Álex Chico - Un final para Benjamin Walter

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En septiembre de 1940, un grupo de refugiados abandona Francia por un paso clandestino de los Pirineos. Esperan atravesar España y seguir su ruta hacia América, huyendo de la barbarie que se había apoderado de Europa. Su primera parada es un pequeño pueblo fronterizo, Portbou, una bahía perdida entre collados y senderos, y un lugar clave en la larga marcha del exilio. Sin embargo, no todos consiguen continuar su camino. Uno de ellos, un apátrida sin nacionalidad al que las autoridades españolas rebautizan como Benjamin Walter, aparece muerto unas horas más tarde. Setenta y cuatro años después, el narrador de esta historia decide viajar a Portbou con el propósito de averiguar qué pasó durante las últimas horas de Walter Benjamin. No obstante, su investigación inicial se va ramificando y deja paso a nuevas cuestiones que afectan a ese ensimismado pueblo fronterizo y a los sucesos que han ocurrido allí desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. A medio camino entre el ensayo, la novela, el diario o la crónica de viajes,
Un final para Benjamin Walter propone una lectura en dos direcciones, de Portbou a Walter Benjamin y viceversa, así como una melancólica reflexión sobre el pasado que interroga al presente y sobre el difícil arte de sobrevivir.

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Por eso no esperé mucho tiempo en volver a la estación internacional de ferrocarril. Lo hice poco después de que Teresa me hablara de ella. Subí a la estación directamente, sin detenerme en otros lugares más próximos a la oficina de turismo y sin hacer una parada en algún café a mitad de camino. Teresa me había prestado un libro sobre la historia de Portbou y me había marcado el capítulo en el que se explicaba el origen de la estación. Quise leerlo antes de subir. El capítulo era muy breve, como todo el libro. Apenas llegaba a las cien páginas. Además, casi un tercio lo ocupaban fotografías antiguas, al lado de algunas tomadas en fechas más recientes que servían de contraste para que el lector fuera capaz de advertir la prosperidad del pueblo. Como si unas cuantas fotos lograran sustituir la imagen real que teníamos delante, sin la impostura de la cámara.

La estación me parecía la misma que el día de mi llegada. Aunque la visitara en horas distintas, diría que siempre me resultó idéntica. La misma luz, la escasa claridad que se filtraba desde el exterior, el mismo ajetreo. Una atmósfera semejante la cruzaba de uno a otro extremo, más allá del momento exacto en que me encontrara. El techo acristalado, lleno de arcos, con una compleja red de hierros entrecruzados, me recordaba a un laberinto del que parece imposible escapar. Su estructura abovedada, sus innumerables puertas que se alargaban hasta perderlas de vista, su forma de desplegarse como un túnel perforado en mitad de una montaña, todo eso me generaba una sensación de atemporalidad, como si nada de lo que allí sucediera fuera completamente real.

El reloj que sobresalía de la pared se había detenido a las cuatro. Tengo anotada la hora en la libreta, las doce en punto, pero el reloj no se movía de las cuatro, ni el primer día que subí, ni los días sucesivos en los que me acercaba tan solo para comprobar si lo habían ajustado a su hora exacta. Verlo así, detenido, me hizo recordar un viaje a Kalavrita, un pueblo situado en el norte del Peloponeso. También allí había un reloj que se había detenido, a las dos y treinta y cuatro exactamente. Una hora que se quedó marcada para siempre en la torre y que, al mirarlo, nos hace retroceder al momento en que el edificio fue incendiado. El reloj funciona como el recordatorio de uno de los sucesos más terribles de la Segunda Guerra Mundial: el 13 de diciembre de 1943, una parte de la población de Kalavrita fue masacrada por el ejército nazi.

Es el mismo reloj, pienso ahora, aunque en uno exista una voluntad por detener el tiempo y en el otro no sea más que un simple fallo mecánico. Es el mismo porque ambos relojes, fijados en horas distintas, nos hablan del pasado. Por mucho que pretendan abolirlo, su presente estará siempre marcado por un intervalo concreto. Un tiempo que al detenerse también nos detiene, mientras hace perdurar en nosotros una hora lejana en la que anida alguna respuesta. Son esas huellas que adoptan una apariencia de proximidad, esos rastros casi imperceptibles, los que nos ayudan a destilar lo que tenemos delante y nos explican a su manera lo que ha sucedido. El que cruza la estación de Portbou sabe que en ella hay algo que no calla, un silencio que reclama el nombre de lo que vivió allí, lo que perdura en ese lugar a pesar de los años, como un río subterráneo que necesita otro badén antes de que se desborde todo el caudal de agua. Una corriente oculta que agrieta el suelo lentamente, mientras lucha por emerger de nuevo. Su amenaza es la misma que la memoria. En ella también hay recuerdos que nos asaltan sin previo aviso, aunque los creyéramos olvidados en el fondo de un lago.

