Luisa Carnés - Tea Rooms

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Corren los años treinta en Madrid y las trabajadoras de un distinguido salón de té cercano a la Puerta del Sol ajustan sus uniformes para comenzar una nueva jornada laboral. Antonia es la más veterana, aunque nunca nadie le ha reconocido su competencia.A la pequeña Marta la miseria la ha vuelto decidida y osada. Paca, treintañera y beata, pasa sus horas de ocio en un convento y Laurita, la ahijada del dueño, se tiene por una «chica moderna». Pero únicamente Matilde tiene ese «espíritu revoltoso» que se plantea una existencia diferente. Autora invisibilizada de la Generación del 27, Luisa Carnés escribió esta portentosa novela social rompiendo los esquemas narrativos de la época.

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El hombre del carnet. —Hay que pedir al horno pastas de té.

Una de las mujeres. —Felisa, pide pastas de té.

Otra. —Pastas de té… Voy.

Un camarero. —Pequeña de leche.

Otro. —Una naranjada.

Otro. — Cocktail… Ahí va, coño; ¿dónde tienes los ojos?

Una mujer al teléfono. — Doscientas para té, pronto.

Matilde atisba ante la puerta.

Fraques proletarios, batas negras… Trabajo.

¡Qué olorcito viene de ahí dentro!

4

La puerta apenas chirría al girar.

El ambiente interior es tibio. Huele a mantequilla y a masa caliente.

Matilde se dirige al mostrador y tiende su tarjeta a una mujer cuarentona:

—Buenos días.

—Buenos días.

—Me mandan de la otra casa.

—Ya. Me lo han dicho por teléfono.

No obstante, lee la cartulina. «Antonia: la joven ocupará la vacante del turno de día».

—Bien. Pase por ahí. Cuidado, no vaya a tropezar en esos tableros.

Matilde pasa por detrás del mostrador y bordea cuatro tableros colocados en pirámide sobre una banqueta. Se detiene ante la mujer, sin saber qué hacer ni decir. Se pellizca el vestido hacia abajo. «Está demasiado corto este vestido».

—Tendrá usted que hacerse una bata negra lo antes posible; se le va a estropear el vestido en seguida. Aquí se pone una hecha una porquería.

—Sí, claro.

Por decir algo a la mujer —parece seria, pero, ciertamente, cordial; aunque no comprende cómo puede «una» ensuciarse aquí, donde todo reluce de limpio: cristal, níquel, porcelana, pavimento.

La mujer entrega a Matilde dos paños blancos:

—Tome —abre un cajón del mostrador—, limpie el cajón. Primero, con esto —una placa de celuloide que tiene grabado en negro: «Croissant, 0,25»; ¿ve?, así —recoge el azúcar y lo va echando en esta bandeja sucia; luego pase este paño, y cuando esté bien limpio el cinc del cajón lo frota con este otro paño, apretando bien.

—Sí.

Matilde limpia el cajón concienzudamente. El azúcar glaseado le hurga en la nariz y le provoca un pequeño estornudo. Está en plano inferior a la otra y sus ojos sólo alcanzan a ver sus piernas gruesas, ceñidas por medias de algodón.

—Ya está esto.

—Ahora vaya colocando dentro estas ensaimadas, contándolas; cuando acabe, anote las que haya contado.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Matilde.

Ahora se fija Matilde en que una mujer de aspecto nada limpio manipulea en el local con una máquina aspiradora.

Entran sirvientas con la cafetera de la leche en una mano y el saquito del pan en la otra.

La dependienta las despacha con parsimonia.

—¿Qué desea?

—Dos suizos.

—Dos suizos.

—Hasta mañana.

—Adiós.

—¿Qué desea?

—Tres brioches.

—Hasta mañana.

—Adiós.

Matilde acabó su tarea. Ahora limpia un cajón. Después, otro.

Van llegando las empleadas. Se acercan al mostrador abotonándose los uniformes y alisándose los cabellos con las manos.

—Hola, Antonia.

—Buenos días, Antonia. Miradas curiosas a la «nueva».

—Oye, Antonia: ahora los he visto. ¡Qué poca vergüenza! Han venido juntos en el Metro y al llegar a la Ópera se han separado. Ella viene por un lado y él por otro. Verás… ¿No te dije?, ahí está. Fíjate.

Entra una mujer alta y delgada. Al verla, las muchachas disuelven el corro.

—Buenos días.

—Hola, buenos días.

