Al día siguiente emprende el camino de regreso a Asís y se desencadena abiertamente su largo proceso de conversión (1202-1208), en el continuo alternarse de momentos de incertidumbre y abatimiento con otros de profundo gozo (cf. TC 11-12). Entre tanto, un día, de manera más o menos fortuita, se encuentra con un leproso –el enfermo por antonomasia en la sociedad medieval– 7y tiene lugar la experiencia fundante de su conversión, que le fuerza a cambiar radicalmente su actitud ante la vida, ante sí mismo, ante los otros y ante Dios:
El Señor me dio a mí, el hermano Francisco –escribe en su Testamento–, el comenzar de este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos; pero el Señor mismo me llevó entre ellos y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y, después de un poco de tiempo, salí del mundo (Test 1-2).
Poco a poco fue descubriendo una realidad que aún no se había atrevido a mirar cara a cara: la del hombre naturalmente frágil, limitado y necesitado de solidaridad, especialmente en el sufrimiento, la enfermedad, la marginación y la pobreza. Comenzó de inmediato a prodigar sus cuidados a los leprosos y a convivir con ellos, aun a costa de sufrir la incomprensión y persecución familiar y el rechazo de sus conciudadanos, para quienes tenían un valor sacro las normas comunales, que relegaban a los leprosos en leproserías lejos de la ciudad y ordenaban buscarlos escrupulosamente para mantenerlos alejados, y maltratarlos si fuera necesario 8.
El encuentro con los leprosos y la práctica de la misericordia con ellos supuso, pues, en Francisco una verdadera transformación existencial: «Lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo», y una transformación espiritual: «Y, después de un poco de tiempo, salí del mundo».
Pero como hito determinante de la conversión y forma de vida y misión de Francisco hay que situar no solo el encuentro con los leprosos, que él recuerda, paradigmáticamente, en su Testamento, sino también, y estrechamente unido al anterior, el encuentro con Cristo leproso-varón de dolores (cf. Is 53,4-5), pobre y crucificado, del que habla seguidamente en el mismo Testamento (cf. Test 4-5). El encuentro con los leprosos es para él la experiencia fundante de su conversión, pero su verdadero alcance no se le desvelará sino en el encuentro con Cristo, el siervo sufriente, aunque ello no se le hará claro sino tras un largo proceso de discernimiento de la voluntad de Dios sobre sí, en el que parecen haber sido especialmente significativas la «locución» del Cristo de San Damián y la escucha del evangelio de la misión (cf. 1Cel 22; 2Cel 10-11): como los leprosos abren el Testamento, el seguimiento de las huellas de Cristo siervo abre su Regla (cf. Rnb 1,1; Rb 1,1).
2. San Francisco y la enfermedad en su vida de conversión y en su proyecto
a) «Estuvo siempre enfermo»
Las primitivas biografías de san Francisco son concordes en afirmar que era de constitución frágil y delicada, y que «estuvo siempre enfermo» y cada vez más enfermo (cf. LP 106 y 117), a lo que habrían contribuido especialmente la prisión en Perusa, la dureza de su vida itinerante y la radicalidad de su pobreza y penitencia.
Su vida de hermano menor aparece jalonada por continuas y nuevas enfermedades: una enfermedad de tipo gástrico y una fuerte fiebre le obligan a poner fin a su viaje a España en 1204 (cf. 1Cel 56; 3Cel 34); con ocasión de su viaje a Oriente en 1219-1220, en su particular anticruzada, adquirió una dolorosísima conjuntivitis tracomatosa (cf. LP 77); poco después sufrió unas persistentes «fiebres cuartanas» (cf. LP 80), acompañadas en breve por graves dolencias de todo el aparato digestivo (cf. 1Cel 98; LP 77), que no serían sus últimas dolencias y enfermedades 9.
