Naturalmente, en esta actitud subyace un modelo de cultura, de identificación de este modelo con la ortodoxia y de recelo y rechazo de cuanto no coincida con el modelo propio. Esto explica el corto y anacrónico bagaje con el que una buena parte de los episcopados italiano y español se dirigió a Roma para participar en el Concilio Vaticano. Apenas conocían las corrientes dominantes en Centroeuropa y seguían pensando que la situación existente en sus países era la ideal entre todas las posibles. En sus discursos encontramos no pocas ideas y características del integrismo propio de los primeros decenios del siglo XX. La pretensión de olvidar el pasado inmediato; la idea de mantener el talante católico y los documentos pontificios del siglo XIX, sin aceptar que se correspondían con una época que poco tenía que ver con la nuestra; la condena tajante del liberalismo, entendido como el conjunto de las libertades de pensamiento, enseñanza, publicación y cultos, libertades que consideraban causantes de todos los males modernos, y el recelo hacia el pluralismo y la democracia; la añoranza por la confesionalidad de los Estados y por el pasado tridentino, considerado como el mejor de los tiempos, constituyen algunos de sus rasgos más característicos. Una vez más, se trata de no aceptar el siglo en el que les ha tocado vivir, condenando todas sus características. Se trata de una lucha titánica contra el tiempo, contra la realidad, contra el mundo.
Los cambios consecuencia del Concilio, que se producen a partir de 1965 y que claramente representan un punto de no retorno, constituyen para los fundamentalistas cristianos una tragedia de consecuencias incalculables. Incluso intelectuales franceses, ateos declarados, escriben muy negativamente contra los cambios litúrgicos, considerando que la aparente debilidad de la Iglesia constituye un mal para la sociedad en su conjunto. Dan a entender, pues, que los cambios surgidos alrededor del Concilio resultan negativos para el cristianismo y para el Estado. Simultáneamente aparece un anticlericalismo de derechas, dentro de la misma Iglesia, que ataca a algunos sectores de la jerarquía y del clero con una virulencia desconcertante. Identifica la defensa del catolicismo y de la Iglesia con sus ideas religiosas y políticas, casi siempre interrelacionadas. No acepta ni el Concilio, ni la democracia, ni el cambio social. La campaña de desprestigio contra sus opositores utiliza las acusaciones de «comunistas», «criptoprotestantes» y «masones».
Tras este rechazo generalizado de la sociedad moderna se encuentra, en realidad, la defensa de una concepción política y económica, pero también de un modo de estar en la sociedad y de concebir la eclesialidad. En efecto, defienden, sobre todo, una eclesiología que había sido superada por la doctrina conciliar. Pocas veces en nuestra historia encontraremos un ejemplo tan claro de intromisión indebida, con métodos inmorales, en la vida de la Iglesia por parte de una minoría cuya fuerza no era solo el poder político y económico, sino la insidia, el secreto y la mentira. De hecho, en estos ambientes, tanto romanos como nacionales, se mantendrá el convencimiento de que los obispos conciliares no habían sido capaces de defender sus derechos y la doctrina adecuada y de que, por consiguiente, era urgente un cambio.
En momentos de dificultad se tiende a la rigidez y a individuar enemigos. Se divide la sociedad entre los buenos y los otros, los católicos sin más y los otros, los seguros y los otros.
Para unos, la posibilidad de ser miembros de la Iglesia queda restringida a la identificación con su punto de vista, con su idea de Iglesia y de doctrina. Para Lamennais, la no aceptación de sus ideas suponía el desinteresarse completamente de la casa familiar, el sentirse extraño en ella, el no preocuparse más por ella. En cualquier caso, en una institución religiosa en la que la conciencia y la caridad resultan las columnas vertebrales, la arrogancia y prepotencia de quienes ejercen la autoridad resultan decisivas. Quienes impiden, atacan o debilitan la comunión entre sus miembros resultan los responsables. Entre estos, su actitud rígida e integrista no se debe siempre a la defensa incansable de los derechos de la verdad ni al convencimiento de que hay que proclamar los derechos de la verdad «caiga quien caiga», sino, a menudo, a una ignorancia personal, a cierta insensatez incapaz de calibrar los efectos de los medios utilizados para proclamar su verdad, a concepciones de Iglesia que no siempre son la evangélica.
