Ana Luísa Amaral - El heroísmo épico en clave de mujer

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Los veinte ensayos que aquí se presentan, claros ejemplos del dinamismo y la vitalidad de la épica en nuestra época, proponen una reflexión epistemológica transdisciplinaria sobre la heroicidad en tanto que categoría estética resignificada al vincularse a poemas extensos y géneros como la narrativa y el teatro escritos por mujeres en clave épica. La voluntad que los une es la de ostentar el doble principio heurístico —la épica y la perspectiva de género1— como base para enfocar las producciones épicas de la contemporaneidad a partir de la noción central de heroicidad, al modo en que la exponen las mexicanas Elena Poniatowska (Hasta no verte Jesús mío, 1969), Carmen Boullosa (La otra mano de Lepanto, 2005), Carmen Villoro (Espiga antes del viento, 2011), Ana García Bergua (Isla de bobos, 2007), Rosa Beltrán (La corte de los ilusos, 1995) y Silvia Peláez (El guayabo peludo, 1996)2; la colombiana Olga Elena Mattei (Las voces de la clepsidra, 2015); la chilena Gabriela Mistral (Poema de Chile,1967); las guatemaltecas Luz Méndez de la Vega (Eva sin Dios, 1979), Margarita Carrera (Poemas de sangre y alba, 1969) y Ana María Rodas (El fin de los mitos
y los sueños, 1984); las costarricenses Eunice Odio (Tránsito de fuego, 1957), Julieta Dobles (Los delitos de Pandora, 1987) y Carmen Naranjo (Mi Guerrilla, 1977); la salvadoreña Claribel Alegría (Luisa en el país de la realidad,1997); la hondureña Amanda Castro (Onironautas, 2001); la portuguesa Ana Luísa Amaral (Epopeias, 1994); la española Olvido García Valdés (Esta polilla que delante de mí revolotea. Poesía reunida 1982-2008); las brasileñas Cecília Meireles (Romanceiro da Inconfidência, 1989) y Rachel de Queiroz (Memorial de Maria Moura, 1992), y la norteamericana Kathy Acker (Don Quixote, which was a dream, 1986).

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En torno a su figura cada vez más esmirriada empezó a revolotear un médico de “allá de la otra cuadra” que no se rasuraba, ni se fajaba el pantalón, la boca blanca y fofa, los labios perpetuamente ensalivados. Apenas recuperó un poco de fuerza, Jesusa dejó de hablar y cuando el médico hacía su aparición cerraba los ojos a piedra y lodo. No los volvió a abrir. Ya no tenía nada que ver con la tierra, ya no quería tener que ver con nosotros, ni con nuestros ojos voraces, ni con nuestras manos ávidas, ni con nuestro calor pegajoso, ni con nuestras trampas, ni con nuestras mentes partidas como nueces, nuestra solicitud de pacotilla. Que nos fuéramos a la chingada, como ella se estaba yendo, ahora que cada segundo la sumía más dentro del colchón a ras del suelo, antecesor de su cajón de muertos.

Apenas si medía uno cincuenta y los años la fueron empequeñeciendo, encorvándole los hombros, arrancándole a puñados su hermoso pelo, aquel que hacía que los muchachos de la tropa la llamaran la Reina Xóchitl. Lo que más le dolía era perder sus dos trenzas chincolas y cuando iba al centro, al pan, a la leche, se cubría la cabeza con su rebozo. Caminaba jorobada, pegada a la pared, doblada sobre sí misma. A mí me gustaron sus dos trenzas entrecanas y chincolas, su pelito blanco rizado en las sienes y sobre la frente arrugada y cubierta de paño. También en las manos tenía esos grandes lunares. Ella decía que son del hígado; más bien creo que son del tiempo. Los hombres y las mujeres con la edad se van cubriendo de cordilleras y de surcos, de lomas y desiertos. La Jesusa se parecía cada vez más a la tierra; era un terrón que camina, un montoncito de barro que el tiempo amacizó y secó al sol. “Me quedan cuatro clavijas”, aseguró, y para señalar los agujeros se llevaba a la boca sus dedos deformados por la artritis.

Los años amansaron a Jesusa. Cuando la conocí, ni “pásale” decía. Ahora, cuando iba a verla a la Impresora Galve, me ordenaba:

—Usted siéntese que está cansada.

—¿Y usted?

—Yo no, yo ¿por qué? Aquí me quedo de pie. —Se pasaba de rejega.

—¿No se siente usted sola, a veces?

—¿Yo? ¿Sola? Es cuando estoy mejor.

Era verdad. Nadie le hacía falta, se completaba a sí misma, se completaba sola. Le eran suficientes sus alucinaciones producto de su soledad. No creo que amara la soledad hasta ese grado, pero era demasiado soberbia para confesarlo. Nunca le pidió nada a nadie. Hasta la hora de su muerte, rechazó. “No me toquen, déjenme en paz. ¿No ven que no quiero que se me acerquen?” Se trataba a sí misma como animal maldito.

