Sarah Orne Jewett - Amigas

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Las mujeres se han amado desde siempre. No obstante, las 
diversas formas del amor sáfico permanecieron ocultas, encriptadas y codificadas hasta prácticamente las primeras décadas del siglo XX. Antes de 
El pozo de la soledad (1928) de Radclyffe Hall, considerada la primera novela de tema lésbico en lengua inglesa, se habían publicado otros textos de idéntica temática, principalmente poesía. Era extraño, pues, que un género tan extendido y al que se dedicaban tantas mujeres como era el relato no hubiese tratado el mismo asunto. Pero sí se había hecho: 
solo había que escarbar un poco para encontrar esas historias. En esta colección de 
relatos de mujeres que aman a mujeres, escritos por, entre otras, Constance Fenimore Woolson, Elizabeth Stuart Phelps, Sarah Orne Jewett, Gertrude Stein, Willa Cather, Kate Chopin, Jane Barker, Sui Sin Far y Alice Dunbar-Nelson, se desgranan diversos tipos de amores, desde los 
enamoramientos adolescentes a los conocidos 
matrimonios bostonianos, amores sexuales, pasionales, perdidos o idealizados. Descubrir estos relatos entre las obras de 
autoras consagradas puede servirnos una vez más como guía y referencia. Porque, como afirma la escritora y traductora Eva Gallud, "sabernos escritas, leídas y entendidas, a pesar de la distancia de los siglos y las diferencias entre los códigos, es crucial para el 
desarrollo de nuestra conciencia colectiva y personal, nuestra reivindicación pública y nuestra reafirmación privada".

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Sarah Arnold, una mujercita menuda de cincuenta años, con el cuello delgado y la espalda redondeada, los ojos azules saltones en un rostro pequeño y pálido, apretó los labios y siguió con su labor. Estaba cosiendo unas rosas rojas a un sombrero de encaje negro.

—Por lo que a mí respecta, nunca he pensado que fuese una tos muy mala, en cualquier caso —dijo al fin—. No es más que una carraspera. Su madre la tenía igual. Suena un poco dura, pero no es el tipo de tos que se lleva a nadie por delante. Yo misma toso a menudo.

Sarah tosió un poco mientras hablaba.

—La señora Vane murió de tisis, ¿no?

—¡Tisis! La mismita tisis que yo tengo. La señora Vane murió de un mal de hígado. Lo sabré yo, que vivía en la misma casa.

—Claro que debes saberlo. Solo me pareció haber oído que fue eso, nada más.

—Algunos lo llamaron tisis, pero no lo era. ¿Ve a Abby?

—No. No estás preocupada por ella, ¿verdad?

—¿Preocupada…? No. No tengo razón para preocuparme, que yo sepa. Es lo suficientemente adulta para cuidar de sí misma. Es solo que la mesa para la cena lleva puesta una hora y no sé dónde está. Solo bajó a la tienda a comprar café.

—Es una noche húmeda.

—No lo suficiente para hacerle mal, supongo, sana como está.

—Tal vez no. Es un sombrero muy bonito ese que estás cosiendo.

—Sí, creo que va a quedar bastante bien. ¡Quién lo iba a decir! No tenía mucho con qué coserlo.

—Supongo que es de Abby.

—¡Por supuesto que es de Abby! No me verá a mí salir con un sombrero como este.

—¿Por qué no? No eres mayor que Abby, Sarah.

—Mi aspecto es distinto —dijo Sarah, con una mirada que podría haber significado orgullo.

Las dos mujeres estaban sentadas en una placita junto a la casa blanca de una altura y media.

Ante la casa se extendía un pequeño jardín con dos cerezos. Después estaba el camino, más allá algunos prados lisos y verdes donde cantaban las ranas. La hierba de esos prados era de un verdor húmedo y había algunas matas de lirios azules que asomaban a lo lejos. Más allá de los prados estaba el cielo del suroeste, que parecía bajo y rojizo y despejado, por el que volaban los pájaros. Eran las siete de una tarde estival.

La señora Dunbar, alta y erguida, con un rostro sombrío y curtido con las facciones marcadas con gracia, estaba sentada con delicadeza sobre una silla de madera, más alta que la mecedora de Sarah.

—A Abby le sienta bien casi cualquier cosa —dijo ella.

—Nunca la he visto probarse nada que no le quedara bien. Hay mujeres guapas, pero no hay muchas como Abby. La mayoría de la gente depende de sus sombreros, pero ella, nunca. Azul celeste o verde hierba, da igual; todo parece haber sido hecho para ella. ¿La ve venir?

La señora Dunbar giró la cabeza y su perfil oscuro resaltó en el aire transparente.

—Alguien viene, pero creo que no… Sí, sí. Es ella.

—Ya la veo —dijo Sarah, alegre, un poco después.

—Abby Vane, ¿dónde te has metido? —gritó.

La mujer que se acercaba levantó la mirada y rio.

