José Luis Valencia Valencia - Los tiempos de Dios

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El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Editorial Universitaria.
Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento. La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país. La obra ganadora de esta XIX edición es Los tiempos de Dios, de José Luis Valencia Valencia. El jurado estuvo integrado por Julián Herbert, Socorro Venegas y Vicente Preciado, quienes entregaron el premio a este libro por ser consistente en su prosa, mantiene una tensión sin concesiones alrededor de la violencia, un tema que logra tratar sin puntos de vista condescendientes, con recursos narrativos que dan cuenta de un autor experimentado.

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Cuando fueron por mí no sabía que harían lo que hicieron, pero aún sabiéndolo habría ido con ellos. No es que sea valiente ni nada de eso, nomás al comenzar ya quería que se detuvieran: grité, supliqué, lloré, me desmayé, desperté, grité más recio y lloré de nuevo; pero si habían ido por mí, es porque estaba cerca. Pensé eso y en que a ella no le hubieran hecho lo que a mí; que la tuvieran cosechando en la sierra o de mula o de puta. Lo que sea, pero viva, y que no le hubieran hecho lo que a mí.

Ella tenía diecinueve cuando se la llevaron y aunque digan que ya pasó mucho tiempo, que no puede estar viva, que hay que conformarse, yo no puedo. ¿Cómo dejar de buscarla si está solita quién sabe dónde? Y es que cuando el desaparecido no es de uno está fácil hablar y dar consejos, decir que hay que resignarse y darle para adelante. En serio, la gente lo dice como si supieran lo que se siente que un día está y al otro no, y no sabes qué pasó ni quién se la llevó ni qué le están haciendo. Cuando el desaparecido no es de uno, nadie busca, a nadie le importa. Te miran con lástima, te abrazan como a un enfermo que está en las últimas, te dicen pocas y torpes palabras de consuelo, pero nadie te mira a los ojos, es como si temieran contagiarse nomás de mirarte, les aterra pensar que les puede pasar lo mismo, no quieren siquiera imaginar la posibilidad de perder lo que perdemos los que tenemos a un desaparecido. Lo que anhelan es que paremos, porque nuestra búsqueda les recuerda que todos somos culpables de que el mundo sea como es y no quieren ni tantita responsabilidad en eso. No pueden entender que nadie que tenga un desaparecido va a parar. No importa cuánto tiempo haya pasado desde que se la llevaron. No voy a dejar de buscar a Ana porque ella no es una desaparecida más, es mi hermana y voy a encontrarla.

***

A mi hermana no le gusta la escuela, pero ríe mucho. Tiene ojos color miel y mirada alegre. Es bonita, desde siempre mis amigos me decían cuña’o porque es bonita. A ella lo que le gusta es cantar y bailar, siempre brinca al ritmo de la música mientras limpia la casa. En el auto controla la radio, elige canciones, las tararea y mueve los hombros siguiendo el ritmo de las melodías. Cuando niños, nuestros pleitos eran porque no dejaba de cantar en la regadera y ni papá ni yo ni nadie podía entrar al baño. Todos salíamos tarde de casa. Es tierna, pero puede ser una mula necia y rezongona. Nunca ha sido de seguir reglas, así que no tardó en pelear con papá. A los 17 se fue de la casa. Se fue para Manzanillo y consiguió trabajo en la playa. Organizaba juegos en las albercas, bailes y cosas así. Una vez me invitó y me quedé en el hotel donde trabajaba. La pasé tumbado en una silla, junto al bar de la piscina. Ella llegaba ya tarde, después de hacer sus cosas. Se sentaba conmigo, bebíamos mojitos y charlábamos mirando hacia el mar. “¿Verdad que es lindo, hermanito? Por eso no me gusta ir de fiesta ni a los antros, mejor aquí, ¿verdad que es mejor aquí?”. La noche antes de regresar a Guadalajara me dijo que era feliz. Que allí, lejos de todos, era feliz.

