Retornando a la razón de ser de estas modestas palabras mías, el hecho de dar a conocer este formidable testimonio oral, en haberlo ordenado, como lo ordenó con pulcritud y meticulosidad Kevin Hartmann, sin alterar en lo más mínimo su esencia, estoy seguro de que dejará más que satisfecho al lector y a las lectoras de turno, y, sobre todo, a la gran familia rosarista en su conjunto.
De otra parte, considero de elemental justicia —para no hacerme monotemático— una última consideración: el hecho de que la totalidad de las declaraciones estén dictadas de viva voz; de una voz reposada y serena, no pierden para nada al quedar consignadas por escrito, la espontaneidad y el personalísimo sentido del humor unido a ese cronista avezado y excelente conversador.
Vuelvo a confesar mi asombro por la capacidad argumentativa del protagonista en inevitable y deseable comunión con su profundo y sutil memorioso conocimiento de tantos temas rosaristas. Un libro con estas características, en donde el autor se concede a sí mismo uno que otro derecho al sarcasmo —fino y largamente decantado—, más temprano que tarde será de consulta indispensable. Leerlo supone adentrarse en un fascinante laberinto borgiano. Yo por mi parte, le agradezco a determinadas circunstancias mi cotidiana cercanía con este rosarista tan ejemplar, tan a carta cabal, “tan humano, demasiado humano”, tan pleno de solvencia moral e intelectual. Empeñado a fondo en continuar rescatando el sentido de lo histórico de este entrañable claustro signado contundentemente por las más acendradas exigencias académicas, fundado en un inolvidable 18 de diciembre del 1653 para bien de la nación colombiana.
Luis Enrique Nieto Arango†
Primera parte
ORÍGENES, MITOS Y
SÍMBOLOS DEL ROSARIO *
Capítulo I
“El Rosario es como un milagro”
Doctor Nieto, empecemos hablando sobre el contexto de la fundación del Colegio Mayor.
En el principio fue fray Cristóbal. Como se sabe, fue un personaje muy importante, que llegó a Santafé en su tardía madurez. De hecho, en el último párrafo de la famosa obra El carnero, de Juan Rodríguez Freyle 1, se anuncia la llegada del arzobispo Cristóbal de Torres a Santafé, que para la época era, más bien, un pueblo perdido en las montañas.
El Nuevo Reino de Granada tenía una enorme y difusa extensión territorial. En realidad, en España no había mucha claridad sobre la extensión, los límites o el uso de este territorio. No me canso de repetir que esto no era México o Perú, cuyos imperios prehispánicos fueron sumamente significativos. Es decir, acá no hubo grandes riquezas mineras, como sí las hubo en Zacatecas o en Potosí.
La Nueva Granada era, más bien, un terreno de paso. Si bien tuvo yacimientos de oro de aluvión —en algunas zonas del Pacífico y Antioquia, principalmente—, no era visto como un lugar muy valioso para los intereses y los fines de la corona. Es decir, este no era un destino muy apetecido y menos para un personaje de la talla de fray Cristóbal de Torres. Ahí surge una primera inquietud: ¿por qué lo nombraron acá? Eso no se ha terminado de aclarar.
Pero siguiendo con el contexto de la llegada del arzobispo a Santafé, en 1635, uno puede situar dos fenómenos paradójicos que están sucediendo en España: el Siglo de Oro, cuando la lengua y las artes hispánicas brillan extraordinariamente, y, al mismo tiempo, la decadencia política del imperio.
La España de Carlos V y Felipe II era el imperio más poderoso conocido en la época y tenía posesiones en todo el mundo, pero, producto de múltiples factores, comenzó a perder grandes extensiones de territorio. Hay una simpática anécdota de Francisco de Quevedo, quien, al oír que la gente se refería a Felipe IV como el Grande, exclamó: “Sí, evidentemente: grande como los agujeros, que son más grandes cuanta más tierra les quitan”.
Ahora bien, a fray Cristóbal le correspondió vivir una época paradójica: al tiempo que había un extraordinario despliegue de riqueza intelectual, se presentaba una decadencia política muy profunda, que produce un curioso análisis por parte de la clase intelectual. Usualmente, los imperios nunca han tomado consciencia de su propia decadencia; eso es una constante histórica: nadie se da cuenta cuando se está empezando a derrumbar; sin embargo, los españoles sí lo hicieron. Es más, toda la intelectualidad española entendió que algo estaba pasando cuando se empezaron a dar cuenta de que un imperio tan inmenso ya mostraba graves síntomas de debilidad.
Por eso, se empezaron a analizar todas las posibles causas del decaimiento imperial: las pestes; los problemas gravísimos de la deuda contraída por España con los banqueros alemanes; el propio descubrimiento de América, que había creado una crisis grave, al tiempo que un desplazamiento de la población campesina al interior de la península, y, obviamente, la expulsión de judíos y moros.
Pero, aparte de eso, se hablaba de otra causa: de la carencia en la educación del príncipe. Atribuida a Erasmo de Róterdam, esa tesis consideraba indispensable crear una clase dirigente suficientemente preparada para atender adecuadamente las necesidades de un reino. Pues bien, la falta de preparación de los dirigentes del imperio español fue, precisamente, una de las explicaciones que llevaron a la grave crisis que sobrevendría posteriormente.
Sin lugar a dudas, Cristóbal de Torres fue influido por este contexto político. Debemos recordar que él fue un hombre de la Corte muy cercano a Felipe III y Felipe IV, y que por lo mismo tuvo acceso a infidencias e información privilegiada.
¿Qué factores explican ese grado de cercanía con la realeza española?
Ese voto de confianza corresponde a que Cristóbal de Torres fue confesor de los reyes y predicador. Aquí hay que tomarse un momento y contar que durante la parábola hispánica de fray Cristóbal hubo un hito que no ha sido suficientemente desentrañado: un famoso sermón en Córdoba.
Eso fue en 1614: fray Cristóbal estaba muy joven. Atendiendo al convento dominico de San Pablo en Burgos, cursó todas las disciplinas que lo llevaron a convertirse en auxiliar del obispo de Córdoba hacia mediados de la segunda década del siglo XVII. En una celebración litúrgica, fray Cristóbal pronunció un sermón oponiéndose a la idea de la Inmaculada Concepción sosteniendo que no creía lógico ni explicable que la Virgen María fuera concebida sin pecado original. Esa había sido la histórica posición de su orden respecto al tema; sin embargo, hay que recordar que en ese momento había una disputa ideológica con los franciscanos, quienes sostenían la idea contraria: es decir, creían que la Virgen, por ser la madre de Cristo, estaba libre del pecado.
El sermón pronunciado por fray Cristóbal es de entrada polémico. Al defender que la idea del inmaculismo es un error lógico se metió en problemas con la población cordobesa, que desde la época de los visigodos tenían especial arraigo a la idea de la Inmaculada Concepción. Diego de Madrones, el obispo del que era auxiliar fray Cristóbal, no se atrevió a condenar su sermón antiinmaculista. Sin embargo, fue tal el estremecimiento de su sermón que ciertas fuerzas se movieron para que el mismísimo Felipe III solicitara expresamente sellar el tema. Esa fue la razón por la cual el joven dominico tuvo que salir de Córdoba.
Tiempo después llegaría a la corte del rey, donde tuvo una misión importante y un papel protagónico, pues era cercano a los reyes Felipe III y Felipe IV y a sus consortes. Al mismo tiempo, se hizo amigo de personajes tan importantes como Francisco de Quevedo y Villegas; es más, Quevedo y fray Cristóbal fueron tan cercanos que este último fue censor de uno de sus libros.
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