En nuestros días, la aceptación del pluralismo religioso y del diálogo intraeclesial constituye la auténtica revolución contemporánea, pero, al mismo tiempo, observamos cómo todo se complica y se agudiza. No solo da lugar a las acusaciones de Lefebvre de neomodernismo y neopaganismo, sino que está resultando muy difícil ponerlo en práctica, sobre todo internamente. En efecto, nos encontramos con una comunión de Iglesias que viven situaciones y anhelos diferentes. Se trata de aceptar un pluralismo religioso intraeclesial que no rompa, naturalmente, los postulados básicos de la revelación y de practicar un diálogo eficaz entre el centro de comunión y las diversas Iglesias, y de estas entre sí. Se trata, de manera urgente, de fomentar y conseguir un diálogo y una auténtica comunión entre los diversos talantes y mentalidades presentes en cada Iglesia y en cada comunidad.
Naturalmente, no es posible llegar a esta situación de comunión intraeclesial si predomina el fundamentalismo, sus métodos, sus miedos y sus sospechas. El reto más importante en la Iglesia actual es el de superar el reino de la sospecha. Durante estos dos siglos se ha instalado en el ámbito eclesial la óptica de situación, la sospecha de que los que piensan o sienten de otra manera resultan deletéreos para la comunidad creyente y para la evangelización. Los «otros» son considerados herejes infiltrados, movidos por extrañas intenciones, o personas ignorantes o ávidas de poder que buscan solo la imposición de sus ideas. No es posible un pluralismo convergente en el planeta de la sospecha, no es posible una comunión eclesial allí donde la desconfianza camina en todas direcciones. Otro tanto se debe afirmar de las causas de nombramientos o exclusiones. Conviene recordar las palabras de Newman: «Exigen una Iglesia dentro de la Iglesia [...] convirtiendo en dogma sus puntos de vista particulares. Yo no me defiendo contra sus opiniones, sino contra lo que se debe llamar su espíritu cismático».
Y junto a la sospecha, el miedo. Aunque se trate de una moneda corriente en los ámbitos del poder político o económico, si se instala en la Iglesia se resquebraja su esencia. Además, allí donde se instala el miedo crece la prepotencia y la tiranía, tal como he expuesto en estas páginas. Además, ¿miedo a qué? ¿A que se deforme la Palabra de Dios o a que se cambien interpretaciones de esta palabra que se deben a sensibilidades, informaciones o comprensiones propias de la cultura y de la mentalidad de otros tiempos y que hoy han sido superadas o completadas gracias a una precisa evaluación del signo de los tiempos?
Hay muchas clases o manifestaciones del fundamentalismo. Todas van contra la libertad del acto de fe, contra la comunión eclesiástica, contra la paz y la alegría interior, fruto de la Buena Nueva anunciada. Todas van contra la autoridad entendida como servicio, contra la fe razonable y el amor fundamento de la comunidad. Todas atentan contra la realidad de una Iglesia espacio de comunión de sus miembros.
Este fundamentalismo se ha expresado virulentamente con motivo del pontificado de Francisco en una Europa y Norteamérica cuyas Iglesias católicas se encuentran en grave crisis de descomposición. El papa que viene del fin del mundo, que ha vivido la aplicación del Vaticano II y los sínodos de Medellín, Puebla y Aparecida, con la sensibilidad de los países del Sur, preparados para considerar con seriedad los signos de los tiempos, está dispuesto a seguir el Evangelio y a renovar tradiciones, interpretaciones y teologías que responden a sensibilidades y reflexiones de otros siglos. Esta decisión del papa está resultando demasiado fuerte para gente estancada en la rutina y siempre añorando el pasado, sin darse cuenta de que esta evolución se ha producido a lo largo de los siglos y que en la situación actual resulta necesaria y urgente si nos consideramos discípulos del Cristo de los evangelios.
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