Sarah Orne Jewett - Amigas

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Las mujeres se han amado desde siempre. No obstante, las 
diversas formas del amor sáfico permanecieron ocultas, encriptadas y codificadas hasta prácticamente las primeras décadas del siglo XX. Antes de 
El pozo de la soledad (1928) de Radclyffe Hall, considerada la primera novela de tema lésbico en lengua inglesa, se habían publicado otros textos de idéntica temática, principalmente poesía. Era extraño, pues, que un género tan extendido y al que se dedicaban tantas mujeres como era el relato no hubiese tratado el mismo asunto. Pero sí se había hecho: 
solo había que escarbar un poco para encontrar esas historias. En esta colección de 
relatos de mujeres que aman a mujeres, escritos por, entre otras, Constance Fenimore Woolson, Elizabeth Stuart Phelps, Sarah Orne Jewett, Gertrude Stein, Willa Cather, Kate Chopin, Jane Barker, Sui Sin Far y Alice Dunbar-Nelson, se desgranan diversos tipos de amores, desde los 
enamoramientos adolescentes a los conocidos 
matrimonios bostonianos, amores sexuales, pasionales, perdidos o idealizados. Descubrir estos relatos entre las obras de 
autoras consagradas puede servirnos una vez más como guía y referencia. Porque, como afirma la escritora y traductora Eva Gallud, "sabernos escritas, leídas y entendidas, a pesar de la distancia de los siglos y las diferencias entre los códigos, es crucial para el 
desarrollo de nuestra conciencia colectiva y personal, nuestra reivindicación pública y nuestra reafirmación privada".

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La delicadeza de la medida precisa, a través de la cual el apetito no debería ni verse empalagado por la frecuencia ni embrujado por el deseo, era una cuestión de estudio constante para ella.

—He descubierto cuántas veces exactas le gusta a Abby el pastel de carne —le dijo, triunfante, a la señora Dunbar en una ocasión—. Lo he estado estudiando. Le gusta el pastel de carne dos veces por semana para disfrutarlo realmente. Lo come en otras ocasiones, pero no lo ansía de veras. Llevo contando seis semanas y puedo decir que lo sé bastante bien.

Sarah no se había comido su propia cena esa noche, así que se sentó con Abby a la pequeña mesa cuadrada colocada contra la pared de la cocina. Abby no pudo comer mucho, aunque lo intentó. Sarah la observaba, tomando apenas un bocado ella misma. Tenía la manía de tragar de forma exagerada cada vez que Abby lo hacía, tanto si estaba comiendo como si no.

—¿No vas a tomar un poco de pastel de crema? —dijo Sarah—. ¿Por qué no? Lo he hecho expresamente.

Abby se echó a reír.

—Te diré por qué, Sarah —dijo—, tan claro como pueda: tengo tantas ganas de tomar vituallas como una funda de almohada de que la rellenen de plumas.

—¿No has comido nada esta tarde?

—Nada, salvo unas cuantas cerezas antes de salir.

—Lo suficiente para quitarte el apetito. Yo no puedo comer nada entre horas sin lamentarlo después.

—Supongo que será eso. ¿Queda alguna cereza en la casa?

—Sí, hay algunas en la alacena. ¿Quieres unas pocas?

—Yo las cojo.

Sarah se puso en pie de un salto y tomó un plato de hermosas cerezas rojas y lo colocó sobre la mesa.

—Déjame ver, estas son del árbol de Sarah —dijo Abby, meditativa—. No había ninguna en el de Abby este año.

—No —respondió Sarah.

—Es raro, ¿no crees? Siempre ha dado, desde que puedo recordar.

—No veo nada raro en ello. Se heló aquel día, la última primavera; eso es lo que le ocurre.

—¡Vaya! ¿Y el otro no?

—Este está más expuesto.

Los dos cerezos del patio delantero, redondeados y simétricos, se habían llamado Abby y Sarah desde que ambas mujeres podían recordar. El capricho surgió en algún lejano momento de la infancia, y desde entonces habían sido el árbol de Sarah y el árbol de Abby. Ambos habían dado abundante fruto hasta esta temporada, cuando el árbol de Abby comenzó a mostrar sus delgadas hojas verdes cuando ya debería estar dando frutos, y las cerezas teñían de rojo solo el árbol de Sarah. Ella misma había recogido algunas aquella tarde, subida con cuidado a una silla bajo una de las ramas, con una cestita en el brazo, metiendo su pálido e inquisitivo rostro entre las hermosas hojas de su leñoso tocayo. Abby solía recoger cerezas de una forma más vigorosa, encaramada a una escalera, pero no se había ofrecido a hacerlo esta temporada.

—No pude coger muchas… no llegaba más que a las ramas más bajas —dijo Sarah esa noche, observando a Abby comerse las cerezas—. Supongo que sería mejor que sacaras la escalera mañana. Están todas maduras y los pájaros empiezan a comérselas. Hoy espanté toda una bandada.

—Bueno, lo haré si puedo —dijo Abby.

—¡Lo harás si puedes! No hay razón por la que no vayas a poder hacerlo, ¿no?

—No, que yo sepa.