La conocí en 1964. Vivía cerca de Morazán y Ferrocarril de Cintura, un barrio pobre de la Ciudad de México, cuya atracción principal era la Penitenciaría, llamada por mal nombre el Palacio Negro de Lecumberri. El penal era lo máximo; en torno a él pululaban las quesadilleras, los botes humeantes de los tamales de chile, de dulce y de manteca, la señora de los sopes y de las garnachas calientitas, los licenciados barrigones de traje, corbata, bigotito y portafolios, los papeleros, los autobuses, los familiares de los presos y esos burócratas que siempre revolotean en torno a la desgracia, los morbosos, los curiosos. Jesusa vivía cerca de la Peni en una vecindad chaparrita con un pasillo central y cuartos a los lados. Continuamente se oía el zumbido de una máquina de coser. ¿O serían varias? Olía a humedad, a fermentado. Cuando llegaba, la portera le gritaba desde la puerta: “Salga usted a detener el perro”, “Voy”, y allí venía Jesu-Jose, “Voy”, con el ceño fruncido, la cabeza gacha, las vecinas se asomaban. Amarrado a una cadena muy corta, el perro negro cuidaba la vecindad. Era alto y fuerte: un perro malo. Impedía el paso, de por sí pequeño, a cualquier extraño, y Jesusa, con la mano en alto, apenas más alta que él, se enronquecía al gritarle: “Estate quieto, Satán, carajo, Satán, quieto, quieto” y lo jalaba de la cadena a modo de estrangularlo mientras ordenaba: “Pase, pase, pero aprisita, camínele hacia mi cuarto”. El suyo estaba cerca de la entrada y le daba poco el sol. El ambiente era más bien hostil y para sobrevivir a su entorno Jesusa desarrolló lo que ella llamaba mañas. “Les gano a todos porque tengo muchas mañas para pelear.” No se juntaba con los vecinos para no “entrar en problemas”. Jamás les pidió nada y eso la enorgullecía: “Yo era fuerte, de por sí soy fuerte. Mi naturaleza es así… El coraje me sostenía. Toda mi vida he sido mal geniuda, corajuda”.

En 1985, a raíz del terremoto, el techo de la Impresora Galve cayó a tierra. A partir de ese día, Jesusa no fue al taller con la frecuencia que la mantenía en pie, puesto que no había dónde trabajar, y este rompimiento en su rutina le hizo daño. Estaba acostumbrada a esa obligación. “Yo tengo mi necesidad —decía—, usted tiene la suya: mi necesidad no es su necesidad, entonces no me perjudique.” Necesitaba hacer falta, cumplir. En su casa ya no había overoles ni la ropa más personal de los obreros: camisas, calzones, camisetas de hombre. Se volvió rabiosa. Cuando le conté con emoción que del Hotel Regis en la avenida Juárez habían desenterrado y sacado de los escombros a una pareja muerta, abrazada, las dos bocas unidas, y sentencié que así deberían morir todas las mujeres, con un hombre encima, y que qué bueno que en vez de correr a la hora del temblor habían decidido morir uno en los brazos del otro, me gritó que no fuera pendeja, que por eso me iba como me iba.

—¿Cómo va estar bien eso? Eso es una pura cochinada.

—¿Por qué?

—Porque nosotros no nacemos pegados, nacemos solitos, cada quien por su lado. Hay que vivir, pero solito.

*Este ensayo se publicó por primera vez en Vuelta, núm. 24, vol 2, noviembre de 1978, pp. 5-11, y está compilado en Luz y luna, las lunitas, Era, México, 1994, pp. 37-75.

El heroísmo en su doble vertiente vida y obra de Elena Poniatowska Raquel - фото 9

El heroísmo en su doble vertiente: vida y obra de Elena Poniatowska

Raquel Serur

Amén de sugerente, el título “heroísmo épico en clave de mujer” de este volumen nos lleva a reflexionar sobre los dos conceptos, el heroísmo y la épica, y al hacerlo, encontramos cómo ambos se resemantizan y cobran una actualidad singular al vincularse a un tipo de literatura escrita por mujeres. Trataré de esbozar algunas ideas respecto de esta resemantización centrándome en Elena Poniatowska.

Si revisamos la vida y la obra de Elena Poniatowska con estos conceptos en mente, nos daremos cuenta de cómo esta, en el siglo XX y lo que va del XXI, otorga, a través de su vasta obra y de su larga y fructífera vida, un nuevo significado a la percepción que hoy podemos tener de la épica y del heroísmo puesto que los disloca de la óptica tradicional y los reconstruye con una mirada que pone el acento en ciertas formas de asunción de una manera de ser mujer y, en algunos aspectos, del lado oculto de lo femenino.

Heroísmo y vida

Octavio Paz, en 1961, le escribe desde París a Elena Poniatowska para sugerir que se redacte una carta para hacerla circular entre varios intelectuales y artistas, con el propósito de pedirle al presidente de la República la libertad de Alvaro Mutis. Acto seguido le pregunta: “¿Qué haces? Ya sé, escribes mucho, te mueves, brincas, saltas, eres casi heroica. Estás llena de celo moral, quieres salvar, exaltar, ayudar. Eres útil” (Loaeza, 2014: 14).

Esta carta de Paz subraya algo que nos interesa destacar. En Poniatowska lo heroico cobra dos vertientes: una que apunta a la ficción y de la que hablaremos en el segundo apartado, y otra que es parte de su propia vida y que quizá proviene de la percepción que la jovencita Elena se hace de sus padres. En el contexto épico de la modernidad europea, en la Segunda Guerra Mundial, la imagen que Elena construye de sus padres los vuelve personas que, en el imaginario juvenil de nuestra autora, se convierten en objeto de su especial admiración. Son su primer contacto con el heroísmo que ella va a perseguir toda su vida dándole la connotación que sugiere Paz en su carta que fecha el 11 de noviembre: “ser útil, ayudar, exaltar, salvar”, hacer todo esto llena del celo moral que dará congruencia vital a todo su quehacer y a su vida. Su heroísmo la lleva permanentemente a realizar actos extraordinarios al servicio del prójimo y al servicio de su país sin excluir, desde luego, a su escritura.

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