Shaun David Hutchinson - Somos las hormigas

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Henry Denton lleva años siendo abducido por unos alienígenas que aparecen cuando el mundo se queda en sombras. Un día, estos le dan un ultimátum: el mundo se acabará en 144 días… a menos que él, Henry, pulse un botón rojo para evitarlo.Pero Henry no tiene razones suficientes para hacerlo. Su novio, Jesse, se suicidó el año pasado, dejando una estela de dolor y preguntas. Las cosas con su familia no es que vayan muy bien, y el chico con el que pasa el rato es uno de los matones que lo acosan en el instituto.Salvar el mundo no parece la mejor opción. ¿O sí? La decisión, como todo lo que lo rodea, es compleja. «Esta excelente novela de ideas invita a los lectores a preguntarse por su lugar en un mundo que a menudo parece indiferente y sin sentido. No es didáctica; al contrario, es invariablemente dramática y repleta de personajes que cobran vida sobre las páginas». Booklist"Un retrato valiente del dolor y la confusión del amor y la pérdida en la juventud". Publishers Weekly

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Creo que la mayoría de gente habría pulsado el botón en el momento en que se hubieran dado cuenta de lo que estaba en juego. A la mayoría de gente le motivan sus propios intereses, y pulsar el botón garantizaría su supervivencia. Pero yo no soy como la mayoría de gente. Quizás por eso los limacos me eligieron: no estaban seguros de lo que haría.

En apariencia, uno diría que hay millones de razones para pulsar el botón: pelis buenísimas, libros, sexo, pizza con todo, beicon, besos… Pero ninguna de esas cosas significa nada. El universo tiene más de trece mil millones de años. ¿Cuál es el valor de un único beso comparado con eso? ¿Cuál es el valor del mundo entero?

Todo es demasiado complejo como para entenderlo, lo que me lleva a preguntarme de nuevo por qué me eligieron. Hay gente más lista que podría tomar una decisión mucho más informada, y gente más tonta que se decidiría antes.

Pero los limacos no los abdujeron a ellos. Me abdujeron a mí, y lo único que puedo hacer es ser honesto.

Entré en casa derrotado cuando llegué del instituto; lo único que quería era hacerme un sándwich, acostarme y dormir todo el fin de semana. Pero mi madre y la abuela estaban sentadas en la mesa de la cocina, mirando una caja de zapatos llena de papeles y sobres como si fueran serpientes venenosas. Mi madre tenía las mejillas encendidas y fumaba un cigarrillo (puf-puf-ceniza, puf-puf-ceniza). Pensé en dejar correr lo del sándwich e irme a mi cuarto, pero soy incapaz de dormir con el estómago vacío.

Me arrepentí de inmediato de mi decisión.

—Henry, dile a tu madre que no me va a meter en una residencia.

Mi madre puso los ojos en blanco, sabiendo la rabia que eso le daba a la abuela, y soltó una nube de humo:

—Madre, necesitas a alguien que te cuide.

—Yo me cuido sola.

—Antes de que te vinieras a vivir con nosotros, comías carne rancia y llevabas tres meses sin pagar la factura del agua.

La abuela se cruzó de brazos por encima de sus pechos caídos (maldita gravedad):

—Tenía agua.

—¡Porque pasaste por la ventana de la cocina una manguera de casa del señor Flannigan!

—No soy ninguna inválida, Eleanor. —Habló con una ira silenciosa, su enfado reducido a una costra tan dura que necesitarías un martillo para quebrarla.

Mi madre se rio en su cara:

—¿Cuánto hace que no te duchas? ¿Que no te lavas los dientes?

—Eso es irrelevante.

—Ya tengo dos críos, madre, no necesito otro.

—Prefiero morirme a vivir en un sitio de esos.

Se miraron fijamente la una a la otra desde lados opuestos de la mesa. El aire que las rodeaba era una nube tóxica de humo de tabaco y resentimiento. Estaba seguro de que se habían olvidado de que yo estaba allí, y lo inteligente hubiera sido escabullirme, pero yo pensaba más con el estómago vacío que con el cerebro:

—La abuela no debería estar en una residencia, mamá.

—Tú no te metas, Henry.

La abuela se levantó y se fue hacia la nevera:

—Vete a tu cuarto y espera a que llegue tu padre. —Se quedó delante de la puerta abierta, mirando los estantes de comida.

—Papá no está —dijo mi madre dejando de lado su acritud—. Lleva muerto mucho tiempo.

—No digas cosas tan horribles —balbució la abuela—. Creo que le gustaría un estofado para cenar.

