Marqués de Sade - La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos
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Un obispo en el atolladero
Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible; y, sin lugar a dudas, ese es uno dé los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.
A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las b y a las f, pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.
–Monseñor –exclamó al fin el cochero a punto de estallar–, mientras permanezcan ahí mis caballos, no podrán dar un paso.
–¿Y por qué no? –contestó el obispo.
–Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Su Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
–Bueno, bueno –contesto el obispo, zalamero, santiguándose–, jure, pues, hijo mío, pero lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.
El resucitado
Los filósofos dan menos crédito a los aparecidos que a ninguna otra cosa; no obstante, el extraordinario hecho que voy a relatar, suceso respaldado por la firma de varios testigos y registrado en archivos respetables, este suceso, repito, gracias a todos estos títulos y a los visos de autenticidad que tuvo en su momento, puede resultar digno de crédito, será preciso, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, convenir en que, si bien no todos los cuentos de resucitados son ciertos, sí que contienen, al menos, elementos realmente extraordinarios.
La corpulenta señora Dallemand, a la que todo París conocía en aquel tiempo como mujer alegre, cordial, ingenua y de agradable trato, vivía desde que se había quedado viuda, hacía más de veinte años, con un tal Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint-Jeanen-Grève. La señora Dallemand se hallaba cenando un día en casa de una tal señora Duplatz, mujer de carácter y medio social muy parecidos al suyo, cuando a la mitad de una partida que habían iniciado después de levantarse de la mesa un criado rogó a la señora Dallemand que pasara a una habitación contigua, pues una persona amiga suya deseaba hablarle en seguida de un asunto tan urgente como esencial; la señora Dallemand le contesta que espere, que no quiere echar a perder su partida; el criado vuelve de nuevo a insistir de tal manera que la dueña de la casa es la primera en obligar a la señora Dallemand a ir a ver lo que quieren de ella. Sale y se encuentra con Ménou.
–¿Qué asunto tan urgente –le pregunta– puede obligarlo a molestarme de esta forma viniendo a una casa en la que ni siquiera saben quien es?
–Un asunto de vida o muerte, señora –contesta el agente de cambio–, y puede estar segura de que había de ser como le digo para poder obtener el permiso de Dios y venir a hablar con usted por última vez en mi vida...
Ante estas palabras, que no correspondían a un hombre muy en sus cabales, la señora Dallemand se sobresalta, y al observar con detenimiento a su amigo, al que no veía desde hacía varios días, viéndole pálido y desfigurado, se asusta más aún.
–¿Qué le pasa, señor? –le pregunta–. ¿Cuál es la razón del estado en que le veo y de los siniestros hechos que me anuncia... explíqueme al instante que le ha ocurrido.
–Nada que no sea normal, señora –responde Ménou–. Tras sesenta años de vida no quedaba ya más que llegar a puerto; gracias al cielo ya he llegado. He pagado a la naturaleza el tributo que todo hombre le debe, únicamente siento haberme olvidado de usted en mis últimos momentos y por esa falta, señora, es por lo que vengo a pedirle perdón.
–Pero, señor, ¿está desvariando? Ese desatino no tiene ni pies ni cabeza. O usted recobra la razón o yo me veré obligada a pedir auxilio.
–No lo haga, señora. Esta inoportuna visita no será larga, estoy agotando el plazo que me concedió el Eterno; escuche, pues, mis últimas palabras y luego nos despediremos para siempre... Yo he muerto, señora, se lo repito, pronto podrá comprobar la veracidad de lo que le digo. Me había olvidado de usted en mi testamento y vengo a reparar mi falta; tome esta llave, vaya en seguida a mi casa; detrás de la cabecera de mi cama hallará una puerta de hierro, ábrala con la llave que le doy y tome el dinero que hay en el armario que cierra esa puerta; mis herederos ignoran la existencia de esa suma. Suya es, nadie se la disputará... Adiós, señora, y no me siga...
Y Ménou desapareció.
Es fácil imaginar en qué estado de excitación volvió la señora Dallemand al salón de su amiga; le resultó imposible ocultar el motivo...
–Toda esta historia bien merece una comprobación –le dijo la señora Duplatz–. No perdamos un instante.
Piden los caballos, suben al coche y marchan a casa de Ménou. El estaba en la entrada, tendido en su ataúd: las dos mujeres suben a las habitaciones, la amiga del dueño de la casa, a la que conocen demasiado bien para impedírselo, recorre todos los dormitorios que desea, da con la puerta de hierro, la abre con la llave que le habían dado, encuentra el tesoro y se lo lleva consigo.
Vemos aquí pruebas de una amistad y de un agradecimiento que no se prodigan muy a menudo y que, por más que los aparecidos nos espanten, estaremos al menos de acuerdo en que deben hacer que les perdonemos el terror que nos causan a cambio de los motivos que les traen ante nosotros.
Discurso provenzal
Durante el reinado de Luis XIV, como es bien sabido, se presentó en Francia un embajador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas las naciones para que admiraran su grandeza y transmitieran a sus respectivos países alguno que otro destello de la deslumbrante gloria con que resplandecía hasta los confines de la Tierra. A su paso por Marsella, el embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del Parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no quedarse a la zaga de una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justificación. Por consiguiente, de entre todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador no habría entendido ni una palabra; este inconveniente los paralizó durante mucho tiempo. El tribunal se reunió para deliberar: para eso no necesitaron demasiado, el juicio de unos campesinos, un alboroto en el teatro o algún asunto de prostitutas sobre todo; tales fueron los temas importantes para esos ociosos magistrados desde que ya no podían arrasar la provincia a sangre y fuego y anegarla, como en el reinado de Francisco I, con los torrentes de sangre de las desdichadas poblaciones que la habitan.
Así, pues, se reunieron a deliberar, pero ¿cómo lograr traducir el discurso? Por más que deliberaron no hallaron ninguna solución. ¿Acaso era posible que en una comunidad de comerciantes de atún, ataviados con una casaca negra por pura casualidad y en la que ni uno sabía ni siquiera francés, pudieran encontrar a un colega que hablara persa? Con todo, el discurso estaba ya redactado; tres eminentes abogados habían trabajado en él durante seis semanas. Al fin descubrieron, no se sabe si en el monte o en la ciudad, a un marinero que había pasado mucho tiempo en el Levante y que hablaba un persa casi tan fluido como su jerga dialectal. Se lo propusieron y él aceptó. Se aprendió el discurso y lo tradujo con facilidad; cuando llegó el día, lo vistieron con una vieja casaca de presidente primero, le colocaron la peluca más voluminosa que había en la magistratura y seguido por toda la banda de magistrados se adelantó hacia el embajador. Unos y otros se habían puesto de acuerdo sobre sus respectivos papeles y el orador había advertido con especial énfasis a los que le seguían que no lo perdieran de vista un solo momento y que repitieran punto por punto todo lo que vieran hacer. El embajador se detuvo en el centro del patio que había sido señalado para el encuentro, el marinero le hizo una reverencia y, poco habituado a llevar sobre el cráneo una peluca tan hermosa, lanzó la pelambrera a los pies de su excelencia; los señores magistrados, quienes habían prometido imitarlo, se quitaron al punto sus pelucas e inclinaron sus pelados y un tanto sarnosos cráneos en dirección al persa; el marinero, sin alterarse, recogió sus cabellos, se los arregló y empezó a declamar la salutación; tan bien se expresó que el embajador creyó que era de su mismo país. La idea le hizo montar en cólera.
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