Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - Mientras el cielo esté vacío

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En esta primera novela de Marta –novela póstuma– encontramos coherencia temática y estilística. Se desplaza también con sus personajes trashumantes, múltiples y contradictorios, por los asuntos que siempre marcaron su pensamiento: las mujeres en los ámbitos públicos y privados, los desposeídos, los desplazados, los expulsados, los habitantes de las márgenes de las ciudades, la violencia, la inequidad, el cuidado, el amor, el lenguaje Marta entra y sale de sí misma con los ritmos de la música, de la respiración y del habla, trata de narras la errancia con la voz de los otros, de contar el horror con polainas trenzadas con el hilo conductor de una empatía creciente que transformó su propia vida.

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Noemi y Carlota permanecían en silencio. Entonces Altagracia se levantó de la silla donde se quedaron luego de que las niñas se durmieran y trajo una botella de ron blanco. Por las ventanas entraba una brisa suave.

—Por mis muertos, por todos nuestros muertos, por los miles de asesinados –dijo y lanzó el primer trago al suelo. Volvió a servir y las tres bebieron–. Es mejor el ron que las pastillas. Llevo años durmiendo apenas unas horas; cualquier ruido me asusta.

Hace ya cuatro años que mis hijos salieron muy temprano a vender un ganado a Sincelejo y nunca regresaron. No apareció el ganado ni el camión ni ellos. Los vieron de salida cuando cruzaban el pueblo, incluso hablé con un hombre que se los encontró en la carretera, pero nunca llegaron a Sincelejo. Tenían un monte en Toluviejo, yo vivía con ellos luego del asesinato de mi marido. Cuando desaparecieron, me quedé allí sola. Me levantaba y me quedaba horas mirando hacia la carretera esperando su regreso. Luego un señor Juancho, no recuerdo su apellido, llegó a preguntarme si quería vender la finca. Me negué durante meses alegando que eso no era mío y que no podía vender hasta que me dió miedo por lo que me podía pasar. Un notario amigo de ese señor hizo unos papeles falsos y así se quedó con el monte de mis muchachos por menos de la mitad de su valor. Con esa plata compré esta casa y puse la pensión, así tengo para vivir y estoy acompañada.

Al año más o menos, la guerrilla mató a ese señor; era un paramilitar del bloque de Los Montes de María, que robaba ganado y extorsionaba y mataba a los campesinos; dicen que se había apropiado de muchas tierras con fraudes y amenazas. Aquí celebraron su muerte en una venganza ebria y descorazonada por las vidas que este hombre arruinó. Muchos me han dicho que debió ser él quien asesinó a mis hijos, y aunque yo no lo sé con certeza, también celebré durante días con una borrachera entristecida. Ahora ese monte está en manos de un político muy amigo del alcalde de aquí.

La planta se había encendido en el pueblo hacía unas horas, pero ellas continuaban a la luz de las velas. Altagracia no miraba a las dos mujeres, alejada de la realidad les hablaba a las sombras.

—He intentado destruir la esperanza que los mantiene vivos.

Entonces, tomando una de las velas comenzó a cantar la “Elegía a Jaime Molina”, de Rafael Escalona:

A dos amigos que se amaron con el alma, ¡ay hombe!

Recuerdo que Jaime Molina

Cuando estaba borracho ponía esta condición

Que, si yo moría primero él me hacía un retrato

O, si él se moría primero le sacaba un son.

Ahora prefiero esta condición

Que él me hiciera el retrato y no sacarle el son.

Se iba hacia los lados, con el movimiento de una lenta borrachera. Dejó la vela sobre la mesa y se abrazó a sí misma mientras bailaba aquel vallenato que cantaba con voz entrecortada.

—Eran unos hermanos muy unidos –dijo, sirvió un ron doble, brindaron juntas y se fueron a dormir.

Un mareo suave hacía inclinar a Noemi hacia los lados y le costó encontrar la cama, no quería despertar a Elena al encender la luz. Se tendió a su lado, pero no podía dormir, volvió a levantarse, abrió con cuidado la ventana que daba hacia el campo y apoyada sobre el alfeizar se quedó mirando hacia el monte.

Me falta el aire, pensaba. Cada vez que escucho esas historias mis pulmones se encogen. No puedo vivir sumando más dolores. Me siento muerta y rígida como una piedra; no me interesa hablar ni contar mi historia, igual a la de todos: asesinados y desaparecidos. Los desterrados estamos solos, como almas buscando otras almas para morir juntos. Y entre esa Noemi que les dio el desayuno a sus hijos antes de que se fueran a trabajar y desaparecieran, y la de hoy, existe el largo camino de un dolor.

