El hotel nunca fue lujoso, pero en mi recuerdo ostentaba cierta dignidad provinciana. Sin embargo, más de veinte años después, lo encontré muy distinto. Las paredes de la recepción estaban pintadas de anaranjado y mostraban manchas de salitre. Dos horribles bodegones y una maceta con plantas de plástico colocadas sobre una mesita pretendían —con poco éxito— alegrar el lugar. Lo único que reconocí fue la chimenea de piedra, única sobreviviente de la época en que mi familia se hospedaba allí.
Solicité una habitación al encargado, un joven con gorra de beisbolista, rostro cubierto de acné y expresión de aburrimiento. Le pregunté si tenía desocupada la número 14. Él me entregó la llave. Dijo que debía pagar por adelantado. Tras entregarle el importe subí al primer piso y recorrí el pasillo exterior. Solamente algunas habitaciones mostraban luz en las ventanas. No me costó trabajo encontrar la puerta de la 14.
El interior olía a desinfectante, aromatizador de fresa y humedad. Encendí la luz y miré a mi alrededor intentando encontrar algo que me ayudara a conectarme con el pasado. El lugar ya no era el mismo. En vez de los rústicos y pesados muebles de antaño había ahora un mobiliario más moderno. Un armazón metálico fijado en el muro sostenía un aparato de tv. El baño había sido reformado para instalar un jacuzzi. Éste no era más que una tina color azul apenas un poco más grande que una bañera convencional.
Comencé a sacar la ropa de la maleta, pero a los cinco minutos una desgana infinita me impidió continuar con la tarea. La sospecha de que aquel viaje había sido inútil comenzó a insinuarse en el borde de la conciencia. Para ahuyentar este pensamiento salí a fumar al pasillo. Apoyado en el barandal miré hacia abajo. La oscuridad de aquella noche sin luna me impedía ver el jardín. Con muchos esfuerzos distinguí los perfiles irregulares de los arbustos que el viento agitaba. De alguno de los cuartos emergió la risa apagada de una mujer.
El humo del cigarrillo no fue suficiente para ahuyentar a los mosquitos, así que regresé a la habitación. Encendí el ventilador del buró y me tumbé en la cama. El viaje me había dejado exhausto. Sumido en la oscuridad intenté convocar al sueño mientras recordaba las tardes de mi infancia y primera juventud en el hotel.
Mis padres y mis tíos acostumbraban beber una copita de anís después de comer y luego tomaban largas siestas. Durante ese tiempo, mi prima y yo éramos libres para jugar en compañía de Gagarin y de los niños con los cuales habíamos hecho amistad ese año. Indiferentes al calor nos entregábamos a nuestras fantasías. Organizamos complicados juegos y montamos improvisadas piezas teatrales en el jardín. Aquel espacio verde cubierto de flores se transformaba en nuestro reino, en un Edén privado que nos permitía aislarnos del mundo.
Fue durante una de esas tardes, poco antes de entrar en la adolescencia, cuando Amelia y yo nos besamos por primera vez. Ella tomó la iniciativa; fue casi una reacción instintiva. Ocurrió a la sombra de nuestra palmera. En la recóndita penumbra verde, recargado contra el tronco, recibí el ofrecimiento de unos labios que primero me llenaron de confusión y después de asombro. Fue una revelación que duró unos cuantos segundos, pero que nos trastornó a los dos. Salimos a la luz llenos de perplejidad, sin entender muy bien lo que había sucedido ni por qué.
Y fue precisamente esa confusión la que, creo yo, nos llevó a repetir la experiencia al día siguiente. Quizá queríamos desentrañar el sentido de aquello y la única forma que se nos ocurrió era fundir nuestros labios una vez más para beber el uno del otro. Varias veces durante aquellas vacaciones regresamos con sigilo hasta la palmera para encarar el enigma y dejarnos sorprender por él.
Las cosas no llegaron más allá de los besos y algunas torpes caricias; sin embargo, fueron suficientes para trastornarnos.
