Driver se deleitó viendo como ella saboreaba aquella extraña mezcla que había surgido de la explosión de ambos. Se preguntó qué sabor tendría y si él sería capaz de danzar sobre ella como Ayla había hecho con él. La muchacha se incorporó en silencio y se pasó las manos por el pelo revuelto. Fue a buscar su ropa, pero Adam la detuvo agarrándola con violencia por la muñeca. Contrajo la mandíbula, luchando contra su instinto violento para no forzarla a formar parte de él otra vez. Se le humedecieron los ojos, pero fue incapaz de pronunciar palabra. Ayla le dio un beso en la frente.
—Voy a lavarme, en seguida vuelvo. Te lo prometo.
A pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, Adam fue capaz de distinguir como aquellas caderas se contoneaban hasta desaparecer entre la pared de cristal del cubículo, también aprovechó para asearse, se sentía sucio y asqueado, avergonzado porque su cuerpo se hubiese derramado dentro de ella. Era una debilidad, un obstáculo, tenía que deshacerse de ella antes de que fuese a peor, antes de que, como decía Ayla, «se enamorase de ella». No se oía más sonido en la habitación que el agua de la ducha, como un lejano eco. Podría ir con ella, lavarle aquella piel tan suave y besarla de nuevo, ¡Por todos los dioses! Qué bien sabían esos labios, que maravilloso era sentirlos presionándolos contra los suyos. Desestimó en seguida la idea y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra la pared para olvidar todo lo que había hecho aquella noche. Pensó en coger la llave y aprovechar para encerrarla de nuevo, pero entonces el grifo dejó de funcionar y la muchacha salió de la ducha, se vistió con una túnica limpia, ancha, que apenas dejaba entrever el nacimiento de los pechos y esbozaba la silueta de la cintura sobre la tela blanca. Se acercó de nuevo a la cama, en silencio, e intercambió una mirada solemne con Adam, éste, instintivamente se hizo a un lado y permitió que ella se acomodase con él.
Le temblaron todos los músculos del cuerpo cuando ella se tumbó sobre su pecho y cerró los ojos. Casi rozando la inconsciencia, Ayla continuaba analizando la situación respecto las diferencias entre Adam y el resto de sus amantes.
—Creo que es la primera vez que hago el amor con alguien de quién estoy enamorada. —Otra vez aquella maldita palabra que el capitán Adam Driver odiaba.
Pero a pesar de todo, rodeó su cuerpo con los brazos y se durmió.
Descansó como no había descansado en meses, desde que zarparon de aquella ciudad asiática semi-inundada, con una chica sucia y mugrienta que había intentado arañarle la cara, y con la que ahora retozaba.
Adam se levantó antes de que saliera el sol, como tenía por costumbre, mucho antes de que sus donceles le trajeran el almuerzo y lo ayudasen a vestir. Recogió con cuidado el cuerpo cálido que descansaba a su lado, sus pulmones se hinchaban despacio y apenas podía distinguir las facciones de su rostro por los mechones de pelo blancos que le caían desordenados sobre la frente. Ayla se revolvió cuando la cogió en volandas y abrió los ojos lentamente, la piel se le erizaba al abandonar el cálido contacto de las sábanas. Siempre había tenido un sueño muy profundo, estaba tan acostumbrada a mal dormir en cualquier lugar que la primera vez que se metió en una cama de verdad, durmió doce horas seguidas.
—¿Qué pasa? —murmuró apoyando la mejilla sobre el corazón de Adam.
—Nada. Sigue durmiendo.