Quien camina de un lado a otro de la estación de ferrocarril sabe que alguien le persigue y que esa persecución no concluirá nunca, a menos que sea capaz de atravesar algún túnel y consiga abandonar el pueblo. Una sensación de clandestinidad que se filtra en cada uno de los rincones, en cada una de las calles y vías, como si todo formara parte de una terrible amenaza. Como si, en lugar de simples viajeros, fuéramos prófugos que intentan huir de un gran ejército que lleva tiempo siguiéndonos los pasos.

Tal vez haya un exceso de imaginación en todo esto, una acumulación de libros leídos y de películas, imágenes previas de las que resulta imposible sustraerse. Una asociación de ideas que solo adquiere una dimensión lógica dentro de nosotros. Quizás no haya nadie tan preocupado por estas cuestiones mientras baja del tren y cambia de vías. O vuelve al pueblo desde Barcelona. Posiblemente yo fuera el único al que le asaltaran ese tipo de dudas, de sospechas. Imagino que los habitantes de Portbou tienen tan interiorizado ese trayecto que apenas signifique nada estar dentro de una estación como esa. Un lugar de tránsito, poco más. Tal vez no deba sorprenderme esa situación. Al fin y al cabo, fui a Portbou buscando a alguien que estaba siendo perseguido por un ejército. Por eso no es tan extraño que yo, en ese lugar y a esa hora, también me sintiera amenazado. A veces resulta extremadamente complicado liberarse de todas las fases previas, de todo lo que nos han narrado y de las imágenes que habíamos visualizado antes de encontrarnos frente a ellas.

En ese lugar yo también era Hannah Arendt, Agustí Centelles o Alma Mahler. Y era, también, Walter Benjamin.

VI

Recordé una frase de W. G. Sebald mientras leía el capítulo que me había señalado Teresa. Estaba sentado en el Zambile, un bar que encontré a pocos pasos de la estación. En frente de la terraza, un estanco frecuentado por bastantes clientes, sobre todo franceses que bajaban a Portbou a comprar cajetillas de tabaco.

Me había pedido un café y tenía abierto uno de los cuadernos, por si tenía que apuntar alguna cosa. La frase de Sebald que anoté era esta: a partir de cierto tamaño, todos los edificios llevan el germen de su propia destrucción. Eso es lo que pensé cuando levantaba la vista y veía la estación internacional de ferrocarril. Una construcción desproporcionada, demasiado grande para un lugar tan pequeño, al menos si tenemos en cuenta el número de viajeros que la usan. Los habitantes de Portbou emplean una frase que describe perfectamente las enormes dimensiones de una instalación como esa. Portbou, dicen, no es un pueblo que tenga una estación, sino al revés: es la estación la que tiene un pueblo construido a su alrededor.

Puede que durante los primeros años de funcionamiento su actividad fuera mucho más frenética de lo que es hoy. No lo sé. Su condición fronteriza o su proximidad con la costa pudieron ser dos de los estímulos que llevaron a construir algo de esas proporciones, porque si observamos la estación desde alguna colina próxima, descubrimos una mole enorme, pesada, un extenso mar de vías y de edificios más impactantes incluso que la orografía del territorio en el que se encuentra.

A partir de cierto tamaño todos los edificios guardan el germen de su destrucción. De esta manera podemos resumir el inicio de esta historia. Portbou podía haber sido una pequeña ensenada con barracas de pescadores, pero algo sucedió para que se trasformara en un lugar distinto. Así se iniciaba también una extraña paradoja: el comienzo de su construcción estaba anticipando su propio final.

VII

Según el libro que me prestó Teresa, la estación fue construida originalmente en 1878, gracias a la Compañía de los Ferrocarriles de Tarragona a Barcelona y Francia, fusionada más tarde con la red Madrid-Zaragoza-Alicante. En alguna otra parte tenía anotada otra fecha para el inicio de la construcción: 1872. No recuerdo si es algo que leí o que me explicaron. Tampoco he podido confirmarlo. En todo caso, hablamos del último tercio de un siglo tan apasionante y tan convulso como debió de ser el XIX. La estación fue inaugurada en 1878, aunque posiblemente fuera distinta a la que conocemos en la actualidad, más parecida a otras construcciones del estilo, como la Estació de França en Barcelona o la de São Bento en Oporto.

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