En la noche de la huelga general en Madrid, recorrí los barrios oscuros y convulsionados en compañía de una madrileña. Había grupos de huelguistas por todas partes, que por vernos vestidos de «señoritos» debieron decirnos algo. Nadie nos faltó al respeto.
He vagabundeado por el barrio chino de Barcelona. En compañía de amigas argentinas. El barrio chino de Barcelona, donde se daba cita la auténtica hez de España. Y he deambulado por allí con más seguridad que en una calle céntrica de Buenos Aires durante el día.
En Marruecos, en Sevilla… en Montevideo.
En todas las ciudades que no llevan el nombre de Buenos Aires he encontrado respeto para la mujer. Respeto para la niña. Menos aquí.
Causa asombro y repugnancia. ¿De qué calidad de hombres estamos rodeados? Porque estos hombres que tan gravemente faltan al respeto a la mujer y ultrajan su pudor no son extranjeros. No. Los extranjeros no tienen esas costumbres. Son argentinos. Hombres que se dicen cultos y que al menos tienen las apariencias de tales.
He recorrido tranvías, teatros, cines, ferro-carriles, cafés, calles, frentes de tiendas. Donde se camina por esta ciudad se descubre que el hombre vive en permanente atentado a la dignidad de la mujer. Ya es la frase obscena susurrada al oído, ya, como en las céntricas calles de Esmeralda, Corrientes y Suipacha, son las patotas de pitucos o de sujetos que quieren tener las apariencias de pitucos, lanzando, en grupos, torrentes de guaranguerías al paso de las muchachas solas. ¡Y a la vista y paciencia del vigilante que en la esquina los deja hacer indiferente! ¿Qué diré de los frentes de las tiendas, de la calle Florida, de Sarmiento y Cerrito, donde se ve, los he visto yo con mis propios ojos, hombres jóvenes o maduros, con rostro que simula perfecta indiferencia, lanzar pellizcos a las mujeres que pasan?
Digo que en África, en el zoco de los vaga-bundos, no ocurren desvergüenzas semejantes.
El atentado al pudor es, por culpable, negligencia de la policía, una costumbre que ha tomado carta de ciudadanía. Guaranguería porteña.
Lo comprobamos en los cinemas, donde una mujer, antes de sentarse junto a un hombre, le examina atentamente el rostro, porque, en el 50٪ de las veces, ese «caballero» es una bestia al acecho en la oscuridad; lo comprobamos en los tranvías, donde vemos que a favor de la congestión, o en los asientos, los individuos se arriman a las mujeres hasta ponerlas en apreturas molestas; lo descubrimos en los cafés y restaurantes, donde una mujer, aunque vaya acompañada de un hombre, tiene que soportar los guiños o las miradas tercas de un insolente que, algunas mesas más allá, está frente a ella.
Vuelvo a preguntarme:
¿Qué calidad de hombres es la de esta ciudad?
Porque no me queda duda de que muchos de estos sujetos de costumbres repugnantes tienen hermanas, novias, esposas o hijas. No me queda duda de que muchos de ellos, al leer este artículo o al escuchar los comentarios que harán sus hermanas, sus mujeres, sus hijas o sus novias, dirán que tengo razón, con el rostro requemado de vergüenza subterránea, porque nunca es agradable sentirse señalado. Pero el problema de la injuria a la mujer en esta ciudad no puede remediarse con un simple comentario periodístico.
El problema es mucho más grave. El problema de la injuria a las jóvenes mujeres de este país requiere una campaña de enérgico saneamiento. Requiere una intervención de la policía, no en la forma pasiva como lo ha hecho hasta ahora, sino en forma activa.
El ultraje a la mujer, al pudor de la mujer, es una forma de depravación que se ha generalizado. Las autoridades han empapelado los muros de la ciudad con afiches que rezan: «Necesitamos una raza sana».
Bien, digo yo. De acuerdo. Necesitamos cuerpos sanos. ¿Y dónde dejan los autores de esta campaña de salud pública el alma y la mente de la raza que quieren salvar?
EL QUE DESPRECIA SU TIERRA
Le voy a dar un consejo: vaya donde vaya y encuentre un compatriota que habla mal de su tierra, desconfíe de él como de la peste. Piense que se encuentra frente a un adulador de la peor especie. Escribo esto porque me ha ocurrido de encontrarme con un argentino que está conchabado en un diario de Río. Y a las primeras de cambio, me ha dicho:
—Este sí que es un gran país. Se estima y honra a las personas de bien.