El año 2012, la doctora María Cambray publicó un estudio sobre Las enfermedades de san Francisco, que –mientras esperamos la valoración que de sus resultados puedan hacer otros especialistas, y supuesto el carácter un tanto aproximativo de todas las conclusiones al respecto (pues la medicina hoy exige pruebas técnicas, radiológicas, etc.)– parece abrir nuevos horizontes en este tema que ha interesado a numerosos profesionales de la medicina, aunque sus conclusiones son muy diversas 10. Según la doctora Cambray, Francisco se habría encontrado, en sus últimos años, con las secuelas de las múltiples enfermedades sufridas a lo largo de su vida: fiebres tifoideas contraídas en la prisión de Perusa, paludismo, tracoma, y, a causa de una alimentación irregular e inadecuada, desde su conversión estaba enfermo de estómago y de todo el aparato digestivo, lo que habría derivado en cáncer de estómago y sido la causa de su muerte 11.
Por otra parte, aun cuando sea necesario distinguir los hechos y la interpretación que de ellos dan los biógrafos, Francisco presta muy escasa atención a los cuidados que reclaman sus varias enfermedades, según afirma la generalidad de las fuentes:
Los hermanos le aconsejaban frecuentemente, e insistentemente le rogaban que tratara de restablecer su cuerpo enfermo y debilitado en extremo con la ayuda de los médicos. Él, empero, hombre de noble espíritu, dirigido siempre al cielo, que no ansiaba otra cosa que morir y estar con Cristo, se negaba en redondo a ello (1Cel 98; cf. LP 77).
Una lectura afinadamente crítica de las fuentes biográficas franciscanas obliga, sin embargo, a matizar la afirmación de Tomás de Celano, reconociendo que en Francisco se da una clara ambivalencia en relación con los cuidados especiales que reclamaban su frágil salud y sus muchas dolencias, ambivalencia que no es, en definitiva, sino una expresión más del desfase obligado en su vida entre la desmesura del radicalismo evangélico en el seguimiento de Cristo y su propósito de ejemplaridad, por una parte, y la limitación y fragilidad de la condición humana, por otra. Siente que la búsqueda de cuidados especiales podría alejarle de su vocación y misión de hermano menor –llamado a la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y crucificado– y poner en entredicho su confianza incondicional en Dios, de lo que parece ser un eco cuanto dice en la Regla (cf. Rnb 10,3-4); por ello se despreocupa totalmente de su enfermedad, y, cuando se ve obligado por ella a particulares cuidados en el vestido, la alimentación, etc., se acusa públicamente de glotón, de dar una falsa imagen de santo pobre y penitente (cf. 1Cel 52; LP 80-81). Pero, al mismo tiempo, busca alivio a los dolores de su enfermedad pidiendo expresamente ciertos alimentos y bebidas desacostumbradas en su fraternidad (cf. 1Cel 61; 2Cel 170; LM 5,19; LP 71), procurándose la cercanía y los cuidados de sus compañeros más íntimos (cf. 1Cel 102), escuchando un poco de música (cf. LP 66, LM 5,11) o cantando y haciéndose cantar su Cántico de las criaturas (cf. LP 99; cf. 1Cel 109)… y pide a Clara y las hermanas de San Damián moderación en su pobreza y penitencia y asegurarse los necesarios cuidados y ayuda en sus enfermedades (cf. ExhCl 4-6) 12.
En los últimos meses de su vida, reconciliado con su arqueología, su fragilidad y su enfermedad, pide perdón a su cuerpo por haber pretendido negar sus necesidades –«Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora condesciendo de buena gana a tus deseos y me apresto a atender tus quejas» (2Cel 210)– y agradece tener a la cabecera de su cama a su vieja amiga Jacoba de Settesoli (fray Jacoba), que llega a Santa María de los Ángeles con los dulces que le daba cuando estuvo enfermo en Roma y que él le había pedido formalmente que le trajera (cf. CtaJac).
b) Enfermo entre los enfermos
Tomás de Celano, y con él la generalidad de los primitivos biógrafos de san Francisco, deja constancia de que el santo «tenía mucha compasión de los enfermos» y era muy solícito en salir al encuentro de sus necesidades, haciendo todo lo posible para aliviar sus dolencias, fuera lo que fuera (cf. 2Cel 175); así, por ejemplo, le vemos que «en días de ayuno comía también él, para que los enfermos no se avergonzaran de comer» (2Cel 175), y en la Regla hace una excepción en su prohibición absoluta del dinero en relación con los enfermos: «Ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y adondequiera que vaya, tome, reciba o haga recibir pecunia o dinero, absolutamente por ninguna razón, a no ser en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos» (Rnb 8,3) 13.
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