Julio Verne - Colección de Julio Verne

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Julio Verne fue precursor de la ciencia ficción y de la moderna novela de aventuras. Fue un estudioso de la ciencia y la tecnología de su época, lo que —unido a su gran imaginación y a su capacidad de anticipación lógica— le permitió adelantarse a su tiempo, describiendo entre otras cosas los submarinos (en Veinte mil leguas de viaje submarino), el helicóptero (en Robur el conquistador), el viaje a la Luna (De la tierra a la luna).
Tabla de contenidos:
Veinte mil leguas de viaje submarino
Alrededor de la Luna 
La vuelta al mundo en ochenta días
Viaje al centro de la Tierra
Miguel Strogoff
Julio Verne (1828 – 1905). Escritor francés, considerado el fundador de la moderna literatura de ciencia ficción. Fue célebre por sus relatos de aventuras fantásticas, narradas siempre con un tono de verosimilitud científica. Predijo con gran precisión en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales.

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-¡Ah!, ¡no es posible! -exclamó, rabioso, el viejo artillero-. ¡Ese maldito está blindado con planchas de seis pulgadas!

-¡Maldición! -exclamó el comandante Farragut.

La persecución recomenzó, y el comandante Farragut, cerniéndose sobre mí, me dijo -¡Voy a perseguir a ese animal hasta que estalle mi fragata!

-Sí -respondí-, tiene usted razón.

Podía esperarse que el animal se agotara, que no fuera indiferente a la fatiga como una máquina de vapor. Pero no fue así. Transcurrieron horas y horas sin que diera ninguna señal de fatiga. Hay que decir en honor del Abraham Lincoln que luchó con una infatigable tenacidad. No estimo en menos de quinientos kilómetros la distancia que recorrió nuestro barco durante aquella desventurada jornada del 6 de noviembre, hasta la llegada de la noche que sepultó en sus sombras las agitadas aguas del océano.

En aquel momento creí llegado el fin de nuestra expedición, al pensar que nunca más habríamos de ver al fantástico animal. Pero me equivocaba.

A las diez horas y cincuenta minutos de la noche, reapareció la claridad eléctrica a unas tres millas a barlovento de la fragata, con la misma pureza e intensidad que en la noche anterior. El narval parecía inmóvil. ¿Tal vez, vencido por la fatiga, dormía, entregado a la ondulación de las olas? El comandante Farragut resolvió aprovechar la oportunidad que creyó ver en esa actitud del animal, y dio las órdenes en consecuencia. El Abraham Lincoln se acercó a él despacio, prudentemente, para no sobresaltar a su adversario.

No es raro encontrar en pleno océano a las ballenas sumidas en un profundo sueño, ocasión que es aprovechada con éxito por sus cazadores. Ned Land había arponeado a más de una en tal circunstancia.

El canadiense volvió a instalarse en los barbiquejos del bauprés.

La fragata se acercó silenciosamente, paró sus máquinas a unos dos cables del animal y continuó avanzando por su fuerza de inercia. Todo el mundo a bordo contenía la respiración. El silencio más profundo reinaba sobre el puente. Estábamos ya tan sólo a unos cien pies del foco ardiente, cuyo resplandor aumentaba deslumbrantemente.

Inclinado sobre la batayola de proa veía yo por debajo de mí a Ned Land, quien, asido de una mano al moco del bauprés, blandía con la otra su terrible arpón. Apenas veinte pies le separaban ya del animal inmóvil.

De repente, Ned Land desplegó violentamente el brazo y lanzó el arpón. Oí el choque sonoro del arma, que parecía haber golpeado un cuerpo duro.

La claridad eléctrica se apagó súbitamente. Dos enormes trombas de agua se abatieron sobre el puente de la fragata y corrieron como un torrente de la proa a la popa, derribando a los hombres y rompiendo las trincas del maderamen. Se produjo un choque espantoso y, lanzado por encima de la batayola, sin tiempo para agarrarme, fui precipitado al mar.

Capítulo 7

Una ballena de especie desconocida

Índice

La sorpresa causada por tan inesperada caída no me privó de la muy clara impresión de mis sensaciones.

La caída me sumergió a una profundidad de unos veinte pies. Sin pretender igualarme a Byron y a Edgar Poe, que son maestros de natación, creo poder decir que soy buen nadador. Por ello la zambullida no me hizo perder la cabeza, y dos vigorosos taconazos me devolvieron a la superficie del mar. Mi primer cuidado fue buscar con los ojos la fragata. ¿Se habría dado cuenta la tripulación de mi desaparición? ¿Habría virado de bordo el Abraham Lincoln? ¿Habría botado el comandante Farragut una embarcación en mi búsqueda? ¿Podía esperar mi salvación?

Profundas eran las tinieblas. Entreví una masa negra que desaparecía hacia el Este y cuyas luces de posición iban desapareciendo en la lejanía. Era la fragata. Me sentí perdido.

-¡Socorro! ¡Socorro! -grité, mientras nadaba desesperadamente hacia el Abraham Lincoln, embarazado por mis ropas que, pegadas a mi cuerpo por el agua, paralizaban mis movimientos. Me iba abajo… Me ahogaba.

-¡Socorro!

Fue el último grito que exhalé. Mi boca se llenó de agua. Me debatía, succionado por el abismo. De pronto me sentí asido por una mano vigorosa que me devolvió violentamente a la superficie, y oí, sí, oí estas palabras pronunciadas a mi oído:

-Si el señor fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadaría con más facilidad.

Mi mano se asió del brazo de mi fiel Conseil.

-¡Tú! ¡Eres tú!

-Yo mismo -respondió-, a las órdenes del señor.

-¿Te precipitó el choque al mar al mismo tiempo que a mí?

-No. Pero como estoy al servicio del señor, seguí al señor.

El buen muchacho encontraba eso natural.

-¿Y la fragata?

-¡La fragata! -respondió Conseil, volviéndose de espaldas-. Creo que el señor hará bien en no contar con ella.

-¿Cómo dices?

Digo que en el momento en que me arrojé al mar, oí que los timoneles gritaban: «¡Se han roto la hélice y el timón!».

-¿Rotos?

-Sí; destrozados por el diente del monstruo. Es la única avería, creo yo, que ha sufrido el Abraham Lincoln. Pero desgraciadamente para nosotros es una avería que le impide gobernarse.

-Entonces estamos perdidos.

-Posiblemente respondió Conseil, con la mayor tranquilidad . Pero aún tenemos unas cuantas horas por delante, y en unas horas pueden pasar muchas cosas.

La imperturbable sangre fría de Conseil me dio ánimos. Nadé con más vigor, pero, incomodado por mis ropas que me oprimían como los cellos de un barril, tenía grandes dificultades para sostenerme a flote. Conseil se dio cuenta.

-Permítame el señor hacerle una incisión.

Y con una navaja desgarró mis ropas de arriba abajo en un rápido movimiento. Luego me liberó de mis ropas con gran habilidad, mientras yo nadaba por los dos. A mi vez procedí a prestar idéntico servicio a Conseil, y continuamos «navegando» uno junto al otro.

Nuestra situación era terrible. Tal vez no se hubiera dado cuenta nadie de nuestra desaparición, y aunque no hubiera pasado inadvertida, la fragata, privada de gobierno, no podría venir en busca nuestra. únicamente podíamos contar con sus botes.

Partiendo de esta hipótesis, Conseil razonó fríamente e hizo un plan consecuente. ¡Qué extraordinaria naturaleza la de este flemático muchacho, que se sentía allí como en su casa! Dado que nuestra única posibilidad de salvación era la de ser recogidos por los botes del Abraham Lincoln, se decidió que debíamos organizarnos de suerte que pudiéramos esperarlos el mayor tiempo posible. Yo resolví entonces que dividiéramos nuestras fuerzas a fin de no agotarlas simultáneamente, y así convinimos que uno de nosotros se mantendría inmóvil, tendido de espaldas, con los brazos cruzados y las piernas extendidas, mientras el otro nadaría impulsándolo hacia adelante. Esta tarea de remolcador no debía prolongarse más de diez minutos, y relevándonos así podríamos nadar durante varias horas y mantenernos incluso hasta el alba.

Débil posibilidad, pero ¡la esperanza está tan fuertemente enraizada en el corazón del hombre! Además, éramos dos. Y, por último, puedo afirmar, por improbable que esto parezca, que aunque tratara de destruir en mí toda ilusión, aunque me esforzara por desesperar, no podía conseguirlo. La colisión de la fragata y del cetáceo se había producido hacia las once de la noche. Calculé, pues, que debíamos nadar durante unas ocho horas hasta la salida del sol. Operación rigurosamente practicable con nuestro sistema de relevos. El mar, bastante bonancible, nos fatigaba poco. A veces trataba yo de penetrar con la mirada las espesas tinieblas que tan sólo rompía la fosforescencia provocada por nuestros movimientos. Miraba esas ondas luminosas que se deshacían en mis manos y cuya capa espejeante formaba como una película de tonalidades lívidas. Se hubiera dicho que estábamos sumergidos en un baño de mercurio.

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