Censuras del pecado que más bien hacen de incentivo.
Pero muchos son los que ignoran cierto libro de los Mil y Quinientos —“caso fulminante de realismo fotográfico”, le llamó Menéndez y Pelayo––: La Lozana Andaluza del Pbro. Francisco Delgado, amigo de Juan del Encina en sus mocedades de Roma. 4La Lozana, acordándose de su abuela, decía así:
… y si esta mi agüela viviera, sabría yo más que no sé, que ella me mostró guisar, que en su poder deprendí hacer fideos, empanadillas, alcuzcuzú con garbanzos, arroz entero, seco, graso, albondiguillas redondas y apretadas con culantro verde, que se conocían las que yo hacía entre ciento. Mirá, señora tía, que su padre de mi padre decía: —Éstas son de mano de mi hija Aldonza.— Pues ¿adobado no hacía? Sobre que cuantos traperos habla en la cal de la Heria (calle de la Feria) querían proballo, y máxime cuando era un buen pecho de carnero. ¡Y qué miel! Pensá, señora, que la teníamos de Adamuz, y zafrán, de Peñafiel. Y lo mejor de la Andalucía venía en casa de esta mi agüela. Sabía hacer hojuelas, pestiños, rosquillas de alfajor, textones de cañamones y de ajonjolí, nuégados, sopaipas, hojaldres, hormigos torcidos con aceite, talvinas, zahínas y nabos sin tocino y con comino. Col murciana con alcarabea y olla reposada, no la comía tal ninguna barba. Pues boronía ¿no sabía hacer por maravilla? Y cazuela de berenjenas mojíes, en perfición; cazuela con su ajico y cominico y saborcico de vinagre, ésta hacía yo sin que me lo vezasen. Rellenos, cuajarejos de cabritos, pepitorias y cabrito apedreado con limón ceutí, y cazuelas de pescado cecial con oruga, y cazuelas moriscas por maravilla, y de otros pescados que sería luengo de contar. Letuarios de arrope para en casa, y con miel para presentar, como eran de membrillos, de uvas, de berenjenas, de nueces, y de la flor del nogal para tiempo de peste; de orégano y yerbabuena para quien pierde el apetito. Pues ¿ollas en tiempo de ayuno? Éstas y las otras, ponía yo tanta hemencia en ellas que sobrepujaba a Platina, De Voluptatibus, y a Apicio Romano, De re coquinaria. Y decía esta madre de mi madre: —Hija. Aldonza, la olla sin cebolla es boda sin tamborina.— Y si ella me viviera, por mi saber y limpieza (dejemos esta hermosura) me casaba…
Y tras esta página que pica la lengua, abra el curioso los Diálogos latinos de Juan Luis Vives, por allá en la página tantos, donde se lee: Culina. Más se aprende aquí sobre el arte de encender un buen fuego que sobre el arte de cocinar, mas no será ejercicio perdido.
Pero ríndanse todos donde aparece el Arcipreste de Hita con su Edad Media a cuestas —su Edad Media “enorme y delicada”— para contarnos la batalla campal de don Carnal y doña Cuaresma: Escudo de Aquiles en el Libro de buen amor, suntuoso tapiz de contrastados colores, parodia épica tramada en el conejo de las estaciones del año. Don Carnal se apresta con gallinas, faisanes, pavos, perdices, capones, torcaces, lavancos, ánades y ánsares; vacas, bueyes, lechones, cabritos y cabras monteses; jabalíes, gamos, ciervos, corzos; liebres y conejos. A su mesa se ven tocinos, cecinas, costados de carnero, piernas de puerco y jamones. Junto a don Camal, su alférez está de rodillas, el barril a la mano; y el vino, “alguacil de todos”, suelta las lenguas. Los gallos, de miedo, se estuvieron quietos toda la noche.
Y al rayar el alba se presentó doña Cuaresma, Justicia de la Mar, también secundada de los suyos, en horas que las sangrientas mesnadas de don Carnal estaban durmiendo su vino. Allí del puerro cuello albo, sardinas, mielgas, verdeles y jibias, anguilas de Valencia salpresas y trechadas, atunes, truchas del Alberche, cazones bayoneses y camarones del Henares, barbos, pijotas, lijas, langostas de Santander, arenque y besugo de Bermeo, utras, sabogas, delfines, sábalos, albures, lampreas sevillanas y de Alcántara, tollos, pulpos, ostras, cangrejos, el congrio cecial y fresco —“Conde de Laredo”—, el salmón de Castro Urdiales, y hasta la enorme ballena, cuya presencia de tanque bélico decidió la victoria.
Don Carnal queda condenado al ayuno; Domingo, garbanzos en aceite; lunes, arvejas; martes, formigos con uno o dos tercios de pan; miércoles, espinacas; jueves, lentejas con sal; viernes, pan y agua; sábados, habas. Bien se aprecia que doña Cuaresma “cuida la línea” a don Carnal.
Pero el desquite no anda lejos. Al correr de pocas semanas, don Carnal se va recuperando de sus heridas, por obra de la rigurosa dieta y del reposo. Da los primeros pasos, se deja llevar a la iglesia. Y de allí mismo, escapa en derechura camino de la judería, para al instante reorganizar sus huestes. Escribe con sangre un orgulloso cartel de desafío en que se llama a sí propio: “El fuerte matador de toda cosa”. Sus furrieles, como carniceros que son, ya vuelven destazando reses.
De esta vez, doña Cuaresma ve la causa perdida. Adusta y fea, se disfraza con los atavíos del peregrino: esclavina, sombrero redondo, zapatones, bordón, calabaza, alforjas, esportilla y rosario. No sé cómo se las arregla el poeta: a tantos siglos de distancia, nos hace pensar en una de esas mujeronas secas y sin sexo, de calzado chato y faldas caídas, de canotier y gafas, que andan, Biblia en mano, redimiendo almas por la calle.
Al fin, un sábado por la noche, doña Cuaresma salta las bardas y sale huyendo:
Salió a toda prisa corriendo por las calles.
Dijo: “¡Ay Canal soberbio, con tal que no me halles!”
Aquella misma noche llegó basta Roncesvalles.
¡Vaya y que Dios la guíe por montes y, por valles!
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4Ver Alfonso Reyes, “La Garza Montesina”, en Capítulos de Literatura Española, segunda serie, México: El Colegio de México, 1945, pp. 91-99.
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