Hacia el final de aquel verano, aún sin entender con claridad lo que estaba ocurriendo y sin atrevernos a utilizar la palabra amor, decidimos poner a buen resguardo nuestro secreto.
La idea de la cajita fue de Amelia. Era una pequeña caja de lata, propiedad de mi prima, que alguna vez contuvo caramelos importados y en cuya tapa podía verse una aldea tirolesa. Uno de los dos guardaría allí un tesoro, algo que apreciara mucho y que deseara regalarle al otro, pero sin decirle lo que era. Enterraríamos la cajita al pie de la palmera hasta las próximas vacaciones. De esta forma el tesoro estaría esperando al destinatario durante un año. Entonces le correspondería al otro poner algo en la caja.
No me pregunten cómo se relacionaba esto con el descubrimiento que habíamos hecho durante esas vacaciones. Lo único que sé es que, en ese momento, la ocurrencia de mi prima me pareció lógica y natural. El primero en dejar un tesoro fui yo. Después de pensarlo un poco decidí que mi posesión más valiosa era el reloj de pulsera que me había regalado mi madre. Lo envolví en un pañuelo sin que Amelia lo viera y, tras introducirlo en la cajita, lo deposité con mucha ceremonia en el agujero que previamente había excavado en el suelo, a cuatro pasos de la palmera. Luego ambos cubrimos el hoyo con tierra.
Durante el tiempo que medió entre ese verano y el siguiente nuestras respectivas familias se reunieron por distintos motivos (bautizos, aniversarios, cenas). En esas ocasiones el trato entre Amelia y yo fue el de siempre. Nada en la conducta de ambos revelaba lo ocurrido. Ello tenía que ver, por supuesto, con la necesidad de ser discretos, pero también con la certidumbre de que la atracción que habíamos experimentado se encontraba aplazada; permanecía oculta dentro de una caja de caramelos importados al pie de una palmera. Allí aguardaba, junto con mi reloj, a que ambos regresáramos por ella.
Así, cuando al año siguiente volvimos al Vista Tropical y abrimos la caja descubrimos que nuestro idilio se había conservado intacto. No puedo decir lo mismo de mi reloj, el cual no resistió la humedad del suelo y quedó inservible. Eso no me importó. Tampoco le importó a Amelia, quien lo recibió como si se tratara de una gema valiosísima.
Ese verano vivimos en un estado de enajenación permanente, sumidos en una ebriedad que nos impedía notar el paso del tiempo. Nos debatíamos entre el deseo de encontrarnos bajo la palmera del jardín y el temor a ser descubiertos; entre la fascinación que suponía adentrarse en un territorio ignoto y el sentimiento de culpa por estar haciendo algo que considerábamos terrible. Tampoco entonces hubo otra cosa que besos y caricias furtivas (quizá algo más). Sin embargo, para nosotros era una conmoción, un vértigo y una incertidumbre que nos fascinaba y torturaba al mismo tiempo.
A diferencia de los veranos anteriores, los cuales, como ya dije, resultan indistinguibles los unos de los otros. Ése en particular se presenta nítido en mi memoria. Son días luminosos hasta el punto de volverse cegadores. Nunca como entonces el mar fue tan azul ni el cielo tan inmenso. También fueron días que transcurrieron con insólita rapidez. En nuestra inconsciencia habíamos terminado por olvidar el paso del tiempo y un día, para nuestra consternación, nos dimos cuenta de que las vacaciones habían llegado a su fin.
La víspera de la partida realizamos por segunda vez nuestra ceremonia secreta. Ahora le tocaba a Amelia colocar un tesoro dirigido a mí en la caja de caramelos. Sin mostrarme lo que era, puso algo dentro y cerró la tapa con rapidez. En su rostro se dibujó una sonrisa enigmática.
Más tarde, ese mismo día, el clima cambió de manera inesperada. Nubes de tormenta se congregaron sobre nosotros como un anuncio de lo que vendría. Abandonamos el hotel junto con nuestros padres en medio de una lluvia ligera que algunos kilómetros después se transformó en tormenta. Ni Amelia ni yo imaginábamos que ésas habían sido nuestras últimas vacaciones juntos.
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