Antonio Gallo Armosino S J - El Acontecer. Metafísica
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4.1Deseo del existente
En De Dios que viene a la idea, Levinas (1995), nota que hay una transformación: ya no es el ser como verbo, en su devenir, sino un sustantivo que reemplaza al verbo. Sustantivos caracterizados por adjetivos, seres dotados no solo de cualidades cognoscibles, sino de valores que atraen o repelen. No hay cosas indiferentes en el mundo, porque las cosas se ofrecen a nuestras intenciones. Los atractivos de las cosas rigen el ser del mundo. A esta relación que integra nuestro ser en el mundo se le denomina la «intención», la cual puede ser consciente o inconsciente, y en cada caso determina nuestra relación con el valor de las cosas, y se expresa como «deseo». Estar ahí entre las cosas suscita el deseo y la pasión, lo cual es diferente de la simple «cura» del existir del recuerdo heideggeriano, porque el deseo está vinculado con los «deseable»: el valor de la cosa se da como deseable, se establece como un objetivo, lo cual encuentra su expresión en el «acto» como término final. La fuerza del deseo caracteriza nuestro ser entre las cosas: «Y no solamente el deseo nos transporta hacia las cosas, sino que a menudo va más allá de las cosas, de una a otra sin límites: el objeto deseable entonces es superado y trascendido» (p. 76).
Este es otro modo de entender el ser, y no el puro ser seco y esquelético pegado a la existencia de los objetos, la pura conciencia de que estos objetos existen; hay algo más que esta conciencia y que el mero objeto consciente. Es notorio el enfoque que los psicólogos han dado al inconsciente. Ya que este descubrimiento ha sido realizado y admitido, es necesario que el filósofo reflexione sobre esta realidad. No se trata de un tipo de conciencia, una conciencia, además, paralela a lo consciente, que se denomina «inconsciente». Desde la fenomenología, la función del inconsciente debe situarse en su relación con la iluminación consciente del ser. Son dos formas de iluminación del ser, ambas se encuentran en el mundo y le dan sentido. En los dos casos, el mundo se da como intención, lo cual se desarrolla como historia del ser humano y como cultura de sus formas de vida. Entonces, de cara a la actuación en el mundo, el inconsciente posee su propia dimensión y un nuevo rol.
De esta forma, el mundo se configura como el campo de actividad de una conciencia que posee su propia estructura. En la amplitud de su campo, da lugar a la penetración del inconsciente. En este proceso de penetración se va desde el deseo como un bien que debe ser alcanzado, que responde a la intención de las cosas y que establece un fin. Para alcanzar lo «último», el proceso avanza desde las cosas hasta su límite, y deja de estar presente en lo consciente para confiarse al «inconsciente», en forma análoga a lo que Marcel llama «el misterio». El deseo de existir se expande en esto con plena libertad, con una sinceridad esencial de intención, lo que Levinas llama «buena voluntad» ( ibid., p. 57).
4.2La carrera hacia un fin
Esta es la voluntad del bien, de alcanzar un fin. En la historia de la filosofía y la cultura, lo deseable se presenta como ser y como fin. De hecho, no hay inconciliabilidad entre el ser y el valor. Hasta el amor es concebido como lo deseable. En Aristóteles, el ser sustantivo se convierte en bien absoluto que mueve todas las cosas: el fin último. De este modo, todas las cosas del mundo se colocan como fin de alguna «intención»; la realidad de las cosas incluye esta finalidad, como objetivos del deseo, algo que descansa en sí, que posee su límite. Así surge como ser particular, un ser que posee su «en sí». Este existir en el mundo florece sobre la intencionalidad de las cosas, un movimiento que va hacia su límite. Al recordar un esquema anterior ( ibid., p. 29), este ser viene a nosotros cargado de todas las dimensiones existenciales, y no solo es visto, sino sentido, deseado, evaluado, encontrado y querido como un objetivo, como una conquista que dirige la actividad del acto.
En cada caso, este es el centro al que converge la actividad: la existencia posee un centro, que determina y polariza una intención. No hay que tomarla como una ley de gravitación universal: el ser no solo dirige nuestra intención, o satisface un deseo, sino que también se da como algo que está a nuestra disposición, que es deseable en sí y que nos deja nuestra libertad. Esta es la dimensión de diálogo de las cosas: estar en el mundo es estar en este diálogo, que es muy diferente de una «necesidad»: es una oferta gratuita de las cosas, dadas con extrema abundancia; es el gran mundo de los deseos y de los sueños, de las creaciones artísticas y de las formas de vida... es el mundo de las intenciones.
4.3Cercanía del ser y la distancia
La «intención» no es una cualidad suplementaria añadida a este ser, sino que el mismo ser lleva en sí una destinación inscrita en su revelación de ser. Es el mero ser de las cosas que establece esta cercanía, pero al mismo tiempo el «deseo» en cuanto tal expresa una «distancia», establece un proceso de acercamiento que viene del «antes» y que va hacia el «después». Implica que algo sea conocido ya, pero no poseído en su totalidad: «Una posesión anterior al deseo» ( loc. cit., p. 59). El mundo se construye con estos deseos que están en mí antes y después de ser deseados y por el hecho de que sean deseados. Este proceso acontece, es el acontecer de este ser. Este diálogo construye los grandes capítulos de la historia humana y de su cultura englobados, totalizados y fragmentados en el proceso. Es el encuentro de unos con otros, precisamente como otros y son dados por la fuerza del deseo.
4.4También los otros son dados
En este proceso, son dados también los otros como nosotros. Son dados entre las cosas en el proceso y el diálogo. Cualquier otro nos es dado, no solo a través de la mediación social de nuestra situación, sino por muchas otras mediaciones: el amor, la cortesía, el respeto, el deber, el parentesco, el grupo, los intereses comunes, las diferencias, el trabajo, el culto sacro y el culto profano. Todas son formas que la civilización asume: la propiedad, las obligaciones, el estilo, el vestido, el género, la forma viste. Tenemos que tratar con gentes vestidas, con costumbres, con lo exterior de los otros, con lo superficial. Hay que mirarse al espejo para saber lo que gusta, qué clase de vestido usar, qué actitud tomar en cierta circunstancia. Hay que asumir determinadas «formas» sociales, y quien las rechace, será eliminado del mundo. No debe enseñarse lo que produce escándalo, sino que se esconde en las familias, dentro de las casas, en el hogar; podría romper las formas. Las apariencias dan la impresión de sinceridad.
4.5Las formas protectoras del yo
Lo contrario de las formas es la desnudez del cuerpo: esta se puede encontrar, pero no quita la universalidad del vestido. Toda la gente es tratada como un «material humano», algo que es usable, revestido de formas. La belleza es la forma por excelencia: se busca la belleza para tener una cara. Por la forma, uno entra al esplendor, tiene una cara, esconde la desnudez. En este esconderse, es como si el «ser» desnudo se retirara del mundo: «Como si su existencia estuviera en otra parte» ( loc. cit., p. 61). Por esto, la experiencia de verdad es una relación con el ser desnudo, como de algo que va más allá del mundo, más allá de la otredad del «otro». La vida social en el mundo trata de eliminar la pura otredad, la que produce escándalo e inquietud. En la sociabilidad no hay pena, no hay sorpresa por el ser del otro. Un ser delante del ser del otro implica inseguridad, a veces cólera, indignación, odio, amores que se insertan en la sustancia del otro. La alteridad del otro es desconocida, eliminada del mundo. La timidez e inseguridad frente al otro es eliminada por el interés social, así como por las formas de comunicación.
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