retorció. Al menos eso había aprendido de su esposo, la velocidad: cuando ya no puedes protegerte, haz más difícil que te atrapen, que te lastimen, que te sometan. Esto había resultado contraproducente, claro, el día en que él le encajó un machete en el estómago. Había tenido la suerte de que estuviera borracho y demasiado débil como para que el machete la atravesara más allá de la piel. Una vecina la suturó y le dijo que la próxima vez eso no bastaría para salvarla.

¿Cómo hubiera podido saber que la próxima vez el ataque no vendría de su esposo, sino de aquel monstruo del autobús?

¿Cómo hubiera podido saber que toda la fuerza que quiso tener durante años finalmente se manifestaría en la penumbra en movimiento?

Ocurrió más rápido de lo que podía procesarlo. Incluso ahora, lo único que recordaba eran los ojos de ese hombre, cómo al intentar someter su cuerpo había jalado la cobija a un lado, desplazando la hambrienta mirada hacia su hija. Y luego cómo se habían sentido esos ojos, cálidos y elásticos, cuando Marisol los empujó dentro de su cráneo. Nadie se inmutó mientras el hombre se alejaba de ellas tambaleándose, aturdido de dolor. A veces se preguntaba si lo había soñado, si era una pesadilla que aún le latía en el pecho.

Esos fueron los primeros diez días del viaje. Ahora, con el desierto desplegado frente a ella, el tiempo se empezó a hundir, a estancarse.

—Mamá, estoy aburrida —dijo su hija, jalándose la playera que se había atado en la cintura.

Ésa había sido la queja principal de Josselyn desde el principio. No "¿falta mucho?", no "tengo sed" ni "tengo miedo", no "¿cuándo vamos a comer?" Josselyn apenas tenía ocho años y ya era sabia para su edad. Su mayor dolor no venía del hambre o del peligro, sino de no tener nada que hacer. Quizá su hija tenía razón. Quizá la falta de sentido era lo más riesgoso para su vida. Vivir, pero sin propósito. Existir sin ser visible. Dejar todo atrás y que todo te dejara a ti.

Bajó la mirada al piso. Sus tobillos y pantorrillas se estaban hinchando. Sus pies se sentían como si estuvieran a punto de desparramarse de sus zapatos de tela. Lo único que podía oír era su propia respiración y jadeos.

—Ya sé —le dijo a Josselyn—. Vamos. A. Jugar. A. Ver. Qué. Nopal. Me. Quiere. Más.

Cada palabra la sofocaba.

La cara de su hija se iluminó con la mención de su juego favorito. Hasta la mujer que caminaba cerca de ellas, la que se había unido al grupo unos días antes, sonrió. Ya no se acordaba de su nombre, pero la generosidad en sus ojos se había vuelto conocida.

—Yo primero, yo primero —dijo Josselyn.

Los pasos de la niña se convirtieron en saltos a medida que se aproximaba al nopal más cercano. Era una cosa pequeña y rechoncha. No como esos nopales altos, como árboles, que aparecen en las caricaturas. Los espinosos discos verdes brotaban en grupo. Señaló uno que era asimétrico: dos medios círculos unidos como siameses. Uno había crecido más alto y delgado, como tratando de alejarse de su gordo compañero.

—Éste me quiere un poquito —dijo Josselyn.

Esperó a que su mamá la alcanzara unos pasos más adelante. El resto del grupo les llevaba bastante ventaja; estaban lo suficientemente cerca para poder verlos, pero no escucharlos.

—Éste —se acercó a uno más bonito. La forma era casi perfecta, pero su piel era café y agrietada—... me quiere más.

—Éste no me quiere nada —dijo unos segundos después.

Habían llegado a uno que parecía atropellado. Estaba partido a la mitad, cada parte torcida en direcciones opuestas.

Marisol sonrió y le dijo a su hija que siguiera buscando.

Josselyn dio un alarido tan fuerte que el coyote volteó a verlas y les gritó que guardaran silencio. El sol había empezado a salir y el cielo estaba ya entre la luz y la oscuridad, no lo suficientemente luminoso como para poder ver demasiado, pero sí para que sus figuras se proyectaran en el horizonte.

—¡Éste es el que más me quiere! —dijo Josselyn, victoriosa en su susurro.

El nopal que había escogido tenía la forma perfecta, intacta de un corazón.

Capítulo 7

Eduardo durmió. A pesar de que había dicho no necesitarlo, su cuerpo fue más sabio que él. Isabel dejó la puerta entreabierta y caminó silenciosamente hasta su habitación, donde encontró a Martín en la cama, con su laptop. Volteó a verla cuando se sentó junto a él, sorprendido de encontrarla ahí.

—Gracias por cuidarlo —Martín puso una mano sobre las suyas y se cubrió la cara con la otra, estirando sus mejillas y párpados inferiores—. Lamento que hayas tenido que lidiar con esto.

—Estamos lidiando con esto —corrigió ella, pensando en el comentario que él había hecho antes sobre sus familias. Su agradecimiento no era el mejor sustituto de una disculpa, pero él también había dejado pasar el hecho de que ella reaccionara bruscamente un par de minutos antes—. Ha sido un día largo. ¿Por qué no apagas eso y nos dormimos?

Negó con la cabeza y volteó la pantalla hacia ella. La luz blanca le lastimó los ojos, pero cuando se ajustaron pudo ver que tenía varias pestañas abiertas: en su mayoría recursos sobre migración, pero también el consultorio de un pediatra y la página de su antigua preparatoria.

—Esto es cosa de papeleo y abogados y —dijo burlón e incrédulo— el mismo miedo constante otra vez.

Isabel pensó que estaba exagerando y sintió como si se hubiera tomado una decisión en su ausencia.

—No es permanente. Hay que esperar hasta que hayamos hablado con los vecinos. Mañana.

Él tomó un respiro hondo y sostuvo el aire adentro.

—La línea de los vecinos está muerta. No quise decir nada frente a Eduardo.

—Pues intentamos con los otros números —dijo ella, sentada sobre sus rodillas—. ¿Y todos los demás primos y tías y tíos en tu directorio? He visto lo grueso que es. No me digas que el número de Sabrina es el único.

—La mayoría son direcciones y números del lado de mi mamá. Del de mi papá sólo tengo el teléfono del restaurante de Sabrina. Casi todos trabajaban ahí. Si de verdad cerró, no tengo idea a dónde fueron. No sé por qué nadie me dijo nada.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con alguno de ellos? Se quitó los lentes y se dio un masaje en el puente nasal.

—El hecho es que no tiene a nadie más. Sólo a nosotros.

Era como si hubieran estado jugando un cruel juego de "tú las traes" y de pronto todo mundo se hubiera ido, cansado de jugar.

—Lo siento, Isa. Pero no podemos darle la espalda.

—Nunca dije algo así.

—¿Entonces qué? Yo sé que esto no estaba en nuestros planes. — Isabel no podía soportar su tono un segundo más.

—Vamos a esperar un par de días. Las cosas siempre terminan por acomodarse.

Cuando Martín se quedó callado —simplemente volvió a su computadora— ella se acurrucó en su lado de la cama y esperó una pausa en el tecleo que nunca llegó.

No importó que Eduardo estuviera dormido casi todo el día siguiente. Les dio una ilusión de calma que duró hasta la tarde, cuando Isabel y Martín se dieron cuenta de que tenían que ir a trabajar el lunes temprano y no podrían dejarlo solo.

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