Los efectos de esta “vieja” arquitectura institucional en la integración y mejoramiento del sistema de educación superior han sido vagos e imprecisos. Hoy tenemos un panorama de claroscuros, poblado de algunos logros, muchos déficits y grandes zonas de incertidumbre, que configuran una buena colección de paradojas y sinsentidos antisistémicos. Experimentamos un lento crecimiento de la cobertura educativa a pesar de la considerable expansión de la matrícula y la proliferación de instituciones y establecimientos de educación superior, públicos y privados. Las tasas de rechazo en el acceso a la educación superior son directamente proporcionales a la expansión de un mercado privado subregulado, de calidad dudosa, donde la autoridad educativa es sólo parte del paisaje. Se ha incrementado el papel proveedor y supervisor de las políticas federales, debilitando la autonomía de las universidades públicas, pero incrementando el papel y peso de los ejecutivos estatales. El financiamiento público es irregular, incierto y condicionado, y las labores de investigación y docencia se desarrollan en entornos institucionales donde el envejecimiento acelerado de la planta académica amenaza la sustentabilidad del desarrollo científico y de la enseñanza.
En estas condiciones, una nueva arquitectura para la educación superior implica, más que crear una nueva institucionalidad que de manera potencial se traduzca en una mayor burocratización, en “pensar institucionalmente”, es decir, mejorar la gestión, las capacidades de coordinación y los compromisos de los actores estratégicos de la educación superior. Y eso significa crear nuevas bases para la confianza en la autonomía de las instituciones universitarias públicas, en las que las políticas públicas favorezcan la construcción de relaciones de confianza y reciprocidad entre autoridades y comunidades universitarias. Muchos años de abandono están detrás del deterioro y la degradación del sentido institucional de la educación superior, ese que tiene que ver con el compromiso con el desarrollo académico, con el buen mantenimiento de las instalaciones, con el correcto funcionamiento administrativo de las universidades. La competencia entre los individuos por los estímulos académicos, la conquista de posiciones de dirección y burocráticas que compensen los pobres salarios base de los profesores e investigadores, las dificultades de alcanzar edades de jubilación en condiciones dignas, han erosionado las bases mismas de la confianza institucional.
En el umbral de la alternancia política mexicana, en la cual un nuevo gobierno y un viejo partido representan el retorno de un oficialismo que se anuncia a sí mismo como diferente al que solía ser, la propuesta de ANUIES puede ser un buen insumo para que los arquitectos, políticos e ingenieros de la educación superior (y los indispensables supervisores, plomeros y albañiles que se necesitan), discutan y decidan sobre qué tipo de políticas y qué tipo de estatalidad es necesaria para cambiar un paradigma de políticas federales que, más que en estado crítico, parece envejecido y agotado, caminando en círculos sobre sus propios pasos, generando prácticas de simulación, de irrelevancia y desinterés por los asuntos torales de la educación superior mexicana.
2 Campus Milenio , 27 de septiembre de 2012.
Rectores3
Como es de dominio público, en la Universidad de Guadalajara se ha desarrollado en las últimas semanas el proceso de elección del rector general para el periodo 2013-2019. Hoy mismo (31 de enero), sabremos quién será el nuevo rector, luego de que el Consejo General Universitario decida por mayoría cuál de los cuatro candidatos registrados ocupará el máximo puesto de la representación universitaria.
La elección de un rector es siempre un proceso complicado y potencialmente conflictivo. Entre las 36 universidades públicas del país prevalecen en términos generales tres tipos de procedimientos electorales: a) los que son designados por una Junta de Gobierno; b) Los que son electos mediante procesos de votación universal de todos los miembros de las comunidades universitarias; y c) los que son electos mediante votación de Consejos Universitarios, en los cuales están representados los diversos sectores de la universidad. Cada proceso encierra su complejidad, sus insuficiencias y sus riesgos, y cada universidad desarrolla estilos de gestión política para asegurar la legitimidad, la eficiencia y la estabilidad de sus reglas y decisiones.
