Un día en la vida de...
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I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3554-0.
23ª edición (nuevo formato): febrero de 2020.
Obras Escogidas
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24ª edición (nuevo formato): febrero de 2020.
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1
Un encuentro sorpresivo
Corría el verano de 1817 en la Hacienda de Las Mercedes, en las cercanías de Talca. El sol declinaba tras los cerros cuando el sonido acompasado y metálico de los cascos de un caballo rompió la quietud de la tarde. El jinete, inclinado sobre el pescuezo del animal, se dejaba conducir mientras su cabeza bamboleaba al ritmo de cada tranco. De pronto, una perdiz que levantó el vuelo con un piar chillón, asustó a la bestia, que alzó sus patas delanteras en un movimiento nervioso.
Su inerte carga rodó por su flanco hasta caer al suelo.
El hombre quedó tendido sobre la tierra.
El caballo siguió adelante en un galope furioso.
Una niña alta y delgada que caminaba por el sendero, canturreando en voz baja, vio venir al animal. Su reacción fue instantánea y se hizo a un lado con un ágil salto que dejó al descubierto el amplio ruedo de su enagua. Al ver al caballo con la silla vacía, Juanita Lezaeta supo al instante que tendría que buscar a un jinete caído.
Y no le costó mucho encontrarlo. Solo unos pasos más allá, de bruces bajo un frondoso álamo, estaba el cuerpo exánime de un hombre vestido con el uniforme patriota. Juanita, sin sentir miedo, se acercó al soldado y haciendo un gran esfuerzo logró voltearlo. Entonces un grito ahogado salió de su boca: era José Antonio Villanueva, el amigo de Roberto, su hermano mayor. El mismo que había pasado largas temporadas con ellos en el campo y del que Juanita siempre estuvo secretamente enamorada. Por supuesto que él nunca lo supo –le llevaba ocho años–, pero Juanita jamás olvidaría que fue José Antonio el que le enseñó a seguir el compás del caballo durante el trote y el que la felicitó la primera vez que ella logró saltar una valla en forma impecable.
Y ahora José Antonio estaba allí, tendido en el suelo como un muerto, y, además, vistiendo el uniforme patriota. Había escuchado por boca de su padre que muchos jóvenes de la sociedad se habían enrolado en las filas del general O’Higgins, ese hombre que no pertenecía a su clase social, pero que se había logrado imponer con valentía e inteligencia a sus opositores. También sabía que, luego de una desastrosa batalla en Rancagua, O’Higgins se había ido a Mendoza, según decían para reorganizar el ejército patriota. ¿Pero qué estaba haciendo José Antonio en tierras ocupadas por esos soldados realistas que a menudo visitaban a su padre y le exigían alimento para sus tropas? Juanita no los soportaba, porque cada vez que su papá se encerraba en el escritorio con un capitán español de grandes bigotes, luego pasaba semanas de mal humor. Y de solo imaginar lo que sucedería si ese antipático capitán encontraba a su amigo, un escalofrío recorrió su espalda.
Un quejido del joven la sobresaltó.
–¡José Antonio, José Antonio! ¡Abre los ojos!
El aludido, como obedeciendo la orden, levantó los párpados y fijó sus pupilas celestes en el rostro ansioso de Juanita.
La miró unos instantes y trató de incorporarse; pero su cuerpo perdió fuerzas y volvió a recostarse, apoyando su espalda contra el tronco del árbol.
–Juanita… Juanita… –murmuró el joven, con voz débil, llevándose una mano al hombro.
En ese momento Juanita se dio cuenta de que la gruesa chaqueta de paño estaba impregnada de sangre.
–¡Escóndeme, Juanita, escóndeme! –pidió el oficial patriota, intentando una vez más levantarse.
La alegría inicial de Juanita de haber sido reconocida por José Antonio, se transformó en preocupación. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? A su padre no le haría ninguna gracia esconder a un enemigo de los realistas: bastante tenía ya con sus odiosas visitas. Aunque don Víctor Lezaeta abrigaba simpatía por el movimiento patriota, se guardaba muy bien de manifestarla cuando estaba en juego la seguridad de su hacienda y de su familia. A Juanita le habría gustado que su papá fuera más valiente.
–¡Virgencita de las Mercedes, ayúdame! –murmuró la niña, mirando hacia todos lados, como si los árboles o las piedras pudieran ayudarla.
–¡Escóndeme, Juanita, rápido! –volvió a pedir el herido. Y esta vez, haciendo acopio de todas sus fuerzas, logró incorporarse hasta quedar de pie, afirmado en el árbol.
Entonces Juanita recordó la gruta de la Virgen. Esta se encontraba al final del sendero que cruzaba el huerto de los manzanos. Infinidad de veces había pedido permiso a la Virgen para sentarse tras su alta figura de yeso y quedar oculta para todos durante largas horas. En ese lugar, amparada por los rígidos pliegues del manto, había leído las primeras novelas de amor. ¿Qué mejor lugar para que el joven se escondiera?
–José Antonio: ¿crees que podrás caminar? ¡Yo sé dónde ocultarte! Pero tendremos que recorrer un buen trecho.
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