Un día en la vida de...
I.S.B.N. edición impresa: 978-956-12-3306-5.
I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3576-2.
4ª edición (nuevo formato): septiembre de 2018.
Obras Escogidas
I.S.B.N.: 978-956-12-3307-2.
5ª edición (nuevo formato): septiembre de 2018.
Editora General : Camila Domínguez Ureta.
Editora asistente : Camila Bralic Muñoz.
Director de Arte : Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora : Mirela Tomicic Petric.
© 1992 por Jacqueline Marty Aboitiz y Ana María Güiraldes Camerati.
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El llamado del mar
Puerto Edén, 1960
La aurora había dejado paso a un horizonte blanquecino de aguas que se confundía con el cielo claro. Una bandada de pájaros negros volaba en formación, haciendo piruetas sobre lo alto. Las nubes formaban islotes viajeros que corrían a gran velocidad, impulsadas por un viento que despeinaba apenas los escasos matorrales de la costa. A lo lejos, el ladrido de un perro repetía sin descanso su inútil llamado. La arena húmeda y oscurecida por la lluvia nocturna no se levantaba con el abrazo del viento.
Tonko estaba de pie frente al mar. Sus brazos se cruzaban sobre el pecho y sus dos piernas, cortas y musculosas, se plantaban firmes y abiertas sobre la arena. Llevaba allí por lo menos media hora y sus ojos se fijaban en esas aguas movedizas con la insistencia del que espera una aparición. El cabello caía tieso sobre su frente estrecha y el rostro impasible mostraba la huella de alguna peste o de viejas heridas mal cicatrizadas.
Alrededor de él, algunos perros se entretenían persiguiendo a los pequeños pájaros que corrían sobre la arena, jugando a escapar de las olas. Sus carreras no perturbaban la profunda meditación de Tonko, que continuaba en su contemplación del mar. Uno de los perros permanecía echado a sus pies y lamía de vez en cuando los gruesos tobillos del indio, acompañándolo en su inmovilidad. En ese momento, la imaginación del joven kawéskar se solazaba bogando por los canales, con la mirada alerta al menor indicio de una presa marina. El viento, dulce y benéfico, soplaba tras su canoa y él de pie, con el arpón en su mano, esperaba el momento para perforar la dura piel de una foca. En sus ensoñaciones nunca faltaba un barco lleno de hombres blancos que aplaudían su hazaña y luego lo invitaban a formar parte de su tripulación. Quizás después él y los blancos beberían juntos ese licor fuerte, que hacía cantar y reír.
Una respiración ruidosa se escuchó a las espaldas de Tonko. Era Yuras quien se acercaba, con una banda de cuero ciñendo su frente y el paso arrastrado que dan los años.
–Hasta cuándo miras lo que no existe, Tonko– murmuró el recién llegado, deteniéndose junto al perro, que movió la cola con desgano.
La pregunta, hecha en un murmullo cortado, no tuvo respuesta.
La cabeza de Yuras se balanceaba lentamente mientras hablaba:
–Tus ojos me dicen que las palabras de ese hombre blanco no se salen de tu cabeza, Tonko.
Yuras continuó esperando la respuesta de Tonko. Y como esta no se hacía oír, siguió:
–Ayayema me llevará pronto y tú eres un hombre que decide su propia vida: tienes canoa, tienes mujer, tienes tus propios deseos. Pero yo puedo decirte lo que yo veo en esos hombres blancos.
Yuras movió los brazos para dar fuerza a sus palabras:
–Y yo puedo decirte, Yuras, cómo es la vida que llevamos en Puerto Edén –respondió Tonko, dando mucho tiempo a cada palabra que salía de su boca.
–Nada bueno para nosotros trae el hombre blanco, Tonko– insistió el viejo, en un cloqueo monótono.
–¿Vas a hablarme otra vez de Lautaro?
–Sí. Porque mi memoria guarda el momento en que se llevaron al más inteligente y al más fiero de nuestros jóvenes a Santiago, para educarlo. No me olvidaré nunca del día en que regresó, vestido con un uniforme que brillaba tanto como sus ojos...
–No sigas, viejo. Ya sé la historia.
Como si no escuchara, Yuras continuó, impertérrito:
–Pero no eran los ojos del amigo que yo quería; eran los ojos de un desconocido los que entonces nos miraban. Un desconocido que se avergonzaba de los suyos.
Yuras calló súbitamente, como si el recuerdo le doliera. No quería que su corazón latiera presagiando la muerte, por eso trató de calmarse para que su cuerpo siguiera con el vigor de siempre, a pesar de sus años.
Instantes después, la voz de Tonko se hizo oír:
–Todos saben que Lautaro Edén Wellington volvió a ser un cazador de focas, un navegante, un kawéskar valiente, un hombre sin miedo, uno de los de antes.
El viejo Yuras se cogió la cabeza entre las dos manos y se dio unos golpes, como para ayudarse a ordenar sus pensamientos.
–Tonko, Tonko, Tonko –murmuró el anciano–. No olvides que Lautaro Edén Wellington nos maltrató, trajo las reglas del hombre blanco a las islas, nos dividió, dejó abandonados a los viejos en Edén, mató a los que no obedecían sus órdenes, se transformó en un borracho y prefirió hacer tratos con loberos a practicar el tchas 1con los suyos.
Las manos del viejo quedaron extendidas hacia lo alto.
–Tú dices eso, porque no tuviste el valor de seguirlo. Preferiste pudrirte en tu choza, alimentado por los restos que te daba el hombre blanco –la voz de Tonko era un susurro cortante y sus ademanes se extendían, ampulosos.
–¿Y tú crees que te va a cambiar la vida dejando a los tuyos para seguir a esos borrachos que han venido a comprarte, porque te encuentran fuerte y sano? –Yuras respiró hondo, tomó aliento y siguió–: ¿Tú crees que va a mejorar tu vida cuando dejes a tu mujer y a ese hijo que viene, que será el más nuevo de nuestro pueblo? –El viejo calló y miró hacia lo alto. Parecía buscar palabras en el cielo–: ¿Crees que por beber con ellos y usar las ropas de ellos vas a ser un Tonko diferente al Tonko de Puerto Edén?
Yuras había hablado como si estuviera cantando para sí mismo y acompañaba sus frases con parpadeos, guiños y muecas.
Tonko no respondió. Se dio vuelta y caminó hacia su choza, seguido por el perro famélico, que cada cierto trecho detenía su marcha para rascarse el lomo con furia.
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