En el caso de la UdeG la decisión descansa en este último modelo. Luego de pasar de un procedimiento no autónomo (o semiautónomo) de decisión, en la que el gobernador en turno designaba al rector a propuesta de una terna electa por el consejo universitario —cosa que ocurrió desde 1925 hasta 1989— pasamos a la plena autonomía para que los universitarios elijan a su rector mediante los procedimientos acordados por la propia comunidad universitaria. Con la ley orgánica aprobada en 1994, la decisión recae en el Consejo General Universitario, a través de una Comisión Especial Electoral. El actual sería el cuarto proceso rectoral que transcurre mediante las reglas acordadas en la reforma universitaria del 94.
Hay, por supuesto, una intensa actividad política antes, durante y después de la elección en la UdeG, que obedece a los códigos propios de la política general: hay acuerdos, negociación, conflictos, competencia por recursos y votos de los consejeros. Hay también un esquema general de distribución del poder institucional que explica el procedimiento universitario, en el cual los actores institucionales, formales y fácticos, académicos y no académicos, intervienen en las decisiones de votos y candidatos. Como en toda universidad pública, hay redes y corrientes que se mueven en la búsqueda de consensos, de estrategias para sumar apoyos, de presiones por colocar o mantener sus intereses y agendas en el horizonte institucional. Hay también quienes descalifican el proceso, los que critican el esquema del poder institucional, los que desconfían de las reglas y hasta maldicen a los liderazgos, a los grupos y al status quo universitario.
Dichos comportamientos muestran la complejidad de las relaciones políticas entre universitarios. Hemos visto en estos días discursos incendiarios, activismos abiertos o discretos, retórica de coyuntura para favorecer a tal o cual candidato, proyectos, grandes emociones y pensamientos imperfectos (para decirlo con las licencias novelísticas del profesor Rubem Fonseca). Hay comportamientos lisonjeros, simpatías legítimas, lealtades a prueba, clientelismos y corporativismos viejos y nuevos, de distinto calibre y perfil. Hay también un silencio cósmico en muchos sectores universitarios dominados por la indiferencia, la apatía o el aburrimiento con todo lo que tenga que ver con la política universitaria, como suele ocurrir con la política en general. Pero hay que recordar que la política práctica, aquí, en Harvard o en la UNAM, es un asunto de elites, un tema que concierne a un puñado de interesados que aspiran a representar a sus comunidades. Esa es, quizá, la virtud, o la limitación, de todos los procesos electorales: no involucran a todos, expresan la acumulación de intereses en grupos y personas específicas, articulan la representación de ideas, creencias y aspiraciones de ciertos sectores en ciertos momentos.
Ello no obstante, en la universidad existen asuntos generales, sustantivos, en las que el gobierno universitario debe tener proyectos, ideas y compromisos más o menos claros. Los candidatos a representar a la universidad han planteado ya varios de ellos, muchos temas académicos, otros administrativos, algunos más culturales, muchos presupuestales, otros, por supuesto, estrictamente políticos. Pero las universidades de hoy —luego de muchos años de políticas federales concentradas en ligar evaluación, calidad y desempeño— han vuelto a nuestras instituciones organizaciones esquizofrénicas: tiene que hacer docencia, investigación, extensión y difusión, pero también rendir cuentas, exhibir indicadores y reconocimientos en las vitrinas institucionales, procurar buenas relaciones con los poderes públicos y, además, mantener la estabilidad de sus instituciones. Son espacios sobrecargados de exigencias sociales, económicas, políticas y culturales. Hay también zonas oscuras y brillantes, liderazgos académicos probados, procesos discretos de trabajo docente cotidiano, junto a frustraciones, envidias y rencores acumulados por diversas zonas de una comunidad de más de 235 mil estudiantes, donde laboran más de 15 mil profesores e investigadores y casi 9 mil 500 trabajadores administrativos y de servicio.
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