A los desplazados nos asusta el sonido de las guacharacas, escuchamos nuestra pena en los lamentos de los pavos reales en celo, el ladrido de los perros es siempre el anticipo de las balas, y los truenos en el horizonte son los bombardeos a alguna población. Todos asentimos con la cabeza y negamos con el alma, reímos para que el dolor no cuartee los labios. Nadie nota nada, no se percibe la inercia de nuestras vidas. Ya no se habla en las plazas de mercado, no hay cosechas de las que hablar, no hay vacas para criar; los hijos se han ido a la guerra, y la guerra, ya nos ha matado a todos.

Comenzaba a hacer frío y los pensamientos penetraban hondo en su alma e iban endureciendo su rostro. Por la calle vio aparecer a una pareja joven que reía, en sus pasos se notaba que también habían bebido. Pasaron frente a la ventana y se dirigieron hacia la arboleda cercana a la pensión. Los vio abrazarse y besarse, lo vio subirle la falda a la mujer y esta visión hirió sus ojos, trajo a sus labios un aliento asqueroso que agitaba recuerdos de violencias antiguas. Se tendieron sobre el pasto, y ella no quiso mirar más; cada imagen se abría en cascada hacia atrás, hasta que vio rodar sangre por sus muslos infantiles.

CAPÍTULO 3

EN LOS LÍMITES

El reflejo de su rostro en la ventana del bus en el que viajaba con Elena hacia Sincelejo, le robaba la visión de la sabana. Ya no había paisaje que no removiera en su mente las fosas comunes y sus olores fétidos y nauseabundos. Se preguntaba si bajo esos árboles habría seres humanos enterrados, perdidos para siempre del rito de despedida y atrapados en la memoria. Ese rostro que la enfrentaba desde el cristal de la ventana se veía envejecido: los párpados caídos le imprimían una mirada triste, los pómulos surgían perfilados y prominentes y sus labios terminaban en una leve inclinación de amargura. Había envejecido más en aquellos días, que durante los años que llevaba buscando a sus hijos. Nunca había vivido sin sufrimiento, y a lo que más le temía, el desgano por la vida, comenzaba a invadirla. “Sería un triunfo más de los asesinos”, pensó, mientras miraba a Elena dormir.

Había tenido un sueño pesado, asediada por el miedo. No sabía si se trataba de un presentimiento o si los viejos recuerdos de la noche anterior la habían puesto en ese estado de alerta. Quería tomar la decisión de no regresar nunca a esos montes cubiertos de horror y sangre, pero pensaba en Carlota, en la pensión, en María Clara y Altagracia, que había decidido quedarse, a pesar de todo.

“Toma nuestros datos por si decides venir algún día o por si necesitas algo, me gustaría volver a verlas”, le había dicho Altagracia, mientras tomaban un café antes de salir. “Por primera vez en muchos años guardé el nombre y la dirección de alguien en quien puedo confiar. Pero debo seguir el rumbo de esa fuerza imperiosa que me impulsa a abandonar la región. Quizá pueda regresar dentro de un tiempo. Cuando haya encontrado a mis hijos”, pensó.

Se observaba en el vidrio y del silencio brotaba su historia encerrada. Tenía sensaciones que asimilaba a paisajes, olores, a tardes de tormenta, al sabor de una fruta, al canto de un pájaro, mas no a las palabras que solo le habían mentido, se habían vaciado de significado. Vivía en el límite, en el final de sí misma. Se decía “yo” y cuanto surgía de esa palabra era la mirada empañada y el paisaje borroso. Quizá ese yo podría adquirir una existencia verdadera si ella se aliara al odio y a la venganza, pensaba. Entonces sería posible que descubriera un yo inmenso, sin límites, que se expandiera como se expanden los egos de los asesinos que habitan el mundo como si fueran sus dueños. “El mío es un yo pequeño, tímido, un yo pobre, sin las admiradas hazañas del mal y por eso el mundo me puede ignorar o destruir como lo ha hecho con mis hijos y con los miles de asesinados y desaparecidos”, se dijo.

Ella tendría que renunciar a sí misma, acercarse a los horrores vividos, a esa violencia ininterrumpida y alimentarse de eso, volver una y otra vez sobre sus recuerdos, darles la carne y la sangre de su cuerpo para que el odio surja y la rabia y la venganza. Debía permanecer en la tensión de esas vivencias, en el fuego que inician, en el furor que hacen emerger, como en arena movediza en la que se hundiría cada vez más.

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