Tampoco ha sido fácil mi relación en la Universidad debido a la influencia de la banda del Olimpo. Bueno, es únicamente un mordaz apelativo que existe solo en mi mente para designar a un grupo de profesores del departamento. Gozan del beneplácito del Director de Investigación al que seducen con su petulancia intelectual. Gustan de reunirse con becarios muy implicados cuyas brillantes investigaciones anónimas lucen ya editadas y recomendadas en los círculos más influyentes de la Universidad. La autoría de estas publicaciones nunca ha reconocido el esfuerzo de estos alumnos. En mi caso, presenté diversas iniciativas que nacieron muertas. Nunca llegaron a ser conocidas por el vicerrector. Mi indignación subió varios grados cuando comprobé que algunas de mis mejores propuestas sobre un proyecto de publicación del llamado Realismo social de los años cincuenta en la literatura española, quedó finalmente rechazado. Adolecía, según lo acordado entre ellos, de profundidad y ambición. Sabían que la bibliografía era suficiente y que la investigación tenía fondo y recorrido. Su desmesurado afán de protagonismo les llevó a proponer y a seleccionar trabajos ajenos, que en su día fueron rechazados por ellos mismos, para después ser publicados adjudicándose su autoría. Coincidían en sus líneas básicas, aunque adaptados a sus particulares conocimientos. Es decir, una usurpación intelectual en toda regla, propia de ladrones de esfuerzos. Debí de poner el asunto en manos del vicerrector, Mr. Gaffier, pero temí perder la batalla y empeorar mi situación laboral. Al fin y al cabo, sufría el eclipse de los primeros espadas, aunque no me considero peor que ellos. Si bien han gozado del reconocimiento y el beneplácito del Rectorado. Falsos sabios empedernidos, pretenciosos, como afirma Juan Vicente Yago en El nas de Miquel Àngel, que confunden el criterio con la imaginación, el capricho, el deseo, la vanidad o el puro espíritu de contradicción. En cambio, yo siempre he permanecido en un discreto segundo plano, quizás también porque me he sentido relegado. Nunca he sentido la tentación de apropiarme de los méritos ajenos, pero tampoco puedo consentir que se adueñen de lo conseguido con mi esfuerzo. Enfrentarme a ellos podría acarrearme una serie de riesgos que no estoy dispuesto a correr.
1Para un amante de los libros, Marché Brassens se instala los fines de semana en el Parque Georges Brassens bajo una magnífica estructura metálica de un antiguo mercado de caballos. Lo forman unas sesenta librerías de viejo que lo convierten en cita obligatoria para profesionales bibliófilos.
Durante el viaje me entretuve garabateando un conjunto de rutas desde la fachada mediterránea hacia el centro histórico. Al finalizar me sorprendió el camino trazado. Tenía aspecto de caracol. La cabeza y los tentáculos eran el paseo marítimo y Nazaret. El cuerpo propiamente dicho coincidía con la avenida del Puerto y la concha con los círculos espirales, concéntricos, tenía la redondez del centro histórico. Una manera de conocer una ciudad es paseándola, descubriéndola en el arte de captar despacio la precisión de aquellos aspectos resbaladizos en la pupila de caminantes apresurados. No soy el hombre temible de la multitud, aunque uno pueda disfrutar del anonimato en una gran ciudad. Valencia, en todo caso, es la extroversión y el exceso en ese escenario de grandes proporciones en el que se convierte la calle y la plaza pública. Terrazas y más terrazas al aire libre, músicos callejeros, transeúntes apresurados en busca de una cita, vitrinas de tiendas en cuyo reflejo uno comprueba las caras desinhibidas de la gente que pasea a mis espaldas con la misma complacencia que mostraban Audrey Hepburn y Gregory Peck en sus vacaciones por las calles de Roma.
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