Antonio Gallo Armosino S J - El Acontecer. Metafísica
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El eclipsarse y escurrirse detrás de las formas es como confesar que no tenemos nada en común. El contacto se establece mediante un acto social, una conversación, una invitación. Y el prójimo es cómplice de la convención. Entonces, mi propio yo no pierde nada de sí, conserva intacta su ipseidad. La civilización, como una relación entre los hombres, es la presentación de formas convenientes y decentes: no alcanza al mero individuo, aquel permanece fuera, es plenamente «ego». Cada persona mantiene su contacto con los demás hombres a través de un punto común de referencia: las formas de conducta, los signos de la cultura; una estructura de actos superficiales, puramente convencionales, falsos. Al contrario, si nos referimos a un hombre como de verdad, de carácter, alguien muy especial, apelamos a un criterio más profundo, algo sólido, una sanidad esencial. Apuntamos a una autenticidad de relación entre él y lo que se propone, a ese movimiento sincero hacia lo deseable, a la buena voluntad, que es «la medida de lo real y de lo concreto del ser humano» ( ibid., p. 62).
Entonces, el yo es la sede de esta buena voluntad y sus actos no esconden un ser incapaz de mostrarse al desnudo, no necesitan camuflarse detrás de las formas comunes. Solo entonces se nos da un ser en el mundo, hecho de sinceridad y de intención. No podemos pensar el mundo como Aristóteles, un mundo hecho de formas que visten un contenido, como una superficie iluminada por una luz que pone de relieve sus perfiles y define sus contornos. Objetos demarcados por una forma estable y definida: lo finito que es también definido, y así se convierte en el contenido de una aprehensión. La filosofía contemporánea, en cambio, ve el acontecer debajo de la capa de formas superficiales, detrás de una expresión negativa como es el inconsciente; descubre lo esencial que rechaza la hipocresía y rescata la intención que revela simplemente el destino del mundo. En ese momento, el hombre se abandona a la aventura «ontológica». Y busca esta aventura en el interior del hombre mismo.
Con la epojé , Husserl ha separado netamente este destino del hombre en el mundo, en el cual siempre se encuentran objetos que se dan como seres y obras a realizar; de la posibilidad de superar esta actitud natural, con una reflexión donde esta actitud, en sí misma, es decir, el sentido de mundo, ha sido recuperada: «No se puede decir “mundo”, permaneciendo dentro del mundo» ( ibid., p. 64). La noción profunda de «mundo» ha sido separada de la noción de un «conjunto de cosas». No obstante, la filosofía alemana ha puesto el acento en una «finalidad ontológica» del ser, a la cual los objetos del mundo están sometidos. Las cosas incorporadas a la «preocupación» por el existir son instrumentalizadas para el problema ontológico. Sin embargo, con esto se tergiversa el sentido del «ser en el mundo» y la sinceridad de la intención.
No todo lo que se da en el mundo es simplemente un ser útil; por ejemplo, un ladrillo, un martillo, un carro, una cocina, un puente. Hay cosas que no son utilizables, sino que simplemente son, como partes integrantes de este mundo; no se «usan» en vista de un fin, sino que son ellas mismas fines: el respirar, el alimento, el vestido, el movimiento, el crecimiento, el gesto y la voz no son medios útiles, son nuestro mundo, son lo que constituye el ser en el mundo. El comer por comer, el vestir por vestir y el estar en el hogar en cuanto hogar son nuestro estar en el mundo, son lo que establece la relación auténtica del deseo y la satisfacción. El deseo sabe exactamente lo que quiere: el deseo de comer tiene su satisfacción, al haber comido está satisfecho, al estar vestido ya está seguro, al estar en su casa se siente protegido... se ha realizado la intención.
