Laura Gallego - Memorias de Idhún. Saga

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Memorias de Idhún. Saga: краткое содержание, описание и аннотация

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El día en que se produjo en Idhún la conjunción astral de los tres soles y las tres lunas, Ashran el Nigromante se hizo con el poder en aquel planeta. En nuestro mundo, un guerrero y un mago exiliados de Idhún han formado la Resistencia, a la que pertenecen también Jack y Victoria, dos adolescentes nacidos en la Tierra. El objetivo del grupo es acabar con el reinado de las serpientes aladas, pero Kirtash, un joven y despiadado asesino, enviado por Ashran a la Tierra, no se lo va a permitir. Sin embargo, hay una posibilidad y esa posibilidad pasa por encontrar un dragón y un unicornio que se esconden en la Tierra. Solo ellos dos podrán devolver la paz a Idhún. Aunque en la Tierra no hay animales mitológicos, ¿o sí?

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El colegio al que asistían las tres era un centro privado, femenino, muy caro, situado a las afueras de Madrid. Era un enorme edificio lúgubre y gris, de gruesos muros, que parecía de otra época, tanto por fuera como por dentro. Las alumnas se quejaban a menudo de que los profesores tenían unas ideas muy anticuadas y eran muy estrictos, y envidiaban a los chicos y chicas que estudiaban en centros públicos, o, simplemente, en colegios donde se gozaba de más libertad. Pero Victoria no se quejaba nunca. No le molestaban las normas del colegio, ni el uniforme, ni la estrechez de ideas de sus superiores. Tenía todo aquello muy asumido. Incluso la hacía sentirse segura, a salvo.

Porque sabía que Kirtash la estaba buscando, y aquel colegio que recordaba a una fortaleza, que vivía de espaldas al mundo, era su refugio en medio de toda aquella locura.

Su segundo refugio, en realidad; el primero era Limbhad, la Casa en la Frontera.

En el colegio no le costaba nada sacar buenas notas, porque era inteligente y aprendía rápido, pero tampoco se esforzaba todo lo que podía. Se limitaba a cumplir con su trabajo y a hacer lo que se esperaba de ella. A cambio, solo pedía tiempo, espacio y silencio para soñar.

Para soñar con la magia. Con cosas imposibles. Con Idhún.

—¿Te vuelves a casa, entonces? –le preguntaron ellas.

—Me parece que sí. Le he dicho a mi abuela que no tardaría mucho.

Nuevo intercambio de miradas.

Todas habían oído hablar alguna vez de Allegra d’Ascoli, la «abuela» de Victoria, una excéntrica y adinerada dama italiana afincada en España que, a pesar de su avanzada edad, por alguna extraña razón había decidido adoptar a la niña, que era huérfana, cuando ella tenía siete años. La mansión que poseía a las afueras de Madrid era enorme y muy elegante, pero estaba casi vacía, puesto que en ella solo vivían la anciana, su nieta adoptiva (desde el principio había pedido a Victoria que la llamase «abuela» y no «madre»), una cocinera, una doncella y un mayordomo que hacía también las veces de jardinero. La buena mujer estaba chapada a la antigua, y tal vez por eso había elegido para Victoria aquel colegio, donde, según sus propias palabras, «aprendería a ser una señorita». Claro que las compañeras de clase de Victoria no sabían tantos detalles. Al fin y al cabo, apenas hablaban con ella y tampoco habían estado nunca en su casa. Pero veían la mansión todos los días desde el autobús del colegio, su jardín perfectamente cuidado, la gran escalinata de mármol, que hacía parecer a Victoria tremendamente pequeña cuando subía por ella, y en el fondo no la envidiaban. Debía de ser muy aburrido vivir sola en una casa tan grande, en medio de ninguna parte, con la única compañía de una señora estricta y anticuada.

Pero tampoco la compadecían. Victoria no daba muestras de preferir la compañía de gente de su edad, no hacía nada por integrarse en la clase y tampoco parecía molestarla el hecho de que su abuela apenas la dejara salir. No se podía ser más rara, habían decidido tiempo atrás sus compañeras de curso.

—Bueno, pues entonces nos vamos –dijeron ellas–. Hasta el lunes.

—Hasta el lunes –se despidió Victoria; dio media vuelta y se dirigió a la parada de metro más cercana, sin mirar atrás.

Lo que aquellas chicas no sabían era que lo de su abuela era una excusa. Aunque Allegra d’Ascoli era demasiado mayor y severa como para preocuparse seriamente por el hecho de que la niña fuera creciendo sin hacer amigos, jamás le habría impedido salir los fines de semana a divertirse con chicos y chicas de su edad o invitarlos a su casa.

