Julio Verne - Colección de Julio Verne

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Julio Verne fue precursor de la ciencia ficción y de la moderna novela de aventuras. Fue un estudioso de la ciencia y la tecnología de su época, lo que —unido a su gran imaginación y a su capacidad de anticipación lógica— le permitió adelantarse a su tiempo, describiendo entre otras cosas los submarinos (en Veinte mil leguas de viaje submarino), el helicóptero (en Robur el conquistador), el viaje a la Luna (De la tierra a la luna).
Tabla de contenidos:
Veinte mil leguas de viaje submarino
Alrededor de la Luna 
La vuelta al mundo en ochenta días
Viaje al centro de la Tierra
Miguel Strogoff
Julio Verne (1828 – 1905). Escritor francés, considerado el fundador de la moderna literatura de ciencia ficción. Fue célebre por sus relatos de aventuras fantásticas, narradas siempre con un tono de verosimilitud científica. Predijo con gran precisión en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales.

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Hacia la una de la mañana me sentía ya totalmente extenuado, con los miembros rígidos por el efecto de unos violentos calambres. Conseil tuvo que sostenerme, y a partir de ese momento nuestra conservación pesó exclusivamente sobre él. Pronto oí jadear al pobre muchacho. Su respiración se tornó corta y rápida, y eso me hizo comprender que no podría resistir ya mucho más tiempo.

-¡Déjame! ¡Déjame! -le dije.

-¡Abandonar al señor! ¡Nunca! Antes me ahogaré yo. Me ahogaré antes que él.

La luna apareció en aquel momento, entre los bordes de una espesa nube que el viento impelía hacia el Este. La superficie del mar rieló bajo sus rayos. La bienhechora luz reanimó nuestras fuerzas. Pude levantar la cabeza y escrutar el horizonte. Vi la fragata, a unas cinco millas de nosotros, como una masa oscura, apenas reconocible. Pero no había ni un bote a la vista.

Quise gritar. ¡Para qué, a tal distancia! Mis labios hinchados no dejaron pasar ningún sonido. Conseil pudo articular algunas palabras, y gritar repetidas veces:

-¡Socorro! ¡Socorro!

Suspendidos por un instante nuestros movimientos, escuchamos. Y quizá fuera uno de esos zumbidos que en el oído produce la sangre congestionada, pero me pareció que un grito había respondido al de Conseil.

-¿Has oído? -murmuré.

-¡Sí! ¡Sí!

Y Conseil lanzó al espacio otra llamada desesperada.

Ya no había error posible. ¡Una voz humana estaba respondiendo a la nuestra! ¿Era la voz de algún infortunado abandonado en medio del océano, la de otra víctima del choque sufrido por el navío? ¿O provenía esa voz de un bote de la fragata, llamándonos en la oscuridad?

Conseil hizo un supremo esfuerzo y, apoyándose en mi hombro, mientras yo extraía fuerzas de una última convulsión, irguió medio cuerpo fuera del agua sobre la que cayó en seguida, agotado.

-¿Has visto algo?

-He visto… -murmuró-, he visto… pero no hablemos… , conservemos todas nuestras fuerzas…

¿Qué podía haber visto? Entonces, no sé cómo ni por qué, me asaltó por vez primera el recuerdo del monstruo. Pero ¿y esa voz… ? En estos tiempos los Jonás no se refugian ya en el vientre de las ballenas.

Conseil comenzó a remolcarme. De vez en cuando levantaba la cabeza, miraba ante sí y profería un grito de reconocimiento al que respondía la voz, cada vez más cercana. Yo apenas podía oírla, llegado ya al límite de mis fuerzas. Notaba cómo se me iban separando los dedos; mis manos no me obedecían ya y me negaban un punto de apoyo; la boca, abierta convulsivamente, se llenaba de agua; el frío me invadía hasta los huesos. Levanté la cabeza por última vez y me hundí… En ese instante, choqué con un cuerpo duro, y me agarré a él. Sentí cómo me retiraban y me sacaban a la superficie. Mis pulmones se descongestionaron, y me desvanecí…

Pronto volví en mí, gracias a unas vigorosas fricciones que recorrieron mi cuerpo. Entreabrí los ojos.

-¡Conseil! murmuré.

-¿Llamaba el señor? -dijo Conseil.

A la débil luz de la luna que descendía por el horizonte vi una figura que no era la de Conseil y que reconocí en seguida.

-¡Ned! -exclamé.

-En persona, señor, el mismo, que va corriendo tras de la prima ganada respondió el canadiense.

-¿También le precipitó al mar el choque de la fragata?

