Francisco Javier de la Torre Díaz - Los santos y la enfermedad

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La relación con el dolor desvela quiénes somos en lo hondo. Estas páginas pretenden ofrecer una reflexión rigurosa y actualizada de la vivencia y el pensamiento sobre la enfermedad de santos importantes de la tradición católica. Con ello se quiere acercar la santidad a una experiencia humana universal, a la experiencia de vulnerabilidad física, psicológica y social que supone el ser in-firmus.San Agustín, san Benito, san Francisco de Asís, santa Clara de Asís, santo Tomás de Aquino, san Ignacio de Loyola, san Camilo… Muchos santos vivieron una existencia humana en un estado de enfermedad que les configuró y les marcó de modo hondo como una especie de «segunda naturaleza». No fueron simplemente espectadores, sino «pacientes» visitados por el dolor y la enfermedad.

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Para conocer mejor quién fue Basilio en su vivencia más amplia de la enfermedad es relevante valerar su pensamiento acerca de esta, no tanto solo a partir de lo que sus cartas expresan, sino también desde otros dos textos suyos, para ver si hay o no sintonía entre el discurso textual más privado y el más público. En concreto, dos textos: la homilía 9, muy conocida por su nombre latín de Quod Deus non est auctor malorum, y probablemente redactada alrededor del 368, y el capítulo 55 del Regulae fusius tractatae, redactado en el momento de su retiro con familiares y amigos como Gregorio de Nacianzo en Annesis. Para la realización de esta sección partiremos, una vez más, de un análisis personal de esas fuentes, para después verificar la exactitud de nuestro dictamen en fuentes secundarias.

Pues bien, de acuerdo con nuestro pensador, en su esbozo de una teodicea, ni la muerte, ni la enfermedad, ni el pecado existen a causa de una intención malévola de Dios, quien «no tiene ninguna responsabilidad [...] en los males que afligen a su creación» 44. Todo esto derivó solo de las elecciones voluntarias y conscientes de la humanidad, mediante el uso de un libre albedrío que es fundamental para que el ser humano pueda colaborar –libremente y sin ninguna restricción o constreñimiento (cf. Homiliae 9,6)– en el «ser criatura de Dios llamada a ser Dios» 45. Es decir, todo aquello derivó «no por necesidad, sino por insensatez» (Homiliae 9,7) del ser humano, que, habiendo descuidado la virtud de la prudencia (cf. Homiliae 12,6), no escogió siempre el bien. Afirmar que el mal, como la enfermedad considerada en sí misma, vienen de Dios, y negar así la bondad divina, es un acto de incredulidad igual que los que afirman, de modo más directo, la inexistencia de la divinidad. Aunque se pueda correr el riesgo de no decir más de lo que acabamos de afirmar, creemos, no obstante, que las propias palabras de Basilio merecen ser transcritas:

Uno es, pues, insensato, privado de razón y de inteligencia, yendo al punto de decir que no hay Dios. El otro se acerca mucho a él y no se queda atrás en la locura, diciendo que Dios es el autor del mal. Yo creo que ambos son igualmente culpables, porque los dos niegan de igual modo el Ser bueno: uno diciendo que [Dios] no existe, y el otro sentenciando que [Dios] no es bueno, pues si [él] es autor del mal, no podrá ser bueno (Homiliae 9,2).

Es un hecho que el cuerpo y el alma de nuestros primeros padres fueron creados por Dios para «disfrutar de la vida eterna» (Homiliae 9,7), pero no el padecimiento ni el pecado que los afligen respectivamente. Esta aflicción deriva, eso sí –y sin convertirse en algo sustancial (cf. Homiliae 9,2; 5; Homiliae in Hexaemeron 2,4s)–, de una «disarmonía en la naturaleza» (Homiliae 9,6) de la humanidad, que separó lo que Dios había unido: la salud del cuerpo y, más grave aún, la virtud del alma (cf. Homiliae in Hexaemeron 9,4). Aquí radica la disarmonía que fue instigada por el libre albedrío humano y, en primera instancia, por el Maligno, quien envidió la salud de una humanidad paradisíaca (cf. Homiliae 9,8) que estaba «exenta de enfermedades gracias a los dones de la creación anteriores a la caída» (Regulae fusius 55,1). En este contexto, la propia muerte biológica, que sucedió a aquella caída fruto de la colaboración entre el ser humano y el Maligno (cf. Homiliae in Hexaemeron 2,4), no es, para nuestro pastor, propiamente un castigo, sino la garantía de que las debilidades humanas no se podrían eternizar (cf. Homiliae 9,7).

Por eso, Basilio sostiene que Dios puede enviar enfermedades, que jamás separan por sí mismas al ser humano de Dios, sino que solo son como una etapa de un más amplio proceso de salvación. Una etapa en que, en la actual condición poslapsaria, se revelan como malignas apenas en apariencia (cf. Homiliae 9,5), de modo que pueda surgir algo mejor para el sujeto. Así pues, las enfermedades –que Basilio sabe bien, por ejemplo, que pueden derivarse de inhalar aire presente en ambientes insalubres (cf. Homiliae 9,9)– obligan al sujeto, de alguna forma, a moderarse y armonizarse con la razón de su naturaleza verdadera y así dejar de pecar (cf. Homiliae 9,3). En palabras de Jean-Claude Larchet: «El sufrimiento puede ofrecer entonces [al ser humano] la ocasión para ser purificado de sus pecados» 46.