—Entonces usted debe encontrarse inco-modísimo aquí…
—En serio. Desprecio mi país. ¿Qué ha hecho la República Argentina por mí? Nada. No se estima a los talentos. Se los manosea y desprecia. En cambio, en Brasil me admiran y respetan, soy amigo de Coelho Netto (una especie de Martínez Zuviría argentino), me carteo con Dantas, Monteiro Lobato me agasaja.
—Si Monteiro Lobato se encuentra en los Estados Unidos…
—Me agasaja por carta…
—Ese es otro cantar. Mas piense que si la gente lo trata como usted dice es porque usted no hace nada más que adularla descarada-
mente y después porque no lo conoce…
—En cambio en mi país me despreciaban. Ni para ordenanza me querían en ningún periódico. La Argentina, ¡puf! País de mercaderes.
Y de un manotón ha barrido la Argentina del mapa de Sudamérica. Sin inmutarme le he contestado:
—Es curioso. Usted en nuestra ciudad adulaba a cuanta medianía había para que le regalara un traje o un par de botines. Incluso hablaba pestes del Brasil. Aquí procede al revés. A mí no me parece mal que admire al país donde puede comer todos los días; lo que me parece mal es que esté constantemente desprestigiando nuestra patria. Piense que si no lo querían ni para ordenanza en un periódico era porque los directores albergaban la vehemente sospecha de que usted podía escaparse con los bastones y sobretodos que los visitantes dejaban en los percheros. Una cuestión de ética profesional. No es posible andar explicando a cada señor que va a una Redacción: «Señor, traiga su sombrero porque no está con seguridad en el hall».
Por tres razones sale un hombre de su país. La primera, porque la policía o los jueces tienen interés en conversar amigablemente con él y someter a su entendimiento problemas de orden jurídico: un hombre modesto y enemigo de la popularidad pianta. La segunda razón: porque el que viaja tiene dinero y se aburre en su país y piensa que se va a aburrir menos en otra parte, en lo cual se equivoca. Y la tercera: porque siendo un perfecto inútil, cree que en otra parte su inutilidad se convertirá en capacidad de trabajo.
Cada uno de estos viajeros ve el país que visita con distinto criterio.
El ladrón en el extranjero
Este sí que es un lindo país para el asalto, el descuido, la furca y el escolazo. Sin embargo, extraño la Argentina. La extraño. ¿Dónde va a encontrar usted un cuadro quinto como el nuestro? ¿En dónde, muchachos de ley como los nuestros, que tanto sirven para «saltar un burro» como para una delicadísima acción de peca?
¿Y los tiras? Tráigame el país que tenga mejores tiras que los nuestros, muchachos de corazón, de respeto, que sólo lo encanan a uno cuando no tienen diez pesos para parar el puchero y que por cien pesos lo dejan que se alce, aunque sea con la misma Caja de Conversión.
¡Ah!, Buenos Aires, ¡patria querida! Tu cuadro quinto honra y pres de Sudamérica. Mi corazón no te olvida porque allí transcurrieron los más tiernos días de mi adolescencia y mocedad, y aprendí a hacerme hombre de ley entre tus rejas roñosas.
El viajero aburrido de su patria
Yo no niego que Río de Janeiro sea más pintoresco que Buenos Aires. No niego que la salida es espléndida. Pero me aburro lo mismo. Las montañas y los morros están siempre en el mismo lugar y eso no tiene gracia. Además, también en mi tierra hay montañas y estarán allí hasta que el Gobierno no las venda por un plato de lentejas al mejor postor. Me aburro, sí, señores; con toda mi plata me aburro espantosamente. He ido al cabaret y antes de entrar me han advertido que a las «damas» que allí bailan es de rigor tratarlas de «señoritas». ¡Hagan el favor…! Yo no he venido a este país para tratar de señoritas a mujeres a quienes en mi ciudad se las llama «che milonguita». Esto, sin excluir que todas, invariablemente, cuentan una historia sentimental de viudez peregrina, de un esposo amado que murió hace muchos años dejándolas en el estuario, y que no hay una que no diga que se muere por conocer un hombre inteligente, y de que ellas son también inteligentes, al punto que una para demostrarme que lo era extrajo de su cartera unos apuntes de puericultura y el gráfico de temperatura de un infante tratado con arsenobenzol.
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