Bruna Faro - Memorias de una niña Alba

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La novela Memorias de una niña Alba es un relato crudo de la infancia dolorosa de las niñas olvidadas. Los bestiales adultos que debían cuidarlas develan su monstruosidad y se niegan a contenerla. Están solas o más bien se acompañan entre ellas y deben aprender a protegerse del sórdido mundo que quienes debían cuidarlas han construido. Una de ellas siente la obligación de contar los hechos. Hay una huella dolorosa que ha quedado para siempre.

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—Bueno, ya está todo claro y es tarde. La mamá tiene que irse —dijo la hermana.

—Vendré el fin de semana, estarán bien —aseveró mi mamá.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Mi hermanita corrió a sus brazos. Trepó con su pequeño cuerpo de cuatro años por su torso. Se prendió a su cuello y lloró. No me atrevía a acercarme. No creí correcto que Margarita me viera débil, yo la cuidaría desde ese día en adelante. Le ordené a mis lágrimas no salir. Mi cuerpo temblaba ante la inminente soledad. Retrocedí y fijé la vista en otro punto. Me avergonzaba de mi debilidad. Ya era grande. O eso creía. Ya tenía siete años. Debía hacerme cargo, pero no pude. No pude sostenerme en pie. Mis ojos explotaron y me atreví a reclamar un cariño.

—Dime que no te vai a ir lejos. Dime que vai a volver —dije llorando. Los mocos me corrían hasta la boca y no me importaba. Me aferré al cuello de mi mamá y le rogué que no nos olvidara.

—No te vayas, mamita, por favor no te vayas —gritaba Margarita.

La hermana Carmen tomó a mi hermanita en sus brazos, mientras ella trataba de alcanzar a nuestra mamá con sus pequeñas manos. Su cuerpo se transformó en una pequeña bola de brazos y piernas entrecruzadas mientras su pelo negro azabache se pegaba a su carita suplicante. Mi mamá se levantó y me apartó de su lado con fuerza. Me paró frente a ella y desde arriba me observó. No sé si tenía tristeza como nosotras, pero quise pensar que sí. Pasó la vista desde mí a Margarita, dio media vuelta y desapareció por la puerta.

3

La hermana bajó a Margarita de sus brazos y ella se prendió de mi cintura.

—No quiero que se vaya. Dile que no se vaya —gritaba sin consuelo.

—Yo tampoco, pero va a volver. No llores por favor, no sé que hacer. —La abracé, le limpié la cara y también la mía.

Nos sorprendió una orden de la hermana. Fue una orden fuerte y enérgica.

—Basta de llantos. La mamá ya se fue, deben acomodarse. Primero a almorzar. —Nos tomó de los brazos, a la altura del codo y nos condujo hacia el pasillo.

Al cruzar la puerta nos encontramos de frente con una niña algo mayor que nosotras. Debió haber tenido unos 14 años.

—Lleva a estas dos al baño. Que se laven bien la cara, y después llévalas al comedor —dijo bajando la escalera. Nos miró con amabilidad y obedeció la orden de la hermana.

Margarita se aferró a mi mano sin despegar la mirada del piso. Yo me quedé petrificada en el lugar. No sabía qué hacer. Si avanzar o esperar una orden para moverme.

—Hola, me llamo Elsa. Y tú, ¿cómo te llamai? —preguntó la interna, mirándome a los ojos.

—Hola, me llamo Aurora, y ella Margarita —respondí tímidamente.

—¿Vení' llegando?

—Sí. Recién se fue mi mamá.

—Apúrense mejor. O la vieja va a volver y nos van a castigar a las tres. Ahí está el baño —dijo, haciendo un movimiento de cabeza hacia la puerta de enfrente.

Con mi hermana de la mano avancé rápidamente y nos metimos dentro. Era un espacio grande, también color amarillo pálido. Al entrar a mano derecha, pegados a la pared, había una fila de cinco lavamanos y arriba de estos un espejo que cruzaba el lugar de lado a lado. Frente a los lavamanos, una fila de 5 duchas separadas por paredes entre sí, y al fondo, un banco de madera.

Avanzamos hacia un lavamanos y lavé el rostro de Margarita. Sus ojos estaban hinchados, rojos y los mocos aún le corrían hasta la boca. La aparté a un lado para poder lavarme. Una vez lista, pasé la vista por el lugar en busca de toalla. Elsa entendió lo que buscaba, porque me miró y movió la cabeza.