Entró en su cubículo de cristal y la metió en la cama. Se quedó a su lado, observándola en silencio, mientras aquellos ojos grandes se entrecerraban y una sonrisa dulce se dibujaba en sus labios. Adam volvió a su habitación antes de que llegasen los donceles quiso tumbarse de nuevo en su lecho, pero cuando lo intentó, el dulce aroma de la muchacha le perforó las fosas nasales. Las sábanas… las malditas sábanas olían a ella. Era un olor suave, dulzón, como el regusto de la miel después de haber desayunado, se mezclaba con el olor a rosa roja, penetrante e intensa que desprendía la muchacha cuando estaba dentro de él. El capitán agarró la almohada donde ella había dormido y se la restregó contra el rostro, recordando sus besos en su boca y sus dientes desgarrando sus labios y entonces, el capitán Adam Driver Wright perdió el control: agarró la almohada y la tiró al suelo. Sacó las sábanas de un tirón y las intentó lanzar al mar por una escotilla. Le dio la vuelta al colchón y propulsó tal patada al somier que los diplomas de sus méritos, sus mapas y cuadros que estaban colgados de la pared cayeron al suelo rompiéndose en mil pedazos. Agarró su sable, el que tenía como pomo una cabeza de lobo y vetas rojas en el filo y destrozó las almohadas, empantanando la habitación de plumas blancas. Ayla, en su camarote insonorizado, no escuchó nada. Cuando los donceles llegaron, intentaron calmar al capitán con un potente analgésico. No era la primera vez que le daban esos ataques de ira, normalmente iban asociados al estrés postraumático y la tripulación lo asoció a la tormenta y a la emboscada que habían vivido el día anterior.
Adam Driver estaba furioso, le había fallado a su equipo, a su tripulación y a su señor. Había sido seleccionado desde niño para formar parte del Cuerpo de Élite. Había entrenado toda la vida para esa misión: le habían cortado media mano y le habían rajado la cara. Una lanza le había atravesado el costado y aun así había seguido luchando. Solo tenía que vigilar a la chica, procurar que trabajase y llegado el momento ejecutarla, pero en su lugar, se había metido en la cama con ella. Y encima, la muy impertinente, no paraba de insistir en que se había enamorado de él: ¿cómo era eso posible? No tenía corazón, ni alma que ser salvada, ni sentimientos, ni emociones, era una máquina, una cruel máquina de matar que no había dudado en atravesar el corazón de su padre cuando fue necesario, y que lo haría mil veces más si eso suponía ganar la Guerra.
Cuando Ayla despertó, la habitación volvía a estar impecable. Se sobresaltó al encontrarse a Adam ya vestido con su túnica negra y su capa de oficial, de pie a su lado, con su imponente estatura de casi dos metros de altura. El sol entraba perezoso por las escotillas, la mañana estaba muy avanzada. El capitán agarró a Ayla por el cuello con su enorme mano, ella no forcejeó, sabía que si lo hacía él apretaría más, pero eso no impidió que agarrase su muñeca con fuerza, en un intento inútil de apartarlo de ella. Sus ojos estaban húmedos, pero no tenía miedo, gorgoteos de dolor se escapaban de su boca entreabierta. Driver introdujo su mano enguantada entre sus labios y la forzó a tragar. Después la soltó bruscamente contra la cama. Ayla tosió por el esfuerzo mientras luchaba para mantenerse incorporada, se llevó las manos temblorosas al cuello enrojecido:
—¿Qué me has dado? —le preguntó con furia—. ¿Me has envenenado?
Adam no dijo nada, se retiró pacientemente del cubículo y cerró la puerta con llave. Ayla pateó el cristal, gritaba, lloraba y golpeaba con todas sus fuerzas, pero gracias a la insonorización, Driver no podía escuchar nada. Mostró a la muchacha un blíster de píldoras de color rosa pegándolo contra el cristal: anticonceptivos… Ayla se quedó aturdida, sin saber cómo reaccionar. El capitán se acercó a través del interfono de su cubículo y le habló en su tono militar, aquel que utilizaba para recordar a sus subordinados que su interior estaba recubierto por una armadura impenetrable de acero:
—Acerca de lo que sucedió anoche…
—¿Qué sucedió anoche? —respondió ella acercándose al micrófono. Si no fuese por la gruesa pared transparente, casi que podía besarla—. Anoche me observaste trabajar mientras bebías tu infusión y la teniente Jazz vino a preguntar qué rumbo debíamos tomar. No sucedió nada más.
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