Arthur Conan Doyle - Las aventuras de Sherlock Holmes

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Las aventuras de Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective excéntrico, favorito de todos, vuelve en este nuevo compendio de aventuras misceláneas y misterios por resolver. Junto a su fiel amigo, y quizás el único, el Dr. Watson, quien se dedica a narrar estos inusuales casos, se encamina por toda Inglaterra para resolver, con sus métodos no convencionales, los misterios más extraños que llegan a la puerta de su casa, en la famosa Baker Street. Las aventuras de Sherlock Holmes, con las exquisitas palabras de Arthur Conan Doyle, te dejarán en un nivel de suspenso tan alto, que te será imposible dejar de lado a este perspicaz inglés.

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—¿He de permanecer al margen?

—No debe hacer nada en absoluto. Probablemente se producirá algún pequeño alboroto. No intervenga. El resultado será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá la ventana de la sala de estar. Usted se situará cerca de esa ventana abierta.

—Sí.

—Tiene usted que fijarse en mí, que estaré al alcance de su vista.

—Sí.

—Y cuando yo levante la mano, así, arrojará usted al interior de la habitación una cosa que le voy a dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de “¡Fuego!”. ¿Me sigue?

—Perfectamente.

—No es nada especialmente terrible —dijo, sacando del bolsillo un cilindro en forma de cigarro—. Es un cohete de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando empiece a gritar “¡fuego!”, mucha gente lo repetirá. Entonces, usted se dirigirá al extremo de la calle, donde yo me reuniré con usted al cabo de diez minutos. Espero haberme explicado bien.

—Tengo que mantenerme al margen, acercarme a la ventana, fijarme en usted, aguardar la señal y arrojar este objeto, gritar “¡Fuego!”, y esperarle en la esquina de la calle.

—Exactamente. —Entonces, puede usted confiar plenamente en mí. —Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo papel que he de representar. Desapareció en su dormitorio, para regresar a los cinco minutos con la apariencia de un afable y sencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones con rodilleras, su chalina blanca, su sonrisa simpática y su aire general de curiosidad inquisitiva y benévola, no podrían haber sido igualados más que por el mismísimo John Hare. Holmes no se limitaba a cambiarse de ropa; su expresión, su forma de actuar, su misma alma, parecían cambiar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un magnífico actor y la ciencia un agudo pensador cuando Holmes decidió especializarse en el delito.

Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y todavía faltaban diez minutos para las siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Ya oscurecía, y las farolas se iban encendiendo mientras nosotros andábamos calle arriba y calle abajo frente a la villa Briony, aguardando la llegada de su inquilina. La casa era tal como yo la había imaginado por la sucinta descripción de Sherlock Holmes, pero el vecindario parecía menos solitario de lo que había esperado. Por el contrario, para tratarse de una calle pequeña en un barrio tranquilo, se encontraba de lo más animada. Había un grupo de hombres mal vestidos fumando y riendo en una esquina, un afilador con su rueda, dos guardias reales galanteando a una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que paseaban de un lado a otro con cigarros en la boca.

—¿Sabe? —comentó Holmes mientras deambulábamos frente a la casa—. Este matrimonio simplifica bastante las cosas. Ahora la fotografía se ha convertido en un arma de doble filo. Lo más probable es que ella tenga tan pocas ganas de que la vea el señor Godfrey Norton, como nuestro cliente de que llegue a ojos de su princesa. Ahora la cuestión es: ¿dónde vamos a encontrar la fotografía?

—Eso. ¿Dónde?

—Es muy improbable que ella la lleve encima. El formato es demasiado grande como para que se pueda ocultar bien en un vestido de mujer. Sabe que el rey es capaz de hacer que la asalten y registren. Ya se ha intentado algo parecido dos veces. Debemos suponer, pues, que no la lleva encima.

—Entonces, ¿dónde?

—Su banquero o su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino a pensar que ninguno de los dos la tiene. Las mujeres son, por naturaleza, muy dadas a los secretos, y les gusta encargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué habría de ponerla en manos de otra persona? Puede fiarse de sí misma, pero no sabe qué presiones indirectas o políticas pueden ejercerse sobre un hombre de negocios. Además, recuerde que tiene pensado utilizarla dentro de unos días. Tiene que tenerla al alcance de la mano. Tiene que estar en la casa.