A la mañana siguiente, Abby arrastró dolorosamente la larga escalera alrededor de la casa hasta el árbol y realizó la tarea asignada. Sarah salió a la puerta para observarla en una ocasión y Abby estaba tosiendo sin parar entre las ramas verdes.

—No cedas ante ese picor de garganta, por amor de Dios, Abby —gritó.

Escuchó la risa de Abby como respuesta, como una canción valiente, desde el árbol.

En ese momento llegaba la señora Dunbar por el camino; ella vivía sola y era una visitante asidua. Se quedó bajo el árbol, alta, lacia y vigorosa con su vestido de falda recta de algodón marrón.

—¡Caramba, Abby! ¿No me dirás que estás cogiendo cerezas? —gritó—. ¿Estás loca?

—¡Shh! —susurró Abby entre las hojas.

—No veo por qué ha de estar loca —dijo Sarah—; siempre las coge.

—No me verás dejar de coger cerezas hasta que cumpla los cien —dijo Abby en voz alta—. Soy un pájaro habitual de las cerezas.

Sarah entró enseguida en la casa, y Abby se bajó de la escalera de inmediato. Estaba empapada en sudor y temblaba.

—Abby Vane, se me ha acabado la paciencia —dijo la señora Dunbar.

Abby se dejó caer sobre el suelo.

—Es la última temporada de este pájaro cerecero —dijo, con un triste guiño de ojo.

—No tiene sentido que hagas esto.

—Bueno, he cogido suficientes para un tiempo, supongo.

—Dame la otra cesta —dijo la señora Dunbar, subiéndose ella misma a la escalera—. Acércamela y vete adentro.

Abby obedeció sin más palabras. Se sentó en la mecedora de la sala de estar y recostó la cabeza. Sarah estaba mariposeando por la cocina y no entró, y ella lo agradeció.

En el curso de unos meses esta anticuada silla, con su cojín verde, albergó a Abby de la mañana a la noche. Ya no volvió a salir. Se había mantenido en pie todo lo posible. Cada domingo de verano se había sentado muy elegante junto a Sarah en la iglesia, con aquellas osadas rosas rojas sobre la cabeza. Pero cuando llegó el frío, las flechas de su enemigo eran demasiado afiladas incluso para su resistente cota de malla de amor y resolución.

El comportamiento de Sarah parecía inexplicable. Incluso ahora que Abby estaba innegablemente débil, ella la instaba constantemente a hacer sus antiguas tareas. Se negaba a admitir que estaba enferma. Se rebeló cuando llamaron al doctor: «No hay ninguna necesidad de un médico», dijo.

Las cosas siguieron así hasta mediados del invierno. Abby estaba cada vez más débil, pero Sarah parecía ignorarlo. Un día fue a casa de la señora Dunbar. Uno de los vecinos estaba cuidando a Abby. Sarah entró de repente. La puerta exterior se abría directamente al salón de la señora Dunbar y una ráfaga de aire helado entró con ella.

—¿Cómo está Abby? —preguntó la señora Dunbar.

—Igual. —Sarah se sentó erguida, con la mirada fija. Solo llevaba un chal azul pálido sobre la cabeza y lo agarraba con sus dedos huesudos y enrojecidos—. Se me ha ocurrido algo —dijo— y tengo que contárselo a alguien. Me estoy volviendo loca.

—¿Qué quieres decir?

—Abby se va a morir y a mí se me ha metido algo en la cabeza. No he sido buena con ella.

—Sarah Arnold, hazme el favor de sentarte y calmarte.

—Estoy calmada. ¿Qué voy a hacer?

La señora Dunbar obligó a Sarah a sentarse y le quitó el chal.

—No deberías pensar eso —dijo—. Has dedicado toda tu vida a Abby y todo el mundo lo sabe. Sé que cuando alguien muere somos muy proclives a sentir que no nos hemos portado bien con ellos, pero no hay por qué sentirse así.

—Sé de lo que hablo. Tengo algo terrible en la cabeza. Tengo que contárselo a alguien.

—Sarah Arnold, ¿qué es lo que estás diciendo?

—Tengo que contarlo.

Hubo una mirada confusa en el rostro delgado y fuerte de la otra mujer.

—Bueno, si tienes algo que quieras contar, puedes contarlo, pero no tengo ni idea de adónde quieres llegar.

Sarah fijó la mirada en la pared a la derecha de la señora Dunbar.

—Todo comenzó hace mucho, cuando éramos unas niñas. Sabe que me fui a vivir con Abby y su madre cuando mis padres murieron. Abby y yo siempre hemos estado juntas. ¿Se acuerda de aquel John Marshall que tenía la tienda donde está ahora la de Simmons, hace unos treinta años? Cuando Abby tenía unos veinte, empezó a cortejarla. Era un buen tipo, y supongo que era inteligente, pero nunca me gustó. Estaba loco por Abby, pero a su madre no le gustaba. Habló en su contra desde el primer momento y hacía como si no existiese. Declaró que Abby no se casaría con él. Abby no dijo mucho. Se rio y le dijo a su madre que no se preocupara, pero ella le trataba bastante bien cuando venía.

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