4.6La nada del amor
Hay analogía entre el comer y el amar. El segundo sobresale de la actividad económica. El amor es caracterizado por un hambre inextinguible, esencial. Dar un beso a una persona amada es hacer un acto incompleto, es decirle más de lo que se expresa, es decirle que el amor no es solo eso, va más allá: «La positividad del amor está en su negatividad» ( ibid., p. 66). El amor no se consume en un acto de amor. Una rama que alimenta una llama, no se extingue en el fuego, no se consume: «La emoción en el amor no precede la posesión, está en ella» ( ibid., p. 79). En la comparación con el deseo de comer, el alimento es el fin, el amor no es deseo de nada. El amor a otro es la dimensión sin objeto. La voluntad se tira a un porvenir ilimitado, vacío. Desear algo sin límites es un hambre que nace de todo el ser. Si se alcanza la satisfacción no es un ir más allá, sino un regreso sobre sí mismo; cae en el presente. No tiene nada que ver con la caída en la saciedad, como al colocar el amor en la categoría de lo económico, del apetito, de las necesidades. Al contrario, la estructura del objeto concuerda con el deseo, con esto caracteriza nuestro ser en el mundo. La nada del amor es ser en el mundo, es vivir con sinceridad. Y se opone a lo que no es mundo: a la forma, a la convención, a lo sobrepuesto.
El descubrimiento de lo que es vivir en el mundo reúne las formas más simples de cumplir con el deseo, con las actividades humanas e intelectuales... el mundo donde vivimos, nos movemos, nos expresamos, el de la vida diaria y de las grandes empresas. Vivir en el mundo es precisamente liberarse de las implicaciones del simple instinto de existir, de todos los instintos del yo, que nunca se quita su careta, y cuyas posturas son simples poses. Y solo puede ser liberado por el inconsciente que hace brotar la sinceridad. Vivir en el mundo es ir simplemente a lo deseable y tomarlo por sí mismo, en cuanto ofrece la posibilidad del deseo y de la sinceridad. Este regreso a las cosas del mundo nos abre a la totalidad de la existencia; en cuanto a los actos, hemos recorrido los estadios intermedios, que separan este «acto» de la simple preocupación del existir. Es el eterno retomo de lo mismo, donde puede haber satisfacción y también confesión: «Este círculo es “el mundo”» ( ibid., p. 88).
4.7.La claridad del mundo
Es cierto que en épocas extremas de necesidad y de miseria, detrás del mundo, aparece la sombra de una finalidad ulterior que oscurece el mundo: la guerra, la violencia, los trabajos esclavizantes y las injusticias extremas condenan al hombre a una existencia en el mundo, dominada por la necesidad de no morir. Entonces, también el mundo se invierte, se va de cabeza abajo, absurdo... la historia sale de sus cuadros, y el ser va a su fin; en estos casos, el deseo ya no se basta a sí mismo. Puede acercarse al disgusto de la saciedad, o bien, a la mera necesidad, pero en la aventura ontológica, el mundo es un modo de ser que no puede definirse como caída. Posee su propio equilibrio, su armonía y su función ontológica positiva: la posibilidad de separarse de un «ser anónimo» y personalizarse. Todavía hay posibilidad de realizar gestos racionales, como ofrecer un manta en el terremoto, conservar una amistad en el desastre, asistir al que está desesperado, acompañar al emigrante desterrado, dar empleo al que sale de la cárcel. Tales gestos, en el lenguaje cotidiano, se juzgan inútiles o inauténticos, lo cual significaría ignorar la voz de las cosas.
Según Levinas, el éxito de las doctrinas marxistas se explica por evitar la hipocresía del discurso. Se sitúan, dice, en la sinceridad de la intención, en la buena voluntad, en el hambre y en la sed, el ideal de lucha y de sacrificio. La cultura, a la cual se llama, es solo la prolongación de estas «intenciones». Esta adhesión a la existencia respeta la esencial capacidad de estar en el mundo. No es que el mundo sea mera existencia: la vida en el mundo es también conciencia en la medida en que ofrece la posibilidad de «existir», al tomar uno su distancia en relación con la existencia.
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