Arthur Conan Doyle - Las aventuras de Sherlock Holmes

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Las aventuras de Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective excéntrico, favorito de todos, vuelve en este nuevo compendio de aventuras misceláneas y misterios por resolver. Junto a su fiel amigo, y quizás el único, el Dr. Watson, quien se dedica a narrar estos inusuales casos, se encamina por toda Inglaterra para resolver, con sus métodos no convencionales, los misterios más extraños que llegan a la puerta de su casa, en la famosa Baker Street. Las aventuras de Sherlock Holmes, con las exquisitas palabras de Arthur Conan Doyle, te dejarán en un nivel de suspenso tan alto, que te será imposible dejar de lado a este perspicaz inglés.

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—Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?

—No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.

—¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?

—¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?

—Bien. ¿Y lo de China?

—El pez que lleva usted tatuado, justo encima de la muñeca derecha, sólo se ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.

El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.

—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.

—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?

—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor.

Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:

“A la liga de los pelirrojos. —Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas de la Liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street”.

—¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber leído dos veces el extravagante anuncio.

Holmes se rió por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba de buen humor.

—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenoslo todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.

—Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente dos meses.

—Muy bien. Vamos, señor Wilson.

—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson secándose la frente—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener dos empleados, pero ahora sólo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga, mientras aprende el oficio.

—¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock Holmes.

—Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta difícil calcular su edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?

—Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante o su anuncio.

—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Jamás he visto a nadie tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando instantáneas cuando debería estar cultivando la mente, y luego zambulléndose en el sótano como un conejo en su madriguera para revelar las fotos. Ese es su principal defecto; pero en conjunto es un buen trabajador. Y no tiene vicios.

—Todavía sigue con usted, supongo.

—Sí, señor. Él y una chica de catorce años, que cocina un poco y se encarga de la limpieza. Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy viudo y no tengo más familia. Los tres llevamos una vida muy tranquila, sí señor, y nos dábamos por satisfechos con tener un techo bajo el que cobijarnos y pagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos sacó de nuestras casillas. Hace justo ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina con este mismo periódico en la mano diciendo:

“—¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo!

“—¿Y eso porqué? —pregunté yo.

“—Mire —dijo—: hay otra plaza vacante en la Liga de los Pelirrojos. Eso significa una pequeña fortuna para el que pueda conseguirla, y tengo entendido que hay más plazas vacantes que personas para ocuparlas, de manera que los albaceas andan como locos sin saber qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiara de color, este puestecillo me vendría a la medida.

“—Pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá usted, señor Spaulding, yo soy un hombre muy casero y como mi negocio viene a mí, en lugar de tener que ir yo a él, muchas veces pasan semanas sin que ponga los pies más allá del felpudo de la puerta. Por eso no estoy muy enterado de lo que ocurre por ahí fuera y siempre me agrada recibir noticias.

“—¿Es que nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos? —preguntó Spaulding, abriendo mucho los ojos.

“—Nunca.

“—¡Caramba, me sorprende mucho, ya que usted podría optar perfectamente a una de las plazas!

“—¿Y qué sacaría con ello?

“—Bueno, nada más que un par de cientos al año, pero el trabajo es mínimo y apenas interfiere con las demás ocupaciones que uno tenga.

“Como podrá imaginar, aquello me hizo estirar las orejas, pues el negocio no marchaba demasiado bien en los últimos años, y doscientas libras de más me habrían venido muy bien.

“—Cuénteme todo lo que sepa —le dije.

“—Bueno —dijo, enseñándome el anuncio—, como puede ver, existe una vacante en la Liga y aquí está la dirección en la que deben presentarse los aspirantes. Por lo que yo sé, la Liga fue fundada por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, un tipo bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por todos los pelirrojos, de manera que cuando murió se supo que había dejado toda su enorme fortuna en manos de unos albaceas, con instrucciones de que invirtieran los intereses en proporcionar empleos cómodos a personas con dicho color de pelo. Según he oído, la paga es espléndida y apenas hay que hacer nada.

“—Pero tiene que haber millones de pelirrojos que soliciten un puesto de esos —dije yo.

“—Menos de los que usted cree —respondió—. Verá, la oferta está limitada a los londinenses mayores de edad. Este americano procedía de Londres, de donde salió siendo joven, y quiso hacer algo por su vieja ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si uno tiene el pelo rojo claro o rojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojo intenso y brillante como el fuego. Pero si usted se presentara, señor Wilson, le aceptarían de inmediato. Aunque quizá no valga la pena que se tome esa molestia sólo por unos pocos cientos de libras.

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