XX. Delirio mío
XXI. Temblores antiguos
XXII. ¿Amor eterno?
XXIII. Amnesia y cordura
XXIV. No sabemos
XXV. Invisible ciencia
XXVI. Delicadeza y recato
XXVII. En los vientos tu nombre
XXVIII. Breves disturbios
XXIX. Rondas mortuorias
XXX. Añeja osadía
XXXI. En los miserables laberintos de mi ansia demudada
XXXII. Tu nombre es la condena
XXXIII. Deslenguado mortal
XXXIV. Tentación
XXXV. Versos pop
XXXVI. Ilusiones pintadas de quebranto azul
XXXVII. Duermo en las orillas de tus olvidos
XXXVIII. Rubor de maldiciones
XXXIX. Pequeña infelicidad
XL. Frágil decisión personal
XLI. Sermones y dones
XLII. No me conozco
XLIII. Anatomía
XLIV. Adopción
XLV. Acaso el rubor
XLVI. Promesa
XLVII. Caderas, aroma, cobardía
XLVIII. Besos parciales, no
XLIX. Dos turbaciones
L. Ocho horas
LI. Una adivinanza
LII. Ser de ti
LIII. Hechizos
LIV. Erótica
LV. Fantasmas visibles de los ayeres
LVI. Medidas y miradas
LVII. Si te das la vuelta
LVIII. Tiza y nudo
LIX. No te asombres
LX. Rascacielos
LXI. Una ciudad de mitos errados
LXII. Susurros en la medianoche
LXIII. Te digo un secreto
LXIV. Sucintos cantos
LXV. Mutuos placeres
LXVI. Amor
LXVII. Y deliran las manos
LXVIII. Aderezo
LXIX. Fatiga morosa
LXX. Si no lo grito
LXXI. Espada
LXXII. Minutero
LXXIII. El recuerdo de tus caderas
LXXIV. Pecados mínimos
LXXV. ¿Dó los hombres sin rutas?
LXXVI. Dudas
LXXVII. La balada del abandono
I. Verbo ajeno
Cauto, uso un paraguas
para protegerme
de la alharaquienta
caída fugaz
del ajeno verbo.
II. Vieja vida de años
¿Vida nueva en nuevo año?
Los días son los mismos;
las rutinas, también;
el desamor persiste
y de ayer son los gestos;
las palabras circulan
en monótono ritmo
en los antiguos labios.
¡Vieja es la vida en años
calificados nuevos!
III. ¿Y los íntimos decoros?
No me sorprenden los prejuicios
contra los íntimos decoros
de la sensual privacidad:
llena de mediáticos juicios,
la multitud levanta en coros
ínfimos su procacidad
que la rebosa de perjuicios
atónitos, complejos loros
de la inicua esterilidad.
IV. ¡Qué pronto se va una mujer de nuestro lado!
Santa, santa maldición,
diabólica pudrición:
me mato por los rubores
de los débiles amores.
•
Un eco en sordina:
anda la catrina
como una delfina.
Miro en la vitrina,
mujer cantarina,
tu decir de harina,
¡cuánta argucia fina!
•
Me he olvidado de los rezos,
¡qué pronto caen los cerezos!
Como vienen los bostezos,
¡se van de a poco los besos!
•
¡Tanto querer marchitado,
tanto sueño interpretado!
¡Y ahora en medio de la vida
la ira en el cuerpo se anida!
•
Así como de súbito llegó,
de tal manera, sigilosamente,
se retira, sin mirar una sola
vez hacia atrás: vino, estuvo, se fue.
No volverá más con el mismo nombre.
Tal vez sí con la misma intensidad,
pero con otra cara (¿más bien máscara?),
con otro gesto, con otra mirada,
con otro cuerpo, con otra promesa.
Y luego el amor se irá nuevamente,
tal como llegó: inesperadamente.
•
Uno quisiera acercarse. Y decirle:
me gustaría fusionar mi vida
con la tuya, seguramente etérea.
Pero se queda uno mejor callado,
contando con disimulo en los dedos
cómo otra mujer se ha ido tan de pronto
—altiva, en silencio— de nuestro lado.
•
Una boca femenina habla
más por lo que insinúa en su
gesto que por sus silenciosas
y sinuosas acotaciones.
•
¡Y pensar que en la
mirada lo dije
todo! ¡Y pensar que ella
se fue tan callada!
V. Labios que son reloj de arena
Si sabía que eras mujer ajena,
¿por qué en tus ojos miro mi condena?,
¿por qué en tus labios el reloj de arena
se consume indiferente a mi pena?
Si, mujer, lejos de mi vida estabas,
¿por qué tu cadera es un remolino
de fragancia íntima, pecado fino
de inquerencias con las que tú matabas
los enardecidos extrañamientos
de mi piel agotada, fallecida,
como nostálgicos remordimientos
jamás expuestos, vida corta asida
a tus labios que son reloj de arena
que consume mi vedada condena?
VI. Excesivo onirismo
Voy a encender la luz de tu alma:
no me toques, mantén la calma,
que la brisa roce la palma
de mi mano en tu pecho, aguarda;
la noche tibia en caer no tarda,
espera a que nuestra piel arda.
•
¿Me ha dicho cuánto me ama? No.
¿Me ha pedido noches de amor?
¿Me ha buscado con el trastorno
en cada poro de su cuerpo?
¿Para qué entonces desfallezco?
¿Para qué la llamo a deshoras?
¿Por qué no dejo de pintar
de rojo, Dios, mi corazón?
¡Pero cómo los desfiguros
son parte de la bochornosa
inmadurez de la pasión!
•
Basta en el amor ser poco feliz
para agradecer los momentos mínimos
de las alteraciones corporales.
•
Diminuta ayuda
la del excesivo
placer corporal
de los onirismos
esperanzadores,
fugaces, inútiles.
VII. Grito enmudecido
No me morí: aquí estoy,
mirando cómo soy
sin tus palabras hoy.
•
Dime si no piensas en las querencias
que se consumen en doce semanas,
en los amores muertos bajo sábanas
de fino tejido: las inocencias
se deforman con los besos insanos
y el estruendo de los decires vanos.
•
De espaldas, con tus labios en la almohada,
mi boca se satura de redondas
fragancias, alteraciones orondas
de etérea piel y olorosa carnada.
•
Mis pesares aún no se marchitan;
muy adentro mío los labios gritan
—en vano— enmudecidos: ¡no te tengo!
¡Cómo olvido que a ti no voy ni vengo!
•
Las tardes a veces son tristes
no sé si porque estás ausente
o porque la vida luego arde
gratuitamente, inútilmente.
•
Miro tu cuerpo sinuoso de espaldas:
una antigua cascada de ansias breves
me remite a lujuriosas moradas
de incandescencias grotescas y leves.
¿Por qué han de callarme tus grandes ojos
si en tu muda boca caigo de hinojos?
•
Me aíslo en las letras calladas:
d de durmiente despoblado,
v de violento viento alado,
c de cadenciosas vaharadas.
¿Por qué el silencio me atormenta,
por qué una boca muda tienta?
¿Por qué callo ante tu presagio,
por qué todo me sabe a plagio?
Me guardo en las calladas letras:
venas abiertas, danzas muertas.
•
Te desnudo con la luna apagada
para buscar, lento, bajo las sábanas
tu boca, tu pecho, tu luz, tu ombligo
y una certeza cuyo nombre olvido.
VIII. Y pensar que decía
Y pensar que decía que a ti nadie
te iba a querer como yo te quería.
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