Pero cuando esta didáctica divina muestra mayor riqueza es precisamente cuando se unen ambas cosas. El Señor mismo lo daba a entender con la imagen ya citada del padre de familia que echa mano de su tesoro. Y es lo que intentaremos hacer aquí, analizando brevemente una por una sus parábolas.
La maravillosa sencillez de las parábolas las hace asequibles a personas de todos los tiempos y procedencias, incluso sin formación escriturística. Pero la sencillez no está reñida con la precisión. Junto al innegable mensaje que las palabras transmiten por sí mismas, reflejan escenas familiares para sus destinatarios, y recuerdan palabras o escenas recogidas en la Biblia judía. Así, quienes escuchaban entendían mejor o, si tenían formación, captaban un segundo significado dirigido a ellos, perfectamente compatible con el que podríamos denominar significado universal de sus palabras.
Por eso, intentaremos también aclarar algunos detalles cuyo sentido sea más difícil de entender, al tratarse de otra cultura y de otra época.
No hay unanimidad sobre qué piezas de la predicación de Jesús entran en la noción de parábola. No toda enseñanza con una imagen es considerada como tal; si lo fuera, su número sería enorme. No es el propósito de esta obra entrar en esa discusión. Por eso se muestran aquí, en 25 capítulos, la mayoría de las consideradas como parábolas. Hemos omitido alguna, por resultar redundante su mensaje. Puede considerarse que no están todas las que son, pero lo cierto es que son todas las que están.
No se han agrupado por orden cronológico —carecemos de certeza— pero, cuando es posible, se señala si una parábola pertenece a la predicación temprana de Jesús o fue más bien expuesta al final de su vida pública. En más de un caso no es más que una probabilidad o incluso una conjetura, pues en los Evangelios las palabras del Señor no están expuestas en orden cronológico. Se agrupan aquí por temas, dejando un capítulo para aquellas parábolas singulares.
Por último, se ha añadido un capítulo introductorio sobre las parábolas judías, bíblicas y extrabíblicas. Sirve de ayuda, si el lector así lo desea, para “ambientarse” en la predicación de Jesús de Nazaret.
LAS PARÁBOLAS EN EL ANTIGUO ISRAEL
COMO SE HA DICHO ANTERIORMENTE, la parábola es un género didáctico que no era ajeno al antiguo judaísmo, y en concreto al que se vivía en Palestina en tiempos de Jesús. De hecho, tenía un término propio: mashal. Sin embargo, en el Antiguo Testamento hay muy pocas: solo cinco. Y ninguna de ellas está en los libros de la Ley. (Conviene tener en cuenta que, cuando los judíos se refieren a la Ley, o Torah, están aludiendo a los cinco primeros libros de la Biblia —el Pentateuco—: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio; en los Evangelios se utiliza también el término en el mismo sentido). Esas cinco parábolas están en tres libros: por orden, dos en el segundo libro de Samuel, una en el primer libro de los Reyes y dos en el de Isaías.
La primera y más conocida tiene como autor al profeta Natán. El rey David había cometido un gran pecado: había adulterado con la esposa de uno de sus más fieles oficiales, Urías, cuando este estaba en la guerra. Y, como no pudo conseguir que Urías se reuniera con su mujer, decidió matarlo. Dispuso que le dejaran desprotegido en el campo de batalla de modo que el enemigo pudiera acabar con él, lo que realmente sucedió. Natán recibe de Dios el encargo de advertir al rey la gravedad de lo que había hecho, y lo hace mediante una parábola, que aquí transcribimos:
Había dos hombres en una ciudad, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía numerosas ovejas y vacas, pero el pobre no tenía más que una sola corderita, que él había comprado y criado, y que había crecido juntamente con él y con sus hijos, comía de su pan, bebía de su vaso y dormía en su seno. La tenía como una hija. Llegó un huésped al hombre rico, y este no quiso tomar de sus vacas o de sus bueyes para servir al viajero que había llegado a él, tomó la oveja del hombre pobre y se la sirvió al hombre que había llegado a él (II Sam 12, 1-4).
La parábola consiguió su propósito, indignar al rey, y permite al profeta decirle que él era ese hombre.
David se arrepintió e hizo penitencia por su grave pecado. Natán debió respirar profundamente de alivio, pues se había jugado la cabeza cumpliendo el mandato de Yahvé. Su conducta es un ejemplo para los apóstoles de todos los tiempos. Obedeció el mandato divino, a la vez que buscó el mejor modo de transmitir la reprensión. Y escogió precisamente una parábola. Si le hubiera dicho directamente que era un adúltero y un asesino, posiblemente el rey David habría reaccionado de manera airada.
La lección quedó clara en Israel: la parábola es un medio idóneo para transmitir enseñanzas morales, mucho más eficaz que la pura acusación. Al ser, figuradamente, una historia ajena, “entraba” con más facilidad en los corazones de los oyentes, que al poco se daban cuenta —de un modo u otro— que también iba referida a ellos.
La segunda parábola debe muy probablemente su existencia al éxito de la primera. También se refiere al rey David, aunque de otro modo. Uno de sus hijos, Absalom, había hecho asesinar a su medio hermano Amnón. Y, para prevenir el castigo real, había huido fuera de Israel. Joab, el general al mando del ejército del rey, busca el perdón del rey, y recurre para ello a una mujer. Esta se disfraza de doliente y enlutada viuda, y cuenta a David la parábola que le había enseñado el hábil Joab:
Soy una mujer viuda. Murió mi marido, y tu sierva tenía dos hijos. Riñeron los dos en el campo, y no habiendo quien los separase, uno golpeó al otro y lo mató. Y ahora todo el clan se levanta contra tu sierva y dice: «Entréganos al que mató a su hermano, y le daremos muerte por la vida de su hermano, a quien mató, y acabaremos al mismo tiempo con el heredero». Y quieren apagar así la chispa que me queda, para no dejar a mi marido ni nombre ni descendencia sobre la faz de la tierra (II Sam 14, 6-8).
La reacción de David fue indulgente, aunque no se puede decir que la parábola fuera la causante del perdón regio. David, que no era menos inteligente que Joab, pronto percibió quién estaba detrás, y la mujer tuvo que reconocer la argucia. Sin embargo, se ratificó en su perdón por lo mucho que quería a Absalom.
En este caso la parábola no pasaba de ser un recurso de astucia, pero recogía dos elementos que no quisieron reconocer los doctores de Israel mil años después.
Uno de ellos era que el celo por el cumplimiento de la Ley podía esconder a veces una intención mucho menos recta, en este caso el deseo de apoderarse de una herencia.
El otro, que la Ley, además de una letra, tenía un espíritu, de forma que en un caso como este la extinción de un linaje —algo muy serio para los antiguos— justificaba que se buscara una solución distinta a la venganza de sangre legal. Esa ley buscaba preservar los linajes, no acabar con ellos. Así lo entendió David, juzgando con rectitud. Esa rectitud estaría ausente en los fariseos con quienes se encontró Jesús.
La parábola del libro de los Reyes es poco conocida, pero vino dictada directamente por Dios. Un rey arameo había declarado la guerra a Israel —el reino del Norte después de la partición de Palestina entre Israel y Judá—, y, por haber despreciado públicamente a Dios, este, por medio de un profeta, le ordenó a Acab, rey de Israel, que, tras vencer al arameo, acabara con él. Acab, de carácter débil, se deja convencer por la petición de clemencia y le deja escapar con vida. Entonces un profeta, haciéndose golpear por otro hombre, se presentó ante Acab ensangrentado y con los ojos vendados, y le dijo la siguiente parábola:
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