¿Señor, restaurarás el reino a Israel en este tiempo? (Hechos 1:6) ¿Fue a eso que viniste desde los cielos?
Los discípulos inquietos observaban que Jesús estaba a punto de partir de nuevo hacia los cielos y consideraban que la obra no estaba terminada si Israel no quedaba reinando sobre la tierra como representante exclusivo del Único Dios verdadero.
Sin embargo la respuesta de Jesús dejó en claro que sus propósitos en relación a la Iglesia y al Reino iban mucho más allá que colocar a Israel en el centro mismo del poder terrenal.
Jesucristo llevó a cabo el proceso de redención de la humanidad con su ministerio. Pero la historia no terminó allí, sino que El nombró a su iglesia para que continuara con la expansión del reino anunciado y le compartiera a todas las generaciones venideras el mensaje de salvación, las buenas nuevas que llevan a la vida eterna.
¿Sería un camino fácil? ¿Sería una tarea sencilla?
Indudablemente no. La tarea de expansión del reino encontró obstáculos desde el principio y así será hasta el final.
Cuando el Señor Jesucristo vino a la tierra les dijo a los discípulos: en este mundo tendréis aflicción.
Es decir, estamos viviendo en un mundo en el que todos los días vemos cosas que afligen el corazón humano. Muchas personas llegan llorando a las iglesias los domingos. Muchos otros ni siquiera entran en ellas porque creen que ya no hay esperanzas. Las personas buscan soluciones por todas partes para mitigar un poco ese dolor y entre más buscan, más frustración encuentran.
Pero Dios ha escogido a su iglesia para que traiga algo que el mundo no puede dar.
La iglesia no solamente representa el vehículo transmisor de un mensaje celestial, sino también a través de su accionar cotidiano da credibilidad a ese mensaje proclamado. La iglesia tiene voz en el mundo que la circunda y este privilegio debe ejercerse no solamente como propósito evangelizador, sino como anunciación de la presencia constante de Dios en su caminar diario, en la dirección de sus planes de alcance comunitario y en la transformación efectiva de la vida de quienes son receptores de este mensaje de buenas nuevas.
Cada una de estas tareas se está llevando a cabo de diferentes maneras. Pero cabe hacernos una pregunta importante: ¿Cómo debe responder la iglesia en tiempos de crisis?
¿Habrá algo que la iglesia pueda hacer en estos tiempos en los que estamos viviendo con la pandemia del coronavirus?
Indudablemente tenemos todas las herramientas y el respaldo divino. El problema puede ser la manera como asumamos nuestra responsabilidad cuando se trata de afrontar los tiempos difíciles.
Esta generación va a tener que tomar decisiones muy serias.
¿Qué hacemos ahora? La fe de muchos está flaqueando, el enfriamiento se generalizó, las dudas están invadiendo a las multitudes de aquellos que antes llenaban los templos, los jóvenes se fueron en desbandada huyéndole a la iglesia. ¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo enfrentamos este reto?
¿A quién le creemos? ¿Cómo debemos responder frente a lo que estamos viendo hoy en día?
Yo creo que aún la iglesia no ha despertado ni se ha dado cuenta que Dios mismo la está probando.
Creo que aún no ha tomado la responsabilidad de asumir sus errores para dar paso a un verdadero despertar de las conciencias adormecidas o cauterizadas.
A lo largo de nuestra vida hemos escuchado cientos de mensajes sobre la manera de observar y enfrentar las crisis, especialmente desde el ángulo de quienes son dirigidos por El Espíritu Santo.
Se nos ha advertido repetidamente acerca de la potencialidad que generan las pruebas mismas en nuestros procesos de madurez y crecimiento espiritual. Pero pareciera que cuando las crisis dejan de ser tan solo parte de un mensaje dominical y se convierten en una parte de la realidad viva, se nos dificulta enormemente saber cómo responder desde un punto de vista bíblico.
Precisamente esta es quizás la mayor dificultad que confrontamos en este tiempo, la falta de entendimiento acerca de nuestro papel como Iglesia en los tiempos de crisis.