—Pero la han registrado dos veces. —¡Bah! No sabían buscar. —¿Y cómo buscará usted? —Yo no buscaré.

—¿Entonces...? —Haré que ella me lo indique. —Pero se negará. —No podrá hacerlo. Pero oigo un ruido de ruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis órdenes al pie de la letra. Mientras hablaba, el fulgor de las luces laterales de un coche

asomó por la curva de la avenida. Era un pequeño y elegante landó que avanzó traqueteando hasta la puerta de la villa Briony. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados de la esquina se lanzó como un rayo a abrir la puerta, con la esperanza de ganarse un penique, pero fue desplazado de un codazo por otro desocupado que se había precipitado con la misma intención. Se entabló una feroz disputa, a la que se unieron los dos guardias reales, que se pusieron de parte de uno de los desocupados, y el afilador, que defendía con igual vehemencia al bando contrario. Alguien recibió un golpe y, en un instante, la dama, que se había apeado del carruaje, se encontró en el centro de un pequeño grupo de acalorados combatientes, que se golpeaban ferozmente con puños y bastones. Holmes se abalanzó entre ellos para proteger a la dama pero, justo cuando llegaba a su lado, soltó un grito y cayó al suelo, con la sangre corriéndole abundantemente por el rostro. Al verlo caer, los guardias salieron corriendo en una dirección y los desocupados en otra, mientras unas cuantas personas bien vestidas, que habían presenciado la reyerta sin tomar parte en ella, se agolpaban para ayudar a la señora y atender al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, había subido a toda prisa los escalones; pero en lo alto se detuvo, con su espléndida figura recortada contra las luces de la sala, volviéndose a mirar hacia la calle.

—¿Está malherido ese pobre caballero? —preguntó. —Está muerto —exclamaron varias voces. —No, no, todavía le queda algo de vida —gritó otra—. Pero habrá muerto antes de poder llevarlo al hospital. —Es un valiente —dijo una mujer—. De no ser por él le habrían

quitado el bolso y el reloj a esta señora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira!

—No puede quedarse tirado en la calle. ¿Podemos meterlo en la casa, señora?

—Claro. Tráiganlo a la sala de estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí, por favor.

Lenta y solemnemente fue introducido en la residencia Briony y acostado en el salón principal, mientras yo seguía observando el curso de los acontecimientos desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las lámparas, pero sin correr las cortinas, de manera que podía ver a Holmes tendido en el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentía algún tipo de remordimiento por el papel que estaba representando, pero sí sé que yo nunca me sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a la hermosa criatura contra la que estaba conspirando, y la gracia y amabilidad con que atendía al herido. Y sin embargo, abandonar en aquel punto la tarea que Holmes me había confiado habría sido una traición de lo más abyecto. Así pues, hice de tripas corazón y saqué el cohete de humo de debajo de mi impermeable. Al fin y al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Sólo vamos a impedirle que haga daño a otro.

Holmes se había sentado en el diván, y le vi moverse como si le faltara aire. Una doncella se apresuró a abrir la ventana. En aquel preciso instante le vi levantar la mano y, obedeciendo su señal, arrojé el cohete dentro de la habitación mientras gritaba: “¡Fuego!”. Apenas había salido la palabra de mis labios cuando toda la multitud de espectadores, bien y mal vestidos —caballeros, mozos de cuadra y criadas—, se unió en un clamor general de “¡Fuego!”. Espesas nubes de humo se extendieron por la habitación y salieron por la ventana abierta. Pude entrever figuras que corrían y, un momento después, oí la voz de Holmes dentro de la casa, asegurando que se trataba de una falsa alarma. Deslizándome entre la vociferante multitud, llegué hasta la esquina de la calle y a los diez minutos tuve la alegría de sentir el brazo de mi amigo sobre el mío y de alejarme de la escena del tumulto. Holmes caminó de prisa y en silencio durante unos pocos minutos, hasta que nos metimos por una de las calles tranquilas que llevan hacia Edgware Road.

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