Acostumbramos a emplear una secuencia analítica de razonamientos parecidos a los de la separación de una serie de compuestos distintos disueltos en un líquido por medio de un reactivo que, al precipitarlos al fondo del tubo de ensayo, van separándose de los que al no reaccionar con él, permanecen en el líquido. Y la naturaleza del ser humano es tan errática y tan dispar que rara vez se comporta de igual manera ante idénticas circunstancias.
Es lógico que seamos así de impredecibles, tanto por la naturaleza orgánica que tenemos, mucho más compleja que una serie de átomos disueltos, como por la historia vivida, que ha forjado de manera indeleble nuestra forma de ser.
Aunque la primera, la carga genética recibida de nuestros ancestros, es diferente, aún lo es mucho más la segunda, el entorno familiar y de educación donde pasamos nuestros seis primeros años de vida. Esto explica que en una familia de cuatro hermanos, todos sean distintos: su carga genética es distinta pero también lo son las circunstancias en las que los educaron sus padres, pues en los años que se llevan, los progenitores cambiaron a su vez. Y el hombre es un continuo devenir.
“¿Por qué me tiene que pasar precisamente a mí?”os habréis preguntado muchas veces. Por el azar. Cuántas veces habremos dicho “es que fulanito tiene mucha suerte” o ”menganita es una gafe”. La suerte nos acompaña durante toda la existencia y es, muchas veces, muy caprichosa. Algunos se apoyan en sus creencias para pedir tal o cual cosa que creen complicada de conseguir, otros lo luchan con sus propias fuerzas, sin dioses ni ofrendas. A pesar de que estamos condicionados por lo recibido en el nacimiento y la educación, está la suerte: el refranero rebosa de aforismos relativos al azar.
Un señor maduro de pelo plateado, alto y desgarbado, y de andar cansino, pasea por la estación de Francia en Barcelona. Ha llegado poco antes desde el barrio de la Ribera donde vive en un sencillo apartamento, todas las mañanas camina a primera hora; ahora, tras admirar el hermoso vestíbulo de la estación, se dirige por el andén mirando el tren estacionado y presto a salir, los pasajeros tardíos se afanan en coger su coche, unos luchando con portátiles o whassaps, otros arrastrando su maleta de ruedas.
En su ritual paseo matinal, el señor Blanch mueve los labios en ese gesto tan propio de personas mayores con problemas auditivos, habla con el amigo que le acompaña cada mañana—divorciado, hace años que vive solo—, su soliloquio; acariciando el cuadro que se dibuja en el andén, evocó nostálgico…
… Al recordar las primeras escenas que mi retina captó, no tengo más remedio que pensar en la frase de Antonio Machado: … españolito que vienes al mundo, si no lo remedias, una de las dos Españas te ha de helar el corazón…
Las primeras imágenes del niño que fui están relacionadas con la violencia y el castigo, nunca con el razonamiento y el ejemplo: “quien bien te quiere te hará llorar”—me repetía el padre José—, los partidos de fútbol en blanco y negro, los toros y las películas violentas bien de indios o de la segunda guerra mundial.
Comprobé el choque de ideas de la sociedad española de la posguerra en mi familia. Aún estaban calientes los cuerpos sin vida de los asesinados, las cárceles rebosantes de presos políticos y los niños veníamos de París, con un pan debajo del brazo…
… El tren pasó a su lado y girando a la izquierda, traqueteó a su destino, dejando ese olor acre, tan familiar. La luz del sol entró a raudales por el extremo de la inmensa marquesina acristalada, alumbró el arco cóncavo de las vías transmutándolas en haces curvos de plata que le deslumbraron; la imagen trasera del cercanías que se desdibujaba alejándose, le recordó otra imagen construida de niño con las anécdotas de sus progenitores…
Alrededor de mil novecientos cuarenta y cinco
… El viejo tren de locomotora negra aceleró la marcha. Las dos primas estaban la una frente a la otra. La chica morena se puso de pie, miraba las pequeñas montañas, entrecortadas por las ráfagas de vapor que, como pequeñas nubes, salían disparadas como balas desde la máquina a las ventanillas del coche, trayendo un olor acre y una suspensión indeseable que se pegaba a la cara.