—¿Ésta es la nueva?

—Sí. Me trajo una tarjeta de don Fermín…

—Está bien.

Se aleja despacio, a cambiarse de ropa.

Antonia le dice a Matilde:

—Es la encargada.

—Creí que la encargada era usted.

—¡Uy! Ojalá fuese Antoñina la encargada, ¿verdá, Trini?

—¡Ya lo creo!

Al acabar el trabajo, a Matilde le duelen los hombros. Después hay que desempolvar los frascos de los caramelos y los escaparates, y, por último, colocar los pasteles en las bandejas, retirando antes los averiados del día anterior, y establecer pequeñas pirámides de bollos sobre anchas bandejas de madera, cuidando mucho de poner sobre los frescos los «viejos», para venderlos primero, y llenar los vanos en las bandejitas de los bombones.

Hecho lo cual, ya no habría que hacer otra cosa que esperar la llegada de los clientes. Pero el ojo de la encargada —vigía y capitán al propio tiempo— no deja de atisbar desde el mostrador de enfrente cada acto, cada gesto de las empleadas. Aun cuando la limpieza ordinaria se haya efectuado, la «buena dependienta» nunca debe permanecer ociosa. «Aunque parezca que todo está hecho, siempre queda algo por hacer» y «el papel cortado nunca está de más».

Matilde aprende a cortar el papel en línea recta, con un cuchillo de borde obtuso —el papel se corta en cuatro tamaños distintos—. Y aprende a empaquetar y a hacer el nudo corredizo —de ahogado— alrededor de los paquetes; ese difícil nudo, cuya perfección acredita la pericia de la «buena dependienta».

Detrás del mostrador de la pastelería hay una banqueta para descanso de las empleadas; pero no es prudente ocuparla demasiado tiempo o repetidas veces: la encargada vigila desde el mostrador de enfrente, tiesa detrás de la caja registradora. El local es «de lo más selecto de Madrid» y exige de sus empleados la máxima corrección. El comedimiento y aire distinguido de sus dependientes acreditan un establecimiento tanto como la pureza de sus productos. Las muchachas han de ir y venir detrás del mostrador, erguidas y sonrientes. «¿Qué desea la señora?». Ni una broma con los camareros, ni una frase de mal gusto. «Esta es una casa distinguida». Esto de la distinción lo ha oído Matilde muchas veces, en boca de la encargada, durante las tres horas que lleva actuando en el salón. De las cuales ha sacado una consecuencia: «El cliente siempre tiene razón». Y otra: «Al cliente hay que sonreírle siempre y engañarle cuando haya ocasión». Y esto, sólo en lo relativo al público. Que es de lo más heterogéneo. El público da color y marca cada hora del establecimiento. Al principio se multiplican en él las sirvientas, con sus cestas de hule; la modista, la mecanógrafa, el empleado, que adquieren su bollo de hojaldre; más tarde, el mozo de almacén, el botones, el continental. («Oiga, un pastel»). Luego, la vieja repintada y sus niñas cursis, las beatas, al regreso de la iglesia; la dueña de la pensión modesta, que hace su pedido de tartas de las más económicas; la dueña de casa, que adquiere sus flanes o su nata. A la tarde, después del frugal almuerzo —Ópera-Cuatro Caminos, Cuatro Caminos-Ópera—, una hora de calma, que se aprovecha para pasarle un paño a los mostradores, a las vitrinas, etc., y de nuevo el desfile: las parejas de novios que comen un pastelillo en pie, mirándose a la cara; los grupos de muchachas que eligen alocadamente sus pastelillos, de pescado o ternera; los jóvenes que devoran el dulce con grosería, que ellos titulan «naturalismo»; los que, por el contrario, se violentan por demostrar su distinción y acaban, invariablemente, obscureciendo su americana con una lágrima de chocolate o de grosella. Y queda todavía el señor jubilado, que se toma su merienda y se va lentamente siempre por el mismo camino; y la cliente que hizo su encargo por teléfono, y el funcionario que adquiere el postre de la noche.

La noche. Duelen las plantas de los pies, y los muslos y el índice de la mano izquierda, producto de la experiencia del nudo corredizo, y se tiene un peso enorme encima de los párpados. ¿Cuántas horas? Diez. Diez horas.

El reloj resuena nueve veces. Y una nueva empleada —ojos despiertos, cabello húmedo, impecable, como si acabara de arreglarse, de despertar (¿qué hora es?):

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