-Sí, señor profesor, pero más afortunado que usted, pude tomar pie casi inmediatamente sobre un islote flotante.

-¿Un islote?

-O, por decirlo con más propiedad, sobre su narval gigantesco.

-Explíquese, Ned.

Sólo que pronto pude comprender por qué mi arpón no le hirió y se melló en su piel.

-¿Porqué, Ned, porqué?

-Porque esta bestia, señor profesor, está hecha de acero.

Debo aquí hacer acopio de mis impresiones, revivificar mis recuerdos y controlar mis propias aserciones.

Las últimas palabras del canadiense habían dado un vuelco a mi cerebro. Rápidamente me icé hasta la cima del ser o del objeto semisumergido que nos servía de refugio y la golpeé con el pie. Era evidentemente un cuerpo duro, impenetrable, y no la sustancia blanda que forma la masa de los grandes mamíferos marinos. Pero ese cuerpo duro podía ser un caparazón óseo semejante al de los animales antediluvianos, que me permitiría clasificar al monstruo entre los reptiles anfibios, tales como las tortugas y los aligátores.

Pues bien, no. El lomo negruzco que me soportaba era liso, bruñido, sin imbricaciones. Respondía a los golpes con una sonoridad metálica, y, por increíble que fuera, parecía estar hecho, qué digo, estaba hecho con planchas atornilladas.

La duda ya no era posible. El animal, el monstruo, el fenómeno natural que había intrigado al mundo científico de todo el orbe y excitado y extraviado la imaginación de los marinos de ambos hemisferios era, había que reconocerlo, un fenómeno aún más asombroso, un fenómeno creado por la mano del hombre.

El descubrimiento de la existencia del ser más fabuloso, del ser más mitológico, no habría podido sorprender tanto y en tan alto grado a mi razón como el que acababa de hacer. Que lo prodigioso provenga del Creador, parece sencillo. Pero hallar de repente bajo los ojos lo imposible, misteriosa y humanamente realizado, es algo que hace naufragar a la razón.

Y no había vacilación posible. Nos hallábamos, efectivamente, tendidos sobre la superficie de una especie de barco submarino cuya forma, hasta donde podía juzgar por lo que de ella veía, era la de un enorme pez de acero. Ned Land tenía ya formada su opinión al respecto, y Conseil y yo hubimos de compartirla con él.

-Pero, puesto que es así -dije-, este aparato contiene un mecanismo de locomoción y una tripulación para maniobrarlo.

-Evidentemente -respondió el arponero-, y sin embargo hace ya tres horas que habito esta isla flotante sin que su tripulación haya dado todavía señales de vida.

-¿Ha permanecido inmóvil durante todo este tiempo?

-Así es, señor Aronnax. Se deja mecer por las olas, sin ningún otro movimiento.

-Sin embargo, nosotros sabemos, sin la menor duda, que está dotado de una gran velocidad. Ahora bien, para producir esa velocidad hace falta una máquina y para hacer funcionar ésta un maquinista. De todo ello infiero que… ¡estamos salvados!

-¡Hum! -exclamó Ned Land, en tono de duda.

En aquel mismo momento, y como corroboración de mi argumento, se oyó un ruido procedente de la extremidad posterior del extraño aparato, cuyo propulsor era evidentemente una hélice, y se puso en movimiento. Apenas si tuvimos tiempo para aferrarnos a su parte superior que emergía de las aguas en unos ochenta centímetros. Afortunadamente, su velocidad no era excesiva.

-Mientras navegue horizontalmente murmuró Ned Land nada tengo que objetar, pero como le dé por sumergirse, no doy dos dólares por mi pellejo.

Y aún hubiera podido dar menos. Se hacía, pues, urgente comunicar con los seres encerrados en el interior de la máquina. Busqué en la superficie de la misma una abertura, una escotilla, un «agujero de hombre», por emplear la expresión técnica. Pero las líneas de tornillos, sólidamente fijados en las junturas de las planchas, eran continuas y uniformes.

La luna desapareció en ese momento y nos sumió en una profunda oscuridad. Necesario era esperar la llegada del día para considerar los medios de penetración en el interior del barco submarino.

Así, pues, nuestra salvación dependía únicamente del capricho de los misteriosos tripulantes que dirigían el aparato. Si decidían sumergirse, estaríamos perdidos. Exceptuado este caso, no dudaba yo de la posibilidad de entrar en relación con ellos. Pues, en efecto, de no producir por sí mismos el aire, necesario era que ascendiesen de vez en cuando a la superficie del océano para renovar su provisión de moléculas respirables. De ahí la necesidad de que existiera una abertura que pusiera en comunicación el interior del barco con la atmósfera.

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