—¿Pensabas que me habías perdido? —dijo, subiendo el escalón de la plazuela—. Fui a casa de la señora Parson y me quedé más de lo que pretendía. Agnes estaba allí, acaba de volver a casa… y… —Comenzó a toser violentamente.

—No deberías ceder ante a ese picor de garganta, Abby —dijo Sarah con brusquedad.

—Será mejor que se meta en casa y que evite este aire húmedo —dijo la señora Dunbar.

—¡Cáscaras! ¡Ni que el aire le fuese a hacer daño! Pero quizá sea mejor que entres, Abby. Quiero probarte este sombrero. Entre usted también, señora Dunbar. Quiero que vea si cree que tiene el suficiente fondo.

—¡Ya está! —dijo Sarah, después de que las tres mujeres hubieron entrado y le hubo atado el sombrero a Abby, colocando los lazos con cuidado.

—Le queda precioso —dijo la señora Dunbar.

—¡Rosas rojas en una mujer de mi edad! —rio Abby—. Sarah quiere emperifollarme como si fuese una jovencita.

Abby se quedó de pie en la salita de estar frente al espejo. Las contraventanas estaban abiertas de par en par para dejar entrar la luz de la tarde. Abby era una mujer grande y bien formada. Levantó la cabeza con el sombrero, metió la barbilla con aire de orgullo. Las rosas rojas sobresalían lo suficiente sobre su inocente y femenina frente.

—Si tú no puedes llevar rosas rojas, no sé quién puede —dijo Sarah mirándola con dignidad y resentimiento—. Podrías llevar un vestido blanco a una reunión y tener tan buen aspecto como cualquiera de ellas.

—Oye, ¿de dónde has sacado el encaje para este sombrero? —preguntó Abby, de repente. Se lo había quitado y lo estaba examinando de cerca.

—Ah, tenía algo por ahí.

—Dime ahora mismo la verdad, Sarah Arnold. ¿No lo habrás sacado de tu vestido de seda negra?

—¿Qué importa de dónde lo haya sacado?

—Sí que importa. ¿Por qué lo has hecho?

—No merece la pena hablar de ello. No me gustaba cómo quedaba en el vestido.

—¡Pero Sarah! Esto es lo que hace siempre —le dijo Abby a la señora Dunbar—. Si no la vigilara, se quedaría sin un trapo que ponerse.

Cuando la señora Dunbar se fue, Abby se sentó en una mecedora grande tapizada y recostó la cabeza. Tenía los ojos entreabiertos y se le veían los dientes. De repente tenía un aspecto terrible.

—¿Qué te duele? —dijo Sarah.

—Nada. Solo estoy un poco cansada.

—¿Por qué te sujetas el costado?

—No es nada. Me dolía un poco, eso es todo.

—A mí me ha estado doliendo toda la tarde. Será mejor que vengas a comer algo; la mesa lleva puesta una hora y media.

Abby se levantó con resignación y siguió a Sarah hasta la cocina con débil majestuosidad. Siempre había tenido una forma regia de caminar. Si Abby Vane fuese víctima de la tisis algún día, nadie podría decir que se lo había buscado por no cumplir las normas de higiene. Habían sido muchas las millas de caminos rurales que, en su día, había atravesado con su elegante paso, los hombros bien echados hacia atrás, la cabeza erguida. Se había ocupado del huerto, había quitado las malas hierbas, escardado y cavado, había cortado leña y amontonado heno, y recogido manzanas y cerezas.

Siempre había existido una pactada y amigable división del trabajo entre ambas mujeres. Abby hacía el trabajo duro, el trabajo masculino de la casa, y Sarah, con su constitución pequeña, delgada y nerviosa, el trabajo femenino. La elaboración de vestidos y sombreros era cosa de Sarah, la cocina, la limpieza y cuidado de la casa. Abby se levantaba la primera por la mañana y encendía el fuego, bombeaba el agua y traía los cubos para el aseo. Abby también llevaba el monedero. Entre las dos tenían, literalmente, uno: una cartera de cuero negro gastado. Cuando iban a la tienda del pueblo, si Sarah hacía una compra, Abby sacaba el dinero para pagar la cuenta.

La casa pertenecía a Abby, la había heredado de su madre. Sarah tenía algunas acciones en el banco del pueblo, que cubrían los gastos de comida y ropa.

Casi toda la ropa nueva que se compraba era para Abby, aunque Sarah tenía que emplear más de un subterfugio para conseguirlo. Solo ella podría desplegar la sutilidad de una diplomacia mediante la cual esa nueva prenda de cachemir era para Abby en lugar de para ella misma, o por la que un nuevo manto se ajustaba a los hombros proporcionados y generosos de Abby en lugar de a los suyos, delgados y encorvados.

Si Abby hubiera sido una emperatriz bárbara, que cortase la cabeza de su cocinero como castigo por un error, no habría encontrado un artista más fiel e inquieto que Sarah. Todas las recetas caseras de Nueva Inglaterra que a Abby le encantaban relucían ante Sarah como si estuvieran escritas en letras de oro.

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