Eduardo Devés - Los que van a morir te saludan

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Este libro es un relato detallado de este suceso: el origen, el fulgor y la sangrienta represión de la gran huelga salitrera de 1907; la realidad que vivían los obreros, el desarrollo de la huelga, la agitación en la pampa, la dignidad popular.

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Es verdadero, sin embargo, que la historiografía se inició como quehacer en el explícito afán de ser útil para la acción; explícito afán por conocer el pasado con el fin de saber cómo actuar en el presente o en el futuro; explícito afán por comprender los sucesos memorables para que hombres ilustres pudieran, a su vez, llevar a cabo hechos todavía más dignos de ser recordados. Es esa la pretensión de la magistra vitae .

No es menos cierto, como contrapartida, que la historiografía no ha logrado establecer conexiones técnicas, operativas, entre el saber y la acción como con tanto éxito lo ha hecho la psicología, por ejemplo. Se impone entonces la pregunta de cuál es la manera en que se interconectan historiografía y acción, y en seguida, a qué sentido puede afirmarse que la historiografía presta alguna utilidad.

La mediatización entre ambas dimensiones no puede ser sino a través de la conciencia, como toda relación entre saber y hacer. Pero de qué modo se produce esta mediatización; porque lo que parece evidente es que leer un texto de historiografía no es lo mismo que leer una guía turística o un folleto para manejar bulldozers ; parece evidente que la historiografía no puede leerse como manual de instrucciones. A pesar que la mediación entre las instrucciones entregadas en un manual y el bien operar una máquina también se dan a través de la conciencia, conciencia que debe producir una cierta adecuación entre la instrucción y la acción. Pero si el texto de historiografía no es un recetario y si la existencia humana o la acción humana en general no es un simple operar artefactos, cómo se produce entonces la mediación entre ambas dimensiones, de qué modo la conciencia aprehende la historiografía, de qué modo la procesa y de qué modo la traspasa al actuar.

El manual es un recetario. El texto historiográfico es un discurso que informa, provoca, cuestiona, entrega referentes, muestra comportamientos, elucida mecanismos, etc., pero en ningún caso puede indicar al lector cuál es su deber o cuál es el proceder más eficiente. Es un discurso que nos entrega la imagen de otros hombres: cosas que hicieron, formas de hacerlas, evoluciones, empresas, caminos. Nos muestra la imagen de otro ser humano y en cierta forma nos hace mirarnos ante un espejo.

El saber historiográfico sólo podría operar como lo hacen las ciencias naturales más clásicas si pudieran aislarse suficientemente determinados elementos para poder «experimentar» con ellos, sin que influyeran factores diversionistas. Esto casi nunca puede hacerse y ello entre otras cosas por la capacidad de rebelión consciente del mismo ser humano; este, como objeto de experimentación, puede echar a perder cualquier estudio que se esté realizando, en la medida que opte por cambiar sus reacciones. Cualquier situación histórica es, en sentido estricto, irrepetible; por eso la historiografía no puede ser magistra vitae , sino haciendo algunas epojés .