—¿Querí' toalla? —preguntó en tono burlón.

—Sí.

—¿Vo' creí' que estái en un hotel?

Moví la cabeza en negación. No es que me haya sentido necesitada de una, en mi casa tampoco había. Cuando nos lavábamos, nos secábamos con una polera vieja y listo, sin embargo, creí que en el hogar sí habría.

—Sécate con la manga no má. Cuando querái venir al baño tení' que avisarle a una de las monjas y ellas te pasarán confor y toalla. Ya, apúrense no más.

Sequé el rostro de Margarita con la punta de mi polera y después el mío. Salimos rápidamente del baño y seguimos a Elsa hacia el primer piso, donde estaba el comedor.

Cuando dimos la vuelta hacia el pasillo, supimos que el comedor estaba lleno, pues se escuchaba el murmullo desde larga distancia. Elsa avanzaba delante de nosotras y abrió completamente la puerta para que pudiéramos pasar. El ruido cesó de golpe. Todas las caras se volvieron hacia nosotras y Margarita se escondió tras de mí. Quedé petrificada de la vergüenza.

Sor Soledad se encontraba de pie junto a la puerta de la cocina, mientras otras mujeres, con delantales blancos y gorros en la cabeza, repartían bandejas servidas en las mesas.

La Sor avanzó hacia nosotras y se dirigió al resto de las niñas.

—Ellas son Aurora y Margarita. Desde hoy vivirán aquí —dijo tirando de nuestros brazos. Luego llamó a otra monja, que ayudaba a repartir platos, con un gesto de manos.

Las niñas nos miraban curiosas y cuchicheaban entre sí.

—Acomoda a estas dos en sus lugares —dijo dirigiéndose a la monja y luego a nosotras—: Memoricen bien el lugar donde se van a sentar. Porque siempre debe ser el mismo desde hoy.

Asentí con la cabeza y comenzamos a caminar. Mi cuerpo frenó de golpe cuando la Sor me detuvo.

—Tú siéntate en la mesa de la esquina —dijo mostrándome un espacio libre—. Tu hermana se sentará con las de su edad.

Margarita se aferró a mi mano. La solté cuidadosamente y le pedí tranquilidad con la mirada. Ella accedió y se sentó en el lugar que le señalaron, en el instante preciso en que ponían una bandeja frente a ella. La vi tomar tímidamente la cuchara y revolver la comida. Sabía que tenía hambre. No habíamos comido desde el día anterior. Aunque no era mucho tiempo para nosotras… una vez habíamos pasado dos días enteros sin comer ni un pedazo de pan.

Miré a mis compañeras de mesa y las saludé con la mirada. Algunas me respondieron, otras no me miraron. Pronto llegó mi bandeja. Era un rectángulo de plástico café claro con compartimientos. En el más grande había un puré con huevo y en uno de los pequeños una ensalada de repollo. No recordaba desde cuándo que no me había servido una comida así. ¡Hasta tenía ensalada!

Al principio me cuidé de no parecer hambrienta, pero lo estaba. Así que olvidé mi vergüenza y comí. Comí como un lobo hambriento desesperado. No paré hasta que mi plato quedó completamente vacío.

Levanté la vista hacia mis compañeras que me miraban conteniendo la risa.

—¡Tenía hambre la rucia! —dijo la interna que estaba sentada a mi lado.

—Es que no habíamos almorzao na hoy —contesté en mi defensa.

—Mejor que te la comiste toa altiro. O me la iba a comer yo —replicó riéndose.

No supe qué contestar a su comentario. Seguramente era una amenaza, pensé. No supe traducirlo, pero me removí con nerviosismo en el asiento y bajé la mirada.

—La chola que estaba contigo también tenía hambre parece —volvió a decir la misma niña, señalando a Margarita.

—No le digái na chola. Es mi hermana y se llama Margarita —le respondí.

—Chola no más y listo —me contestó riendo.

La Sor dio orden de juntar las bandejas y entre todas fuimos poniendo una encima de la otra. Una señora de las que servían la comida pasaba retirándolas y detrás de ella la monja que nos acomodó, sostenía una bandeja llena de naranjas. Nos iba preguntando cómo la queríamos y nos la entregaba. Yo la pedí partida por la mitad. Desde mi lugar veía a mi hermana comiendo gajo por gajo la naranja que había pedido pelada.

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