Jazmín Sáenz - Madame de Pompadour

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El siglo XVIII en Francia fue apasionante: culminó el Absolutismo monárquico, nació el movimiento de la Ilustración y se produjo la Revolución de 1789. También fue la época de las grandes cortesanas descollando en las más altas esferas del poder; entre ellas, nadie como Madame de Pompadour, la amante de Luis XV, gran compañera y consejera, quien, además, apoyó la Enciclopedia, a los más notables filósofos y literatos de su época, tuvo innovadoras ideas en la industria y educación militar y gravitó en las decisiones del gobierno.

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La princesa polaca

El duque y la marquesa de Prie, obstinados en neutralizar el poder de Fleury, idearon un plan brillante: encontrar una esposa para Luis. El razonamiento era simple: cualquier mujer que se viera convertida de la noche a la mañana en reina les debería eterna gratitud y fidelidad. Y a través de ella podrían instalar un canal directo de llegada al rey. La encargada de la búsqueda fue la marquesa, y la solución vino a su mente por el lado menos pensado. Desde hacía un tiempo ella buscaba una esposa para el propio Señor Duque, y en virtud de que no deseaba real competencia frente a su amante, orientaba la búsqueda a mujeres sumisas, poco atractivas y sumamente necesitadas de ascenso social. Poco tiempo atrás había dado con una, en apariencia, perfecta: una princesa polaca de veintiún años, hija de un rey destronado y, según sus averiguaciones, poco elegante, algo lenta de entendimiento y decididamente fea. El derrocamiento del regente de Polonia, Estanislao Leczinski, había hundido a su familia en la infamante pobreza de los aristócratas caídos en desgracia.

Los Leczinski vivían en territorio francés, bajo protección de la Corona, y subsistían con una modesta pensión. Habían tenido una hija, la mayor, bastante bonita, pero a los dieciocho años aquélla había contraído una afección pulmonar y en pocos días murió, y con ella la esperanza de sus padres de concretar el matrimonio ventajoso que habría de terminar con todas sus penurias. Luego estaba María, la menor, beata y serena, apegada a sus pequeñas cosas. Había aprendido francés y era voluntariosa, pero el príncipe desesperaba por ella. Ya había cumplido los veintiún años y carecía tanto de dote como de belleza. Cómo no imaginar las lágrimas de gratitud que habrá derramado el pobre hombre cuando la intrigante marquesa le ofreció para su hija el reinado de Francia.

Había, con todo, un pequeño inconveniente: desde algunos años atrás, el rey estaba formalmente comprometido con la infanta española, una niña de siete años, unión que reportaba numerosos beneficios a ambas naciones, porque fortalecía la amistad estratégica que ya existía entre ellas. Pero en virtud de la edad de la niña, la boda debía posponerse al menos ocho años más. No sin esfuerzos y ganando nuevos enemigos, el Señor Duque logró abolir el compromiso nupcial con España, apelando a la razón, bastante cierta, de que Francia debería esperar demasiado por un heredero. Pero más dificultades hubo de enfrentar para volver aceptable, en una Corte refinada, elitista y consciente de su poderío, a su nueva candidata al trono: polaca, fea y pobre. Quién sabe cómo lo habrá hecho, pero lo cierto es que lo consiguió.

Matrimonio por conveniencia

Con la anuencia distante del obispo Fleury, el bello palacio de Fontainbleau se preparó para recibir a los novios. María, carente de todo vestuario apropiado, fue engalanada a más no poder por experimentadas damas del Reino. Aún era joven y fresca, y el resultado fue tolerable. Luis conoció a su futura esposa (y, de hecho, la primera mujer a la que se acercaba) prácticamente en el altar. El rey de Francia era el sueño hecho realidad de cualquier mujer, fuera princesa, plebeya o mendiga. Su presencia iluminaba el recinto sagrado, como si fuera cierto aquello de la encarnación principesca del poder divino sobre la tierra.

Y a María, como es lógico, un instante le bastó para enamorarse con locura. Al girar y verlo allí, sintió la tierra crujir bajo sus pies. Si es que había un ser celestial, él debía de haber descendido de los cielos, y la estaba mirando en ese mismo instante. Su semblante hermoso adquirió el aspecto de una interrogación: el ángel acababa de preguntarle si quería ser su esposa. Con un hilo de voz, desfalleciente por la obviedad, María respondió que sí.

La boda fue fastuosa y la celebración demandó unos cuantos días. Para engalanarla, el filósofo en ascenso, afamado ensayista y escritor Fran§ois Arouet, más conocido por su curioso seudónimo de Voltaire (16941778), ofreció una pequeña obra de su autoría, pero optaron por otra del reputado Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Moliere (1622-1673). Voltaire, sin ofenderse, participó de las fiestas y asentó sus impresiones: “La reina pone muy buena cara, aunque su cara no sea nada bonita”, escribió.

Y llegó la noche, y junto con ella, el momento de compartir el lecho nupcial. Dice la leyenda que el rey dio siete pruebas de su amor en su noche de bodas. El rostro de la atribulada María, cuyo destino virara tan abruptamente, ha de haber sido un espectáculo digno de ver.

Fleury al poder

La maniobra había resultado un éxito y, sin embargo, menos de un año más tarde, un impávido Luis pidió la renuncia al duque de Borbón. El obispo Fleury, con sus setenta y tres años, se erigía clara y monopólicamente como el poder detrás del trono. Su ancianidad lo convertía, para algunos, en una suerte de breve transición o interregno a soportar por breve tiempo, pero lo cierto es que se mantuvo férreo junto al monarca, sin perder un ápice de su posición, por los siguientes doce años; a los ochenta y cinco aún no daba muestras de querer abandonar la tierra, ni mucho menos el poder, y a sus espaldas lo llamaban “Su Eternidad”.

Pero a partir de entonces, y hasta su muerte a los increíbles noventa años, su influencia directa en los asuntos estatales menguó, aunque nunca perdió el sitio como principal consejero y asesor del rey Luis. El periodo de Fleury se recuerda como uno de los más estables de la época, tanto por parte de sus contemporáneos como por los sucesivos historiadores. El obispo, más tarde cardenal, era prudente y moderado, sumamente austero en sus formas y de moral intachable; pero a la vez era sagaz y lapidario en el manejo del poder.

La excepcional virtud de su consejero para la administración le ofreció a Luis la posibilidad de continuar con sus pasatiempos, aunque sin descuidar jamás el control último de los asuntos de gobierno. Le dio, también, a la luz de los hechos, tranquilidad de sobra para procrear y soñar con perpetuar su sangre en el trono.

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