No, Victoria no necesitaba una vida fuera del colegio y de su casa, porque toda su vida estaba en Limbhad. Con Alsan, con Shail y, últimamente, con Jack. Aquellos eran sus verdaderos amigos, pero debía mantener el secreto de su existencia y, por tanto, no podía compartirlos con nadie, ni siquiera con su abuela.

Y, en el fondo, tampoco le importaba.

Apresuró el paso. Hacía ya cuatro meses que Jack había llegado a Limbhad, y en todo aquel tiempo el chico no había salido de la Casa en la Frontera. Shail, muy desconcertado, había sido incapaz de explicar de dónde procedía su poder piroquinético, si es que lo tenía, y Jack, por su parte, tampoco había conseguido realizar ni uno solo de los ejercicios de magia propuestos por él. En cambio, Alsan había prometido hacer de él un auténtico guerrero, y ambos pasaban buena parte del día practicando esgrima.

Pero el resto del tiempo, Jack se aburría en el reducido mundo de Limbhad y, aunque Shail se las había arreglado para volver a su casa y recoger su ropa, su guitarra, su bloc de dibujo, algunos de sus CDs y algunos de sus libros, lo cierto era que el chico aguardaba todos los días con impaciencia a que Victoria regresara del colegio. La ayudaba con sus deberes y después hablaban, o jugaban con el ordenador, o con la Dama, la gata de Victoria, que vivía en Limbhad simplemente porque su abuela no admitía animales en casa. Ambos se llevaban muy bien y se entendían a la perfección, y Victoria prefería mil veces regresar a Limbhad todas las tardes, para seguir aprendiendo magia con Shail o para estar con Jack, a salir con sus compañeras de clase, fuera cual fuese el plan propuesto.

Aquella tarde se había retrasado porque tenía que hacer algunas compras, pero no estaba dispuesta a entretenerse más.

Iba sumida en sus pensamientos y fue a cruzar un semáforo sin darse cuenta de que ya se había puesto verde. Hubo un frenazo y un pitido, y Victoria regresó a la realidad. Se vio en mitad de la Gran Vía, delante de un coche que había estado a punto de arrollarla y, confundida, intentó retroceder hasta la acera. Pero un segundo coche se le echó encima; trató de frenar en cuanto la vio, pero era demasiado tarde. Victoria chilló instintivamente y se cubrió el rostro con las manos.

Hubo algo parecido a un fogonazo de luz, luego un golpe seco, y Victoria sintió que se quedaba sin respiración. Pero cuando volvió a abrir los ojos, vio que nada la había golpeado en realidad. El coche se había parado bruscamente a escasos milímetros de su cuerpo; el motor echaba humo y el morro se había arrugado, como si de verdad hubiera chocado contra algo. Pero la muchacha estaba intacta.

Victoria jadeó, sorprendida, y se miró las manos. Aquello solo podía haber sido magia. Tenía que contárselo a Shail cuanto antes.

Ignorando al confundido conductor y a las personas que habían contemplado la escena, y que la miraban, boquiabiertos, Victoria se cargó la mochila al hombro y salió disparada hacia la boca de metro, con el corazón todavía latiéndole con fuerza. Aún sentía en sus venas aquel cosquilleo que hacía que le hirviera la sangre cada vez que utilizaba magia. Pero fue desvaneciéndose poco a poco, y al final le invadió un terrible agotamiento, hasta que las rodillas se le doblaron y tuvo que apoyarse en una farola para poder mantenerse en pie. Maldijo su propia debilidad. Shail era capaz de hacer cosas asombrosas con su magia, y normalmente solo se sentía así después de haber gastado mucha energía mágica. En cambio, a Victoria cualquier sencillo hechizo la dejaba muy cansada.

Arrastrando los pies, bajó las escaleras de la boca de metro. Le esperaba un largo trayecto hasta su parada, y, una vez allí, tendría que llamar por teléfono a Héctor, el mayordomo, para que fuera a buscarla en coche. Podría hacerlo desde allí mismo, pero el hombre tardaría como mínimo tres cuartos de hora en llegar hasta la Gran Vía y otro tanto en llevarla a casa y, por otra parte, a Victoria le gustaba el metro.

Se derrumbó en el asiento del andén, pero no pudo descansar demasiado, porque el tren no tardó en llegar. Con un suspiro, se levantó y subió al vagón.

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