Sin embargo, lo que hace posible la acción o la interacción entre seres humanos es la existencia de constancias y regularidades. Los seres humanos no son pura libertad o indeterminación ejercida continuamente. Y es porque en gran medida son «estáticos» o en movimiento «rectilíneo y uniforme» o en «aceleración regular», que es posible el conocimiento y la interacción. De este modo, la historiografía se hace necesaria, primero, en la medida que nos muestra cómo otros hombres se han comportado en otras situaciones que, o bien pueden en grado importante repetirse, o en todo caso representan una manifestación de la condición humana. Es decir, llevando las cosas al límite, podría confeccionarse un listado tan acabado de acciones memorables, con tal cúmulo de variables y combinaciones, que fuera de gran utilidad para resolver gran cantidad de situaciones de manera casi mecánica. Imagino que este será un ideal muy querido por la tecnocracia y los gobiernos dictatoriales, lo cual no pretendo desprestigiarlo, pues no por eso deja de ser un gran logro de la ciencia y la técnica. En todo caso, el conocimiento de la condición humana, de su profundidad, de su «totalidad», de sus constantes y de sus evoluciones a lo largo de los siglos, entrega un saber que no es exactamente del tipo instrumental como aquel del que acabamos de hablar, aunque también puede orientarse en ese sentido. No es que el utilitario sea dominador y este otro sea liberador. Este, sin embargo, tiene por fin no el recetario sino el orientar una existencia, no el sentido de «resolver» situaciones solamente, sino que permitir una vida feliz. Es una sabiduría. Se trata de transformar la información ya no en recetario sino más bien en sabiduría prudencial. No es la intención del técnico que desea resolver problemas de la realidad, manipular hechos, dominar cosas. Es más bien la del ser humano que quiere aprender a vivir.

Se hace necesaria la historiografía también en la medida que sus informaciones pueden constituirse en base de un proceso de reflexión que permita una mayor plenitud al ser humano. Esto, pues contribuye a relativizar toda forma de existencia dada: todo complejo, toda injusticia.

Tercera parte

VIII. Para qué ocuparse de una masacre

Para qué ocuparse de una masacre. ¿No hay ya muerte suficiente en la realidad para que los libros deban también empaparse de ella? ¿No corrió bastante sangre en los patios, aulas y pasillos de la Escuela Domingo Santa María y en todas las calles del mundo? ¿Para qué vengarnos a manchar también de rojo los escritos? ¿No sería mejor narrar la historia de la belleza: la historia de la pintura o de la música o de las mujeres? Y todo esto no por un afán malintencionado de ocultar u olvidar, sino por un sano espíritu de compensación: defenderse de la fealdad de las cosas con la belleza de los libros. En definitiva, para qué autoflagelarse con más muerte. Hagamos mejor la historiografía de la vida y del amor. Otros más lanzados irán todavía más allá: no hagamos historiografía en absoluto, hagamos el amor y la vida simplemente, no sublimemos en la mente lo que debemos llevar a cabo en las cosas.

Bueno, lectores, difícil sería no estar grosso modo de acuerdo con todo eso. Pero tampoco se olviden que el 21 de diciembre de 1907 en Iquique se escribió en pequeño, con un pantógrafo defectuoso, lo que aparecería impreso en grandes letras que horrorizarían al mundo, en este largo y angosto lienzo, la mañana del 11 de septiembre de 1973. Más o menos los mismos contendientes, más o menos el mismo resultado, más o menos las mismas muertes, más o menos la misma vergüenza, pero ahora todo a escala gigantesca.

IX. El sentido del concepto ciencia en Chile

Constatar que, en el último siglo, en Chile, tanto como fruto del extendido positivismo como del extendido marxismo, se ha realizado una sinonimia entre «ciencia» y «verdad», parece una cuestión interesante. La oposición a la metafísica y a la superstición, primero, y a la ideología, después, constituyeron a la palabra «ciencia» en una voz nimbada de un elemento sacro, mítico y legitimador. Autodesignarse como parte de la ciencia o de lo científico se hizo idéntico a considerarse como parte de los buenos y de los ilustrados.

Es cierto que en el último decenio, en que el escepticismo ha ido ganando terreno, hablar de ciencia –especialmente en las disciplinas sociales– ha ido teniendo ya diferentes connotaciones: primero se ha dudado, luego se ha mirado como a un ingenuo, por último algunos han considerado como digno de compasión a quien se ha permitido usar esa palabra arcaica, resabio de tiempos quizás más jóvenes y felices, en todo caso menos cuerdos y resignados. Hoy por hoy es palabra muy peliaguda; quien diga «ciencia» puede pasar al mismo tiempo por incauto y por dogmático; una y otra cosa, porque se sigue pensando que cuando alguien usa el término está queriendo decir «verdad indiscutible».

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