Nuestro pastor no ignora ni esconde que este paso es generalmente doloroso, pero llama la atención sobre que eso no es en nada diferente del médico que, de modo análogo al actuar de Dios, puede provocar un padecimiento en una parte del cuerpo para impedir que la totalidad del mismo muera y que «la razón recta orienta, por consiguiente, que no rechazamos ni cortes, ni cauterizaciones, ni los dolores provocados por medicinas amargas y desagradables, ni la abstinencia de comida, ni un régimen estricto, ni el verse obligado a frenar lo que es perjudicial» (Regulae fusius 55,4). Dios, sin que debamos rechazar su acción, se sirve pedagógica y paternalmente del sufrimiento, tal como el médico puede usar un veneno natural para crear fármacos: «Tales males vienen de Dios para impedir los verdaderos males de nacer; él imaginó las aflicciones del cuerpo y las penas exteriores para bloquear el pecado. Así, Dios destruye el mal, pero el mal no viene de Dios, del mismo modo que el médico retira la enfermedad, pero no da la enfermedad al cuerpo» (Homiliae 9,5).

Al hilo del párrafo anterior podemos empezar a abordar la teología basiliana de la curación. Según nuestro teólogo, en el paraíso no eran precisas las técnicas en general, pero, después de la caída en que la humanidad asintió deliberadamente, Dios la proveyó con el arte «médico» (Regulae fusius 55,1). Un arte, y no menos una técnica, que no debe ser ni absolutizado ni menospreciado (cf. Regulae fusius 55,4), sobre todo porque su poder curativo no viene ni de los médicos ni de sus fármacos, que son, en ambos casos, siempre mediaciones del poder sanador divino (cf. Regulae fusius 55,4). El ejemplo dado por Basilio es especialmente ilustrativo y revelador: «Tal como Ezequías no consideró el pedazo de higos como la primera causa de su recuperación de la salud y no pensó este fruto como responsable de la curación de su cuerpo, antes dio gloria a Dios y dio gracias por la creación de los higos» (Regulae fusius 55,3).

Ahora bien, para que tal arte médico pudiera existir y ser eficaz, el propio Creador colocó providencialmente ciertos elementos en la naturaleza (cf. Regulae fusius 55,2), de modo que la humanidad –también mediante el conocimiento de ellos y su utilización correcta– pudiera, por el saber médico –por él tenido como un medio de hacer el bien (cf. Epistolae 189,1)–, encontrar alivio y consuelo en los momentos de sufrimiento. Para Basilio es ponerse, de algún modo, contra el propio designio divino cuando la persona enferma «obstinadamente rechaza por completo las ayudas [médicas]» (Regulae fusius 55,3) o las usa mal en lugar de servirse de ellas para la gloria de Dios, de la misma manera que, con mayor razón, esa persona debe cuidar de su propia alma.

¿Y si los tratamientos médicos no son eficaces, tal como fue casi una constante en la vida de Basilio? Jean-Claude Larchet, teniendo en cuenta el pensamiento de nuestro autor, apunta a esta realidad y señala que, aunque «reconociendo el valor de la ciencia y de la práctica médica, los Padres subrayan claramente sus límites» 47. Pues bien, en el caso en que las terapias se revelan ineficaces, Basilio advierte que el creyente debe confiar en que Dios nunca lleva a alguien a un estado que exceda su capacidad de soportarlo, sobre todo en lo que podría comportar una separación de su Creador (cf. Regulae fusius 55,2).

Pero en el caso de que la enfermedad se extienda y se convierta en una enfermedad «crónica» (Regulae fusius 55,3), el creyente debe vivir esa situación como un llamamiento a una reparación de los pecados y a un cambio de actitud espiritual de fondo, «mediante oración frecuente, penitencia prolongada y la disciplina rigurosa del tratamiento que la razón puede discernir como adecuada para la curación» (Regulae fusius 55,3). Basilio nunca se olvida de mencionar la oración como fundamental, incluso para una cura que se sabe que los médicos pueden realizar. Pero esta oración tiene dos rasgos esenciales. Por un lado, el coraje, que es considerado como una matriz para el incremento de la disponibilidad y de la resiliencia espiritual (cf. Homiliae 10). Por otro, un continuo hacer memoria de Dios (cf. Regulae fusius 2; 5; Epistolae 22) en busca –llena de aquella esperanza que, hija del amor, que es la norma de la salud (cf. Regulae brevius 172) y de la humildad, revela el celo espiritual (cf. Regulae brevius 32)– de la máxima fecundidad de la acción del Espíritu Santo, que reabre, de una forma incoativa en esta vida, las puertas de la vida paradisíaca (cf. De Spiritu Sancto 15,36).

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