Mamá llamó un lunes por la noche. “Tu hermana no contesta el teléfono”. Intenté tranquilizarla, pero el instinto de madre le decía que algo andaba mal. “Hace dos días que no contesta, hijo, dos días”. Prometí buscarla. Le llamé, no respondió. WhatsApp decía que se había conectado por última vez a las 5:54 de la mañana del sábado. En su trabajo dijeron que no podían dar información de los empleados. Su mejor amiga, Karen, tampoco respondía el celular. Yo sabía que Ana estaba saliendo con alguien, pero no tenía ni su nombre ni su teléfono ni idea de dónde buscarlo. Entonces sentí un hueco helado en la panza, quería no pensar que algo andaba mal, que ella llamaría pronto, hasta imaginé lo que le diría cuando apareciera, la pondría en su lugar por asustar a mamá, por asustarnos a todos. En Facebook había publicado una selfie a las 11:54 de la noche del viernes. Estaba en un bar. Se había maquillado mucho, casi nunca lo hacía, parecía más grande pero igual se veía bonita. En la foto tenía esa sonrisa de cuando la está pasando bien.

El nombre de Karen parpadeó en mi celular. Dijo que fueron a bailar el viernes, pero que ella se había ido temprano porque iba a volar por la mañana a Reynosa para visitar a sus papás. Me envió el contacto de Roberto, el novio. “No te preocupes, Ana es así, a veces agarra la fiesta el fin. En la playa es muy normal”, insistió al despedirse. Llamé al tipo. “Mira, yo me fui de viaje y no he hablado con ella. La verdad es que no andamos bien. Pregúntale a su amiguita Karen, ella seguro sabe más. Además, no quiero problemas, ¿entiendes? No sé en dónde está ni con quién se andaba metiendo”. Colgó. Insistí en el hotel, esta vez respondió una chica que no sabía de las reglas del lugar: “¿Ana? Creo que ya no trabaja aquí”. Tomé el primer autobús a Manzanillo. Fui a su departamento. Todo parecía estar en orden. Nadie había estado ahí en días. Pregunté a los vecinos. Ninguno dijo nada útil. Fui al hotel. Sus compañeras se enteraban por mí que Ana no estaba. Almendra, una chica con hoyuelos en la cara, me abrazó y dijo que no me preocupara, que mi hermana aparecería pronto. Fui con el gerente, pero no quiso recibirme. Entré a su oficina pateando la puerta. El tipo se escondió detrás del escritorio hasta que aparecieron dos guardias que me sacaron a empujones.

Pensé en llamar a mamá. No me animé, ¿qué le iba a decir?

***

En sus ojos no había nada. No lo disfrutaba, pero tampoco había angustia ni remordimiento. No era como en las películas, no estaba frente a un vaquero buchón ni panzón ni parecía estar drogado. No había risas ni burlas ni amenazas. Tampoco estaba en una bodega sucia. Era una casa clasemediera, ordenada, limpia, con un cuadro de la Última cena colgado en la pared de la sala. Habían hecho a un lado los sillones; en el lugar de la alfombra había un plástico transparente y encima la silla donde me tenían. El tipo a cargo no tendría más de veinte años y no holgazaneaba: ora me golpeaba las manos con un martillo, ora me daba con la punta de un bate en la panza, ora me ponía una bolsa de plástico en la cara y, así sin respirar, a veces me iba, pero él me regresaba a cachetadas. Luego se detenía para descansar: iba al baño, se lavaba manos, brazos y cara, después se acomodaba en uno de los sillones, tomaba agua en un vaso de cristal, revisaba un celular, sonreía, escribía y comenzaba a canturrear: “Quiero volver a explorar tu cuerpo, / ver tu cara cuando lo tengas adentro”, apretaba los labios, entrecerraba los ojos y bailaba a ritmo de reguetón. Después regresaba a su trabajo. Tomaba el taladro, hundía la broca en mi rodilla, la sacaba, la volvía a hundir una y otra vez, luego la inclinaba de un lado a otro para hacer el hoyo más grande. Después regresaba a las pinzas y se iba directo a los dientes, sacó varios con el tacto de un dentista con parkinson. Sentí los labios húmedos y el sabor amargo de la sangre. Dos, quizá tres veces, preguntó: “¿Cómo llegaste aquí?, ¿quién te mandó?, ¿quién sabe que andas por acá?” Respondí a la primera, antes de que empezara a hacer lo que hizo, pero pronto entendí que, sin importar lo que dijera, él iba a seguir haciendo lo suyo.

Era flaco, pero macizo, se sentía en cada golpe. No parecía ser un matón, ni siquiera un abusón de escuela. De verdad no parecía estar disfrutando lo que hacía, casi podría jurar que se aburría. Era como si quisiera estar en otro lugar y no en lo que estaba haciéndome. Su cara era la de un godínez impaciente que espera la hora de la salida. El tipo me estaba matando y no le importaba porque para él era otro día normal de trabajo y nada más.

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