Al principio, los olvidos de la abuela eran divertidos: se equivocaba con los nombres, se confundía con los cumpleaños, nos enviaba postales navideñas en pleno verano… Pero ya no es así. A veces me mira y lo único que veo es un abismo profundo donde antes estaba mi abuela. Se está convirtiendo en una desconocida para mí, y a menudo yo no soy nadie para ella. Luego, al cabo de diez minutos, viene y me dice que soy su nieto favorito. Los médicos de la abuela creen que su memoria seguirá deteriorándose. Ahora mismo, hay más días buenos que malos, pero al final solo habrá días malos.

—Vendré directo a casa después del instituto —prometí—. No la metas en una residencia.

La abuela puso en la mesa mantequilla, tomates y un paquete de muslos de pollo. Fuera lo que fuera que iba a preparar, no era estofado.

Mi madre agarró con torpeza el paquete de tabaco y se encendió otro cigarrillo:

—Da igual. Tampoco es que podamos pagar una residencia, sobre todo con lo que coméis tu hermano y tú. —Echó un vistazo a la caja de zapatos, llena de facturas sin pagar—. No me voy a hacer rica de camarera.

—Pues busca otro trabajo —dije—. Estudiaste cocina en Francia. Deberías llevar tu propio restaurante.

—Henry…

—Venga, mamá, sabes que tengo razón. Seguro que hay un montón de restaurantes que te contratarían. Si solo intentaras…

—Henry —me cortó—, cállate.

Charlie y su novia, Zooey Hawthorne, irrumpieron en la cocina cargando con bolsas de la compra, totalmente ajenos a la tensión que se pegaba a las paredes cual manchas de grasa. Nunca pensé que me alegraría de ver a Charlie.

—¿Quién tiene hambre? —preguntó mi hermano dejando las bolsas sobre la mesa y apartando la creciente colección de ingredientes inconexos de la abuela—. Zooey va a hacer pasta carbonara, y se me ha ocurrido que la abuela podría hacer una tarta de manzana.

Zooey le dio un beso en la mejilla a la abuela y la apartó de la nevera:

—Tienes que darme la receta, ¡está buenísima!

Zooey es más alta y más delgada que Charlie, tiene la piel de color castaño y unos ojos marrones que parece que siempre estén en las nubes. Es demasiado buena para el capullo de mi hermano.

Yo seguía esperando a que mi madre retomara la discusión donde la habíamos dejado mientras Charlie y Zooey sacaban la compra como si fuéramos una familia feliz. Como si esto fuera normal.

—Yo esta noche paso de la intoxicación alimentaria —dije.

Charlie me agarró con fuerza del brazo y tiró de mí hasta que compartimos un abrazo incómodo. Eso me descolocó mucho. Charlie no me abraza (no nos abrazamos), no va con nosotros. Tirarnos de los gayumbos, chuparnos el dedo y meterlo en la oreja del otro, puñetazos en las piernas, partirnos la nariz… Esas cosas sí que iban con nosotros.

—Cena familiar, hermanito.

Mi madre sacudió la cabeza. Tenía los hombros caídos y la espalda encorvada; daba la impresión de que tenía una joroba.

—Charlie, no creo que hoy sea…

—Estamos embarazados.

Zooey y Charlie se colocaron muy juntos, se dieron la mano y compartieron una sonrisa boba. Ella se acarició el vientre, todavía plano, y dijo:

—De diez semanas. Al principio no estaba segura, aunque había hecho muchos tests en casa, así que al final fue a la gine y me lo confirmó... ¡Estamos embarazados!

—Yo ya le dije a mamá que te castrara —comenté, y Charlie me dio un guantazo en toda la oreja.

—Ten más respeto, niño.

—¿Niño?

Mi hermano es un niño. Sí, puede beber alcohol, fumar y matar en tiempos de guerra, pero sigue siendo un niño estúpido. Mea con la tapa del váter bajada y no sabe usar la lavadora. Hace solo dos meses, se metió un M&M por la nariz tan al fondo que tuvimos que llevarlo a urgencias para que se lo sacaran. Charlie es incapaz de tener un bebé porque él mismo es un bebé.

Pero allí estaban Charlie y Zooey, en medio de la cocina, sonriendo y sonriendo, esperando a que alguien les felicitara o les dijera que estaban echando a perder sus vidas. Cuanto más esperaban, más forzadas eran sus sonrisas, cuyos bordes empezaban a ceder. Quizás se habrían quedado esperando para siempre si la abuela no hubiera roto el silencio.

—Jovencito, ¿saben tus padres que vas a tener un bebé con una chica de color?

—¡Abuela! —exclamé muerto de vergüenza, pero riéndome como te reirías si un niño pequeño grita «¡cojones!» en medio de un centro comercial abarrotado.

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