Gabriel Muro - El don de la ubicuidad

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Ramón Carrillo fue el ministro de Salud Pública de Perón durante sus dos primeras presidencias. Su obra como sanitarista es aún recordada como una de las más importantes llevadas a cabo en Argentina. Pero Ramón Carrillo también fue un enérgico teórico que pretendió sentar las bases de una ciencia integral de gobierno. Entre sus muchas realizaciones se encuentra el esbozo de una ciencia a la que bautizó cibernología, una ciencia de gobierno que quiso rivalizar con la cibernética, la cual, por esos mismos años, se estaba desarrollando en Estados Unidos. Entre una de sus ramas, la cibernología incluía una vertiente práctica que, significativamente y adelantándose varios años a la obra de Michel Foucault, adquirió el nombre de biopolítica.
Hasta ahora, tanto la cibernología como la biopolítica formuladas por Ramón Carrillo habían sido olvidadas. El presente libro reconstruye en detalle las ciencias políticas creadas por Carrillo, trazando también una historia de la biopolítica en Argentina, es decir, una genealogía acerca de los modos en que gobierno, vida y población se han articulado y desarticulado, desde la época de la Independencia hasta nuestros días. En esta indagación sobre la historia de la biopolítica en Argentina, el problema de la guerra civil (o lo que los griegos conceptuaron como stásis) ocupa un lugar central, trayendo a discusión la índole del enfrentamiento entre peronismo y antiperonismo, pero también un aspecto menos escrutado de los enfrentamientos nacionales: el rol que ha jugado la psicología como arma de guerra. Sobre este asunto, Ramón Carrillo mostró un gran interés por su sistematización. Aquí también exploramos una serie de conferencias por él dictadas y de título: «La guerra psicológica».
¿Qué relación guarda la teoría de la conducción política de Perón con la cibernología de Ramón Carrillo? ¿Puede reinterpretarse el peronismo clásico tomando como base las teorías de la información? ¿Qué vínculo existe entre la conformación del poder médico en Argentina y la prédica peronista sobre el bienestar del pueblo? ¿Cómo confluye este haz de cuestiones en el tiempo presente, donde la cibernética se ha expandido por todos los rincones del planeta? Estas son algunas de las principales inquietudes que aborda el presente ensayo, trayendo a la luz documentos históricos por primera vez revelados.

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Al adoptar la teoría de la herencia y el darwinismo social, la élite liberal dejaba de pivotear sobre el ideal democrático de la solidaridad o la competencia entre hermanos, propio del fraternalismo igualitarista francés.93 Este ideal horizontal se superponía con la relación vertical que conecta a los hijos con los padres, y a través de ellos con los antepasados, como en la antigua sabiduría bíblica, donde las culpas de los ancestros recaen siempre sobre los hijos. La obsesión con la sangre ya no era la de la sangre derramada en las guerras fratricidas, sino la de la sangre mezclada entre las razas, propagando un flujo insalubre, como en la contaminación de los ríos con la sangre vertida por los mataderos. Dado que según las teorías de la degeneración ésta es indefectiblemente hereditaria, los lazos de sangre adquirían un carácter especialmente acusado, ya sea para mantener bajo vigilancia a los que Lombroso llamaba “delincuentes natos”, ya sea para custodiar la herencia patricia de tierras y cargos políticos.

Los Bunge fueron una de las familias más destacadas de la oligarquía argentina. El primero en llegar, en 1827, había sido Carlos Augusto Bunge, proveniente de Alemania, quien fundó un banco y se casó con una mujer de la elite criolla, María Genaria Peña y Lezica. En verdad, la familia Bunge ya era una familia de poderosos comerciantes alemanes asentados en Amberes. Hacia 1880, llegó a Argentina un primo de Carlos: Ernest Bunge. Al poco tiempo, convencido de las enormes oportunidades de negocios que presentaba la Argentina de fin de siglo, Ernest Bunge hizo venir desde Bélgica a un cuñado llamado Jorge Born. Juntos fundaron la sociedad Bunge & Born, empresa dedicada a la exportación de cereales y que en poco tiempo se convertiría en uno de los holdings más diversificados del país.

Carlos Augusto Bunge y María Genaria Peña Lezica tuvieron diez hijos, entre ellos a otro Ernesto Bunge, uno de los mayores arquitectos carcelarios de América Latina. Tuvo a su cargo el diseño de las cárceles de Dolores y de San Nicolás, así como la imponente Penitenciaría de Buenos Aires, presidio inaugurado en 1877 y que había logrado llevar a cabo, por fin, el sueño rivadaviano de contar con un panóptico modelo en la ciudad. Uno de sus hermanos, Octavio Bunge, fue un jurista que llegó a presidir la Corte Suprema y que procreó a otros nueves vástagos. Entre los más célebres se encuentran el economista y estadístico Alejandro Bunge y el sociólogo darwinista Carlos Octavio Bunge.