En lugar de representar la esperanza, de pronto nos hemos puesto como víctimas de lo que está sucediendo, dejando de lado el criterio que Cristo mismo nos enseñó acerca de ser la luz para un mundo de oscuridad.
La autocompasión jamás es una buena consejera. El papel de víctima no concuerda con los propósitos que Dios puso entre los suyos.
Cuando los discípulos luchaban en medio de la noche con una terrible tormenta que amenazaba con enviarlos al fondo del mar de Galilea, Jesús dormía tranquilamente en una parte de la barca. Estos discípulos asustados le reclamaron al Señor por su aparente indiferencia en medio de sus terribles dificultades, pero Jesús no respondió levantándose para consolarlos, todo lo contrario. Él se levantó para señalarles su poca fe que representaba el mayor impedimento para saber cómo afrontar lo que estaba sucediendo en medio de semejante situación.
Ninguna circunstancia por terrible que parezca debería tomarnos por sorpresa a cada uno de nosotros como parte de la iglesia. De hecho Jesús mismo anunció guerras entre naciones, pestes, hambres y terremotos en distintos lugares. Sin embargo a esto lo llamó: principio de dolores.
Si esto es solo el principio, ¿cómo será cuando las cosas se pongan peores? ¿Cuáles serán nuestros mecanismos de defensa?
Con el contenido de este libro quiero llevarte por diferentes momentos bíblicos que reafirman mi tesis acerca de que la iglesia jamás debe colocarse como víctima de ninguna circunstancia, pues precisamente para cada uno de los acontecimientos que suceden en el mundo hemos sido preparados por el Señor, afrontándolos de una manera tal que pueda reflejar la realidad del reino anunciado por Jesucristo.
Considero que es hora de que tomemos con responsabilidad el llamado a ser protagonistas activos de las realidades cotidianas, trayendo siempre un mensaje de soporte, de ayuda, de luz en medio de tanta oscuridad. Fue para eso que fuimos formados y Jesús mismo nos encomendó el ministerio de la reconciliación, como si Dios rogara a través de nosotros (2 Corintios 5:18). Es tiempo de colocarnos en el lugar que nos corresponde. Es tiempo de anunciar con determinación que Cristo es el Mesías y que tiene el poder para transformar el mundo, empezando por nosotros mismos. Es hora de asumir la responsabilidad que tenemos como hijos de Dios.
¿Habrá algo que la iglesia pueda hacer en este tiempo?
No puedo respirar (I can’t breath)
En un viaje que hice recientemente a la ciudad de Nueva York tuve la oportunidad de visitar la imponente estatua de la Libertad, la figura de una impresionante dama. Por más de 100 años esta dama que permanece con la mano levantada muy en alto, portando una antorcha y simbolizando la libertad, ha sido la atracción de millones y millones de visitantes locales y de todas partes del mundo, por su figura y por lo que simboliza ella misma.
Inscrito en el pedestal puede leerse un breve y conmovedor párrafo de Emma Lazarus, que dice así: “Dame tus cansados, tus pobres, tus masas oprimidas que a porfía aspiran respirar el aire de la libertad; los miserables, los desamparados, los abofeteados por la tormenta de la esclavitud. Yo alzo mi antorcha junto a la puerta de oro...”
Sin embargo, cuando viajé a Israel pude entender de una manera más cercana que aún mucho más alto que el monumento a la libertad, se encuentra otro monumento colocado sobre el pedestal de la historia, que sigue simbolizado y ofreciendo libertad espiritual a todos los cautivos y oprimidos por el pecado. Es la cruz del Gólgota, del Calvario, en la cual fue colgado, sin misericordia, nuestro Señor Jesucristo hace casi 2000 años. Sobre ella está el Hijo de Dios que muere vicariamente sustituyéndonos a nosotros, con el propósito de traernos libertad de la culpa y pena por nuestros pecados y de darnos la salvación y la vida eterna.
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