La cerró.
Charló con su prima, una rubia con gafas y de ojos claros; se abstrajeron con los recuerdos de otras primas que hacía poco les aleteaban los brazos en la estación de Francia; las dos miraban por la ventanilla las formas de las masías que se extendían a cierta distancia. Toda su familia era catalana aunque vivía en Madrid desde 1936 donde llegó trasladado su padre, ingeniero de los ferrocarriles MZA—trasformada en RENFE por Franco en 1941— .Se sacudió el polvo que había manchado su falda en el trajín de coger el tren, y se la estiró comprobando su postura adecuada. Con un pañuelo bordado y el espejito, limpió su cara angelical del tizne chino adherido. Era una mujer morena de pelo rizado sujeto atrás, frente ancha, cejas arqueadas muy depiladas, grandes ojos castaños y boca pintada en forma de corazón aplastado. Su blusa blanca con pequeños pliegues simétricos y manga larga contrastaba con la falda oscura, destacaba el atractivo de su cara.
La despertó el frenazo, más brusco de lo habitual al detenerse en la estación. A lo lejos destacaban las torres esbeltas del santuario del Pilar. Los andenes rezumaban de gente que iba y venía, ávida por recibir a sus familiares o por tomar el tren. En aquel abigarrado cuadro predominaba el caqui de los uniformes militares, el reflejo cegador de las botas pulidas y los enormes armarios-maleta, plomíferos. Algunos maños vendían sus productos a los viajeros que aprovechaban para bajar y estirar las piernas.
Un desafinado desfile de botas y ruidosas risotadas truncó el plácido murmullo en el que estaban instaladas, y las dos giraron la cabeza hacia el pasillo del coche. Dos militares reían delante de la puerta del compartimento. Uno de ellos les guiñó el ojo. El otro enmudeció. Hablaron entre ellos, se decidieron a pasar, se sentaron. Vino otro más con galones dorados y tras pedir permiso al capitán, también se sentó. Un agudo pitido apagó los demás ruidos, luego otro más. El “no-puc-més, no-puc-més…, (no puedo más…, en catalán)”, sin aliento al principio y más acompasado después, fue la señal que el bonito monstruo negro les dio antes de que la aceleración les hiciese perder de vista los elevados campanarios de la milenaria ciudad.
El oficial con gorra de plato y dos estrellas que le había guiñado el ojo a la morena, no dejo de tirarle los tejos todo el camino. El otro, con tres estrellas, bajo de estatura aunque muy atractivo, tenía la mirada vehemente, los ojos hundidos, la frente ancha, y las cejas lloronas. Era un joven de nariz grande, y su fino bigote arreglado le ocupaba todo el labio superior de comisura a comisura. Su mentón hendido resaltaba sobre su impecable y afeitada barbilla. Moreno, delgado, y de ojos aceituna, se limitó a mirarla de arriba abajo de vez en cuando. Ella también miraba seria y desdeñosa hacia la puerta de entrada. Sus ojos la traicionaban aumentando su fulgor al pasar por delante del capitán…
…“Así se conocieron mis padres”, le dijo don Vicente Blanch a su compañero de soledad, quien le acompañaba a dondequiera que fuera...
… A los dos domingos del romántico encuentro, durante la misa en la iglesia de Jesús de Medinaceli, la prima le cuchichea que el guapo oficial está en el templo. Al salir y de camino a casa, ella no se vuelve. Tan sólo sacude coqueta su larga melena rizada hacia atrás. Pide a su acompañante rubia que mire furtiva a ver si las sigue. El capitán está muy cerca de ellas. Han de apretar el paso si no quieren verse abordadas. Aceleran. Abren el portal sofocadas y suben corriendo por los quejumbrosos peldaños de madera, riendo como chiquillas.
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