Alejandro Bunge había sido educado en una escuela católica. Su padre, de ideas laicas, observando con cierta alarma un fuerte militantismo católico en su hijo, lo envío a estudiar ingeniería a Alemania. Allí se topó con las ideas económicas de Friedrich List, crítico del cosmopolitismo liberal de Adam Smith, y defensor del proteccionismo industrial nacionalista. De regreso en Argentina, Alejandro Bunge se incorporó a la Dirección Nacional de Estadísticas como sucesor de Francisco Latzina, el inmigrante moravo que más había contribuido a la profesionalización del estadístico.94

Alejandro Bunge formó a un nutrido equipo de colabores con los que constituyó un verdadero “grupo de expertos”, del que emergería también Raúl Prébisch, y que ocupó los más importantes departamentos de estadística nacionales, participando en la creación y dirección de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. A diferencia de los estadígrafos de la generación anterior que, como Latzina, eran grandes personalidades pero poco autonomizados con respecto al poder político, el grupo tuvo una intensa actividad publicitando el pragmatismo estadístico, dotándose a sí mismos de visibilidad pública.95 Desde entonces, los economistas y estadígrafos relevarán a quienes, hasta entonces, más habían usufructuado el uso de cifras e informaciones públicas: los médicos higienistas.

Alejandro Bunge aspiraba a hacer de la estadística la maestra del gobernante. Los estadígrafos eran técnicos expertos en numerología y en saberes cifrados, a la vez que enemigos de todo arcano político, de todo secretismo o discrecionalidad en la asignación de recursos. Se auto-presentaban como “la brújula” que orientaba la nave del gobierno. Si la racionalidad política siempre corre el riesgo de ser impugnada por arbitraria, la racionalidad del estadístico comenzaba a aparecer como neutral y bien calculada. Poco a poco, la cuantificación de la población fue asociada con la honestidad, con el saber imparcial y con el deber cívico. En última instancia, era la población la que se beneficiaría de la información que se le extraía para ser elaborada por los expertos, mientras la ausencia de estadísticas comenzaba a presentarse como equivalente al caos social y al desorden económico. Desde entonces, los intereses del político y los del estadístico, necesarios el uno para el otro, coexistirán en permanente tensión.

Pero además, Alejandro Bunge entrevió, con especial lucidez y de forma excepcional entre los miembros de la oligarquía argentina, los límites del modelo de acumulación basado únicamente en la exportación de materias primas. Bunge alertaba a la elite sobre la necesidad de desarrollar industrias exportadoras ante la insuficiencia del esquema de ventajas comparativas. Dividía al sistema económico mundial entre “países astros” y “países satélites”. La Primera Guerra Mundial le había enseñado que la posición “satelital” y dependiente de la economía argentina no podía durar. Proponía el uso de aranceles aduaneros para evitar la entrada de productos industriales, estimulando la producción sustitutiva nacional. Si para la generación del ochenta gobernar era poblar, para Alejandro Bunge, testigo del progresivo agotamiento del modelo agroexportador, “poblar es atraer, crear y organizar capitales”.96

Como toda la elite dirigente de su época, los hermanos Bunge adoptaban un lenguaje imperativo. Los políticos, los publicistas y los primeros expertos adoptaban siempre el idioma de la urgencia, del ultimátum, de la consigna fulgurante, de la divisa que conmina a actuar o a transformar el rumbo del país (gobernar es poblar; civilización o barbarie; educar al soberano, etc.). En Alejandro Bunge, el imperativo era económico e industrialista y también racial. En su hermano, el imperativo era decididamente biologicista.

Carlos Octavio Bunge, jurista como su padre y nieto de inmigrantes europeos, manifestaba una gran inquietud por la repentina presencia de millones de inmigrantes a su alrededor. Esperaba que el “crisol de razas”, adecuadamente monitoreado, produjese un “tipo argentino” mejorado y superior. En él, como en José Ingenieros, se encuentra un marcado “argentino-centrismo” eugenésico, en donde se le adjudicaba a la Argentina una suerte de destino manifiesto capaz de conquistar la hegemonía entre los países de América del Sur, así como Estados Unidos lo hacía en el norte.97 Pero para que haya tal cosa como la creencia en el destino manifiesto de un pueblo, este ante todo debe ponerse de manifiesto, debe hacerse presente y volverse visible. Para Carlos Bunge, las enfermedades y epidemias que habían azotado a la población del territorio argentino debían ser consideradas una bendición de la naturaleza que seleccionaba a los más aptos y manifestaba su intención de depurar a la “raza argentina”: “El alcoholismo, la viruela y la tuberculosis –¡benditos sean!– han diezmado a la población indígena y africana de la provincia capital, depurando sus elementos étnicos, europeizándolos, españolizándolos”.98

El ideal de modernizar a la nación confluía con la perspectiva evolucionista. Modernizarse implicaba acelerar, por medios artificiales, especialmente por medio de la medicalización de la multitud, el proceso de evolución racial. Arribar a la Argentina equivalía, en el imaginario positivista, a hominizarse. Si según Cesare Lombroso los degenerados eran individuos que habían involucionado en la escala evolutiva, teoría a la que llamó “atavismo biológico”, en la Argentina, mediante la producción de un ambiente saludable y la multiplicación de instituciones de encierro, podrían separarse a los atávicos y dejar pasar a los evolucionados, en una eficaz “transfusión regeneradora”, al